Fue un gran innovador de un folclore anquilosado, que se repetía a sí mismo. Y un gran maestro. En esta entrevista realizada antes de su regreso a los escenarios a mediados de los 90, repasa su carrera, analiza la música popular, despacha a algunos de sus ex alumnos y envía un mensaje digno de ser atendido si se busca renovar el panorama musical argentino.
Hace casi cuarenta y cinco años, un disco mostró un camino diferente para la música argentina. Se llamaba, sintético, Trío Juárez. Piano, guitarra y percusión, con un tratamiento de una libertad y una riqueza de desarrollos inéditas en el género, recorrían un paisaje cuyos contornos aparecían delineados por la “Zamba de Vargas”, por “Cuando vos quieras” –un bailecito de Eladia Blázquez–, otros clásicos, como “La nochera” y “La López Pereyra” y “La del hombre solo”, compuesta por el pianista que le daba su apellido al grupo, Manolo Juárez. Junto a él estaban el guitarrista Alex Erlich-Oliva y, como percusionista, Elías “Chiche” Heger. En 1972, al trío se agregaron la cantante Martha Peñaloza y Juan Dalera en instrumentos de viento para un segundo disco: Trío Juárez + 2.
Ese podría ser el comienzo. O, tal vez, el principio sea anterior. Un Impromptu de Schubert que un compañero de la primaria tocó en un acto escolar; la música de los boliches de putas, en la calle 25 de Mayo, donde, aún menor, trabajó como pianista mintiendo sobre su edad; el Cuarteto No 5 de Béla Bartók que escuchaba su padre, el escultor Horacio Juárez; las reuniones en su casa, donde junto a Antonio Berni y Leopoldo Marechal podía estar Atahualpa Yupanqui; Duke Ellington en una disquería de la calle Cuenca. Músico de dos mundos, premiado como compositor “clásico” –él se referirá a esa música, una y otra vez, como “sinfónica y de cámara”, evitando tal clasificación– y como pianista “popular”, amigo y compañero de ruta de Gerardo Gandini y del Mono Villegas, experto en morfología capaz de analizar con el mismo rigor una fuga de Bach, utilizando, con sus alumnos, distintos colores para el sujeto y el contrasujeto, o una zamba recopilada por Chazarreta, faro para varias generaciones que lo tuvieron como referente posible y como maestro.
La lista de sus alumnos incluye los verdaderos –entre ellos Adrián Iaies y Guillo Espel, que sienten por él veneración– y los falsos, como Angel Pititto (a) Mahler, que lo cita como su profesor en su currículum y en programas de concierto. “Alguna vez pensé en hacerle juicio”, dice Juárez, sentando en el sillón de su estudio, poco antes de comenzar un ensayo con su grupo actual. “Después desistí porque era mucho lío. Lo eché cuando me dijo que se iba a poner Mahler como nombre artístico. ‘Es ridículo’, le explicaba yo. ‘Es como si me pusiera Manolo Beethoven. Le pregunté si había escuchado algo de Mahler, si amaba su música, si por lo menos había mirado alguna partitura, y me dijo que no. Así que le dije que no volviera.” Las anécdotas de Juárez con sus alumnos son famosas. La más festejada en el ambiente musical es la aventura que imponía a sus estudiantes nuevos, casi como rito iniciático: recorrer las panaderías de San Telmo tratando de conseguirle lo que él llamaba, sin más detalle, “medialunas con brillito”.
“Las peñas y los bailes le hicieron mucho mal a la música argentina”, dirá entonces, cambiando radicalmente de tema. “Porque se componía para la danza y eso limitaba la forma. Se podía cambiar algo en lo melódico, o en lo armónico, como había hecho el Cuchi Leguizamón. Pero la forma era inamovible.” Y volverá a recordar lo que una vez le dijo el Mono Villegas: “Manolo, decime