El sociólogo Guillermo Korn y el profesor de Historia Javier Trímboli acaban de publicar un libro en el que se reconstruye la vida y obra de Alfredo Varela, comunista de los de antes y autor de El río oscuro (1943). Esa novela se convirtió en la legendaria Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril. Entre la explotación y la sangre, los registros sociales de Varela tienen una vigencia estremecedora.

Alfredo Varela ya llevaba un buen tiempo preso por su militancia comunista, en los años del viejo peronismo. Por lo menos desde 1949.  Fue desde la cárcel de Devoto que colaboró con Hugo del Carril en la escritura del guion de Las aguas bajan turbias, basada en su célebre novela El río oscuro, traducida con los años a 16 idiomas. Hacia 1952 Hugo del Carril intercedió ante el general omnívoro para que Varela fuera liberado.

La anécdota histórica ardua de rastrear, o quizá escrita de puño y letra por el propio Hugo del Carril, dice que Perón y Varela charlaron así:

–¿Por qué está preso? –preguntó el General.

–Por mear frente a la embajada norteamericana –respondió el escritor. Perón largó una carcajada de dientes Gardel.

-Mire, al final somos todos un poco comunistas, si al final lo que buscamos es la justicia social.

Hugo del Carril, Las aguas bajan turbias.

Hablando de omnívoros –o herbívoros, depende de quién lo diga o califique- Ommnívora Editorial acaba de rescatar muy oportunamente al Varela escritor y periodista mediante un libro que reúne entre otras cosas tres textos escritos por él en 1941 durante su viaje a Misiones. El libro se llama ¡También en la Argentina hay esclavos blancos! Es el resultado de un minucioso trabajo en dúo de Guillermo Korn (sociólogo y autor con María Pia López del siempre releíble Sábato o la moral de los argentinos, de 1997, y Javier Trimboli (profesor de Historia y autor de diversos artículos y libros). Quien escribe esta pequeña introducción tiene al libro esperándolo en otro domicilio (será leído con deleite). Pero supone que es más que verosímil que ambos autores hayan trabajado con el cuantioso (y valioso) fondo de documentos personales (incluyendo cuadernos semilegibles de Varela) que reunió la Biblioteca Nacional durante la gestión de Horacio González. Por lo visto y gugliado, hay más documentación sobre Varela en el archivo del Partido Comunista y en el CEDINCI. El trabajo de Korn y Trímboli reconstruye entre otras cosas la historia de la escritura de El río oscuro, donde es difícil separar periodismo de literatura. Varela no solo que hizo –en fin- “nuevo periodismo”, a lo Mansilla, Sarmiento o Walsh, sino que se documentó profusamente sobre el cuadro histórico y social del Alto Paraná, altura Misiones. El trabajo y las recorridas de Varela en Misiones duraron meses. Fue enviado como corresponsal rojo y acompañado por el dirigente yerbatero comunista Marcos Kann.

Antes de que El río oscuro fuera novela y mucho antes de que fuera una película emblemática de Hugo del Carril y Eduardo Borrás, el material que recopiló y redactó Varela apareció en la revista Ahora y luego –cacofónicamente- en La Hora, el periódico orgánico del PC.

En una ponencia titulada “Los papeles de Alfredo Varela. Un intelectual argentino del Partido Comunista”, Federico Boido y Tomás Schuliaquer hablan del fondo documental reunido en la Biblioteca Nacional, un conjunto de investigaciones en las que Varela denunciaba “la explotación de los mensús en Misiones, de los trabajadores del algodón en Chaco, de los aborígenes y el sometimiento que sufrían los campesinos paraguayos”. Mucho viaje como cronista y mucho viaje como militante destacado e internacionalista del PC (incluyendo la URSS y Cuba, experiencias que también tomaron la forma de escritos) impidieron que Varela escribiera otros libros que se había propuesto encarar: uno sobre la vida de Osvaldo Pugliese, otro sobre Brecht, un tercero que sería una novela desarrollada en el Chaco algodonero.

