Durante un tiempo largo los de Socompa no tuvimos otra que susurrar y preguntarnos qué pasaba con Marcos Mayer porque él, voz bajita y débil, era más que querible pero bien escondedor. A un año y medio de su muerte, su hermano Rubén escribió este texto conmovedor que nos acerca mejor a Marquitos.
Desde que Marcos murió, hace casi año y medio, no había podido entrar a la página de Socompa. Pude vencer la resistencia recién hace unos días para desconcertarme al ver una nota política suya: ¿Marcos ahora? ¿Cómo podía ser? Era en realidad una nota escrita hace unos años y que había sido rescatada del archivo por su vigencia con el momento político actual.
Tuve que reordenar los tiempos y los acontecimientos. A veces parece que su muerte pasó hace ya mucho, a veces hace poco. Otras que no pasó, y cada tanto me surge la necesidad de llamarlo para hablar de cosas o giro la cabeza para ver si está prendida la luz de la terraza del departamento de la avenida Forest cuando paso con el auto.
Pero mucho antes de esto hubo un recorrido, historias compartidas, un prolongado distanciamiento y un feliz reencuentro.
En nuestras infancias fuimos sorprendidos por la inesperada y repentina muerte de nuestro padre, seguida inmediatamente de la internación de nuestra madre. Se cumplió así la sentencia de Piglia de que la primera emoción privada es siempre una pérdida.
Durante el tiempo (¿días?, ¿semanas?) que le llevó a ella recuperarse psíquica y emocionalmente hasta ser finalmente dada de alta, Marcos y yo estuvimos viviendo en la casa del matrimonio rumano que vivía en la planta baja del edificio de la calle Montañeses en el barrio de Belgrano, pegado a lo que es hoy en Barrio Chino. Nosotros estábamos en el primero “A”. Recuerdo que comían los fideos espolvoreados no con queso rallado sino con azúcar.
De esa etapa, también me acuerdo que en los carnavales nos íbamos al balcón y de ahí tirábamos bombitas de agua a la gente que pasaba; y que todos los domingos a la mañana escuchábamos por radio un programa cómico que se llamaba La revista dislocada, o algo parecido.
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Marcos hizo la primaria en el Casto Munita, de Cuba y Juramento, y la secundaria en el Nacional Buenos Aires. Nunca se podía saber bien cuántas materias se llevaba. Cuando fue el turno de Química, recuerdo las paredes de nuestro cuarto escritas con tiza las fórmulas que necesitaba recordar. De esos años en el Nacional Buenos Aires se remonta la amistad con Mario L., una amistad que mantuvieron hasta el final, aunque con un intervalo: muchos años después de esa prolongada pausa se reencontraron por casualidad en la estación de tren de San Miguel. Yo estaba presente (sería largo explicar qué hacíamos los tres ahí). Mario, que daba señales de no haber entendido nunca la razón del distanciamiento, le preguntó a Marcos si estaba enojado con él, a lo que Marcos contestó con total espontaneidad que no. Con Marcos era fácil saber qué pensaba pero no qué sentía.
Cuando traía sus primeras novias a casa, para dejarlos solo yo lo chantajeaba pidiéndole guita para salir a comprarme algo. Siempre funcionaba. Como vivíamos a menos de quince cuadras de la cancha de River muchas veces íbamos para ver el segundo tiempo. En esa época dejaban entrar gratis pasados algunos minutos. A veces los hombres de la entrada demoraban el ingreso a pesar de la súplica de los que estábamos afuera y sufríamos con los gritos que venían de la tribuna sin saber lo que estaba pasando. Para ver todo el partido y no pagar íbamos con Mario G., un amigo de Marcos que era socio. Pasaba Mario primero y desde el otro lado le tiraba el atado de cigarrillos de Marcos “que se había llevado sin querer” adentro del cual estaba el carnet. Dejábamos pasar un rato e intentábamos pasar rogando que el controlador no fuera muy fisonomista a la hora de comparar la cara de Marcos con la foto del carnet. Como los menores no pagaban entrada yo pasaba sin problemas.
Cine, Les Luthiers… Ezeiza
Marcos más de una vez me llevó al cine; sin embargo, no consigo recordar ninguna de esas películas. También me llevó a lo que casi con seguridad fue el primer recital de Les Luthiers en Buenos Aires. Era un sótano de la calle Corrientes con mesas y sillas al estilo café concert. Salimos maravillados.
Los 70 fueron movidos. Recuerdo que Marcos fue a Ezeiza a recibir a Perón en su retorno a la Argentina. Años después, cuando la cosa se empezó a poner jodida, tuvimos que tirar un montón de libros y revistas. Y en el 77 desaparecieron a Daniel G., amigo inseparable y compañero mío del Mariano Acosta y después de la Facultad de Medicina. Todos los intentos por tener alguna información sobre Daniel fracasaron; y era frustrante no encontrar su nombre en las listas de detenidos liberados que cada tanto eran publicadas en los diarios. Su padre no lo soportó y falleció poco tiempo después, y Marga, su madre, fue una de las Madres de Plaza de Mayo.
Antes de recibirse de Licenciado en Letras, Marcos estudió Sociología o Antropología o las dos. También hizo alguna experiencia en cine. Con un amigo al que apodaban “el ruso” sacaron una revista que se llamaba Brecha. Yo me ocupaba de hacer algunos dibujos y de llevar algunos ejemplares al puesto de diarios.
Bastante antes de dedicarse de lleno al periodismo, la docencia y la escritura, Marcos estuvo empleado en distintos lugares. Pero era una lucha para que se despertara a la mañana, y fueron muchísimas las veces que nuestra madre llamaba a la empresa del caso ofreciendo las excusas más convincentes o inverosímiles, asegurando que Marcos ya estaba en camino mientras él, pacientemente, se peinaba en el baño.
Una familia no muy normal, un corazón
A esa etapa compartida le siguieron años de conflictos y distanciamiento. A falta de una caracterización más precisa simplifiquemos diciendo que la nuestra era una familia disfuncional. Era, por esa razón, una buena oportunidad para alejarse un poco de todo y de todos. Además, ambos nos habíamos casado (y al tiempo separado), yo había entrado a la residencia de cardiología, más otras cosas propias de esas etapas de cambio en las que todavía no somos nosotros mismos. Nos perdimos el rastro.
Volvimos a vernos cuando me avisaron que estaba internado para una cirugía de by pass. Él no estuvo muy de acuerdo con que me hubieran convocado. Al comienzo todo anduvo bien, pero a los pocos años tuvo una arritmia grave y debieron colocarle un desfibrilador, suerte de marcapasos con la capacidad de abortar una arritmia potencialmente fatal. Para llegar a que el procedimiento se llevara a cabo hubo que sortear obstáculos de todo tipo, discusiones con la obra social, traslados de una clínica a la otra, de lo cual Marcos era apenas un testigo pasivo. Cuando por último todos los inconvenientes fueron sorteados y el camino al desfibrilador quedó allanado, Marcos quiso tener una conversación conmigo “porque tenía que tomar algunas decisiones importantes”, así me dijo. Agradecí que finalmente tomara conciencia de la gravedad de la situación, pero en realidad lo que Marcos necesitaba saber era si en unos días iba a estar de alta porque “tengo entradas para el teatro para este sábado”. Con Marcos uno nunca terminaba de sorprenderse de esa habilidad suya de atravesar los momentos difíciles completamente ajeno, como si no fuera él quien en ese momento estaba acostado en la cama de terapia intensiva, con persistente inocencia, no sabiendo o no queriendo saber.
Durante un tiempo la necesidad volvió a acercarnos; pero a esa etapa le siguieron nuevos conflictos y un nuevo y prolongado distanciamiento. Fue recién después del fallecimiento de nuestra madre que nos vimos forzados a vernos otra vez.