El 22 de febrero de 1949, en su diario de prisión, Varela apuntó esto: “La literatura es el oficio que más quiero, la actividad que más me apasiona, y la que, sin embargo, es la que más abandono, con una superficialidad, una inconsciencia, que verdaderamente me asombra las escasas veces que me detengo a pensar sobre esto”.

“No siquiera emplearé adjetivos truculentos”

Habrá que ver qué consuelo obtuvo Varela al obtener en 1972 el Premio Lenin de la Paz, otorgado por la URSS. Como sea, es buenísimo que Korn y Trímboli se hayan dedicado a hacer este rescate de la obra de Varela. Uno de los tantos modos de decir –como suelen insistir el que escribe y Socompa– que el periodismo no nació antes de ayer y que hubo enorme periodismo mucho antes de muchos. El libro contiene unas imágenes en xilografía hechas especialmente por el taller de arte Fábrica de Estampas, que son las que ilustran este texto.

Lo que sigue ahora es la reproducción parcial de uno de los folletos escritos por Varela sobre su paso por Misiones, texto que aun suena caliente y evoca mil conflictos sobre la posesión de la tierra, la explotación y la naturaleza (o Pachamama), en Argentina y en América Latina. Los hechos relatados se produjeron en Oberá que, en guaraní, triste o llamativamente, significa “que brilla”.

A partir de aquí, escribe Varela:

“En la historia de las luchas sociales argentinas, junto a las más brutales represiones del anhelo popular, entre las matanzas de Santa Cruz vía Semana Trágica, debe figurar lo que ya se conoce como La masacre de Oberá.

El 15 de marzo de 1936 asomó en un rincón de nuestro país, en el centro de Misiones, el rostro amarillo y fatídico del pogrom. Cinco años han transcurrido desde entonces. Y es oportuno sacar esos sucesos nuevamente a la luz, presentarlos frescos y detallados, vívidos, ante los hombres de las ciudades y los campos de mi patria, para que no olviden la estúpida barbarie desatada contra unos colonos –nativos o extranjeros, poco importa–, que trabajaban la tierra, producían, eran esquilmados, y sobre los cuales se lanzaron las jaurías de la represión como escarmiento, para que no volvieran a levantar la cabeza y recordaran por siempre que cada vez que intentasen mejorar su suerte encontrarían el látigo y la bala.

No invento nada. No supongo nada. Ni siquiera emplearé adjetivos truculentos. He de referir hechos, sencillos y terribles hechos, tal como los recogí en el mismo lugar de los sucesos, en Oberá, hace pocas semanas. Como me los contaron los hombres y mujeres que todavía guardan el terror en el fondo de sus pupilas, cuya lengua vacila y se detiene al referirlos, que antes de hablar cierran las puertas nerviosamente y aún temen que alguien pueda escucharlos. En los ranchos de los peones, en las chacras de los pequeños colonos, en las casas del pueblo, recogí caliente, temblorosa y verídica esta crónica. Vivida con sangre, escrita con sangre, con sangre deben grabarla en su memoria aquellos que, surgidos del pueblo, se han constituido en sus paladines y quieren evitarle nuevas humillaciones y ofensas.

Los colonos venían por el camino que conduce de Colonia Samambaya, que en portugués significa ‘los helechos’, a Oberá. Hombres, mujeres, niños, a pie, a caballo, en los carros polacos, en sulkys; ucranianos y suecos, blancos-rusos y argentinos y paraguayos.

Al pasar frente al cementerio, una descarga cerrada de fusilería hirió, mató, dispersó. Entre una confusión terrible, los sobrevivientes fueron acorralados y presos, perseguidos por los montes y baleados, violadas las mujeres, las rusitas y polacas de rubias trenzas, las niñas no florecidas aún. Después fueron asaltadas las chacras, saqueadas, robados los animales o dispersos por el monte. Fueron las palizas en la comisaría, el terror y una palabra: pogrom.

Oberá está situado en el cerro de Misiones. El pueblo ha crecido con ese ímpetu arrollador de las grandes ciudades norteamericanas.