Sin embargo, el reencuentro fue inmediato, sencillo y distendido. Volvieron las cenas compartidas. Marcos era muy respetuoso de la ceremonia de entrada, plato principal y postre, y bien podría haber sido un gran cocinero; pero hubiera tenido que pasar mucho tiempo parado y su postura natural era estar sentado. Ninguno de los dos había perdido el sentido del humor, una estrategia que aprendimos rápida y tempranamente para despistar a la realidad cuando ésta se ponía demasiado pesada.
Fútbol, política y música
Reeditamos viejas conexiones y aparecieron nuevas. De las viejas, como siempre, el fútbol y la política. También la música, y aunque nuestros gustos habían tomado diferentes direcciones, nos dimos el gusto de ir juntos a ver a Hermeto Pascoal al Konex y a King Crimson en el Luna. Termino de escribir esto y recuerdo ahora cómo se rio la vez que le confesé que había llorado después de escuchar Mitos y leyendas del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, de Rick Wakeman.
La nueva conexión, para su sorpresa, vino de la mano de la literatura y la escritura. Es que, en palabras de Marcos, de joven yo alimentaba “una cruzada en contra de los libros”; seguramente para diferenciarme de él. Pero ahora se me había despertado el placer de leer y escribir. Me daba un poco de vergüenza hablar de libros y autores con él; sin embargo, Marcos nunca me dio motivos para que así fuera e incluso me animó para que escribiera alguna nota para Socompa, como así ocurrió, no sin cierto pudor de mi parte.
Lamenté mucho que el año pasado no estuviera en la presentación de mi primer libro, aunque quedó bien claro, porque se los hice saber a todos, que Marcos de diferentes maneras allí estaba y que mucho había tenido que ver en ese proceso.
Otras y muchas cosas habían pasado y cambiado en nuestras vidas. Cuando vino a mi cumpleaños de 60, durante el cual compartimos historias y anécdotas con mis amigos, la mayoría de los cuales él no conocía, al momento de despedirnos Marcos me dijo que había un montón de cosas que no sabía de mí y que allí se había enterado.
Durante ese tiempo renovado también aproveché para preguntarle especialmente sobre nuestro padre, al que yo había conocido muy poco porque falleció cuando yo era muy chico. De tantas cosas que desconocía de él una me despertaba especial curiosidad: cómo era la voz de nuestro padre; porque no tenía (no tengo) un recuerdo auditivo de él y eso me frustraba (me frustra) bastante. De esto y de otras cuestiones Marcos funcionaba como un reservorio de recuerdos que yo necesitaba conocer o recuperar.
Fueron años muy buenos. Dimos vuelta la página de todo, recuperamos el tiempo perdido y nos pusimos al día. Desplegamos sobre la mesa el largo rollo de la tela que todavía había para cortar entre los dos.
La última mirada
Y así se iban dando las cosas hasta que empezaron sus problemas de salud; agravados por la pandemia, los problemas con la cobertura médica y por esa forma tan particular y desesperante que tenía Marcos de patear los problemas para adelante. Cuando finalmente se operó, el cáncer estaba muy avanzado y todos sabíamos que a partir ahí no era otra cosa que una cuenta regresiva. Todos menos él, que nunca quiso hablar del tema, lo cual fue rigurosamente respetado. Al momento del alta de la última internación en la sala de Cuidados Paliativos del Lanari, y cuando todo ya era solo una cuestión de unos pocos días, Marcos estaba ansioso de volver a su casa para retomar la redacción de Socompa y la lectura del Quijote, que fue el libro que eligió como compañía literaria para sus últimos días.
Un par de días antes de morir me pidió que fuera a verlo a su casa porque había algo que quería hablar conmigo. Cuando llegué, ya casi no tenía fuerzas para hablar. Marcos siempre hablaba muy bajito y era común que le pidiera que repitiera lo que había dicho porque no había alcanzado a entenderle. Pero esta vez era diferente. Cuando le pregunté qué quería decirme me contestó que estaba muy cansado, que mejor en otro momento.
Se despidió con un gesto inconfundible, una mirada honda y única, expresión viva de la que fue la última y más absoluta despedida.
PD: lo de “Marquitos” en la bajada de esta nota es exclusiva responsabilidad del editor.