En 10 años, un montón escuálido de ranchos se ha convertido en la segunda ciudad misionera. Tienen tantos autos y aún más camiones que la capital: Posadas. Tres mil habitantes cuenta la planta urbana, y 22.000 la rural. La tierra parcelada, las pequeñas chacras, la intensa colonización le dan nervio y vida. Veinte y seis nacionalidades hacen de Oberá el símbolo cosmopolita del aporte del mundo a nuestro país. Hay representantes de la Europa nórdica, de la aplastada Checoslovaquia, de la remota China. Abundaban finlandeses, turcos, suizos y árabes, junto a las colectividades numéricamente fuertes, como la alemana, la ucraniana, la polaca y la brasileña. Y no faltan irlandeses, búlgaros, japoneses, y hasta algunos nacidos en la diminuta e ignorada Rutenia.

Plantan citrus, yerba, tabaco, maíz. Pero la situación es esta: los elevadísimos fletes impiden que el citrus pueda colocarse en plaza; el precio ofrecido a los productores es muy bajo. El maíz casi no se cotiza. La producción de yerba ha sido reducida por decreto, y aunque el precio fijado oficialmente es mayor que el anterior, solo resultan gananciosos los grandes plantadores. Y el tabaco, ¡oh bueno! Hay dos grandes compañías, 43 y Nobleza, que absorben y monopolizan la producción. Imponen sus bajos precios. Defraudan en el peso y en la clasificación. Si el colono no quiere someterse, es bloqueado. No puede vender. Hasta que cede. Solo dos compañías, dos tiburones: Nobleza y 43. El pez se retuerce, protesta, intenta escapar. Pero el anzuelo está bien clavado, 43 o Nobleza. No hay otra solución. Y los representantes de las empresas, en Bonpland y en Puerto Santa María, se frotan las manos, satisfechos, y en los ratos perdidos contrabandean tabaco brasileño.

A $3 los 10 kilos se pagaba en 1935 y 1936 el tabaco de buena calidad. A $2 y $1, el de segunda y tercera clase. Un precio insuficiente, que no compensaba la recolección siquiera. Se planta en septiembre, y hacia diciembre, cuando el sol está bien fuerte, se cosecha, acopiándose en abril. Son 6 meses que el colono debe dedicarle. Para aguantar durante todo ese tiempo, y hasta para prever la posible seca del tabaco, hay que mantenerse con otro producto. Estaba la yerba. De pronto, en 1936, el Gobierno decidió reducir su producción. Los grandes plantadores resistieron bien el golpe, compensados por la disminución de sus gastos y el aumento del precio. Para los pequeños colonos, en cambio, fue una verdadera catástrofe. Más de 10.000 chacareros resultaban afectados. Una ráfaga de inquietud los sacudió. El pan de sus hijos peligraba, la miseria se cernía sobre sus propias chacras después de años de rudo trabajo. Se agitaron tímidamente primero, luego fueron uniendo sus voces, comprendiendo que eran muchos, que podían pedir a las autoridades mayor consideración por sus vapuleados intereses.

Finalmente, decidieron realizar una gran concentración en el pueblo de Oberá. A través de algunos oradores, expondrían sus anhelos, y confiaban ingenuamente en que entonces las autoridades les prestarían oídos. Se fijó una fecha: el domingo 15 de marzo de 1936.

Las grandes compañías, sus representantes y acopiadores observaban el movimiento con recelo. ¿Y si el Gobierno, impresionado, intervenía? ¿Si sus víctimas se negaban a continuar siéndolo, si dejaban de plantar tabaco por acuerdo colectivo o rehusaban venderlo hasta que hubiese un buen precio, constituyendo en común acuerdo grandes depósitos para librarse de su tiránica tutela? En cualquier caso, la lucha unida de los colonos solo habría de resultar en perjuicio de los monopolistas. De ninguna manera podían permitirlo. Entonces acudieron a los nada sutiles pero eficaces resortes de siempre. La irresistible influencia del dinero –que, según las malas lenguas, había cerrado los ojos de tantos funcionarios a sus actividades contrabandistas– les serviría también esa vez”.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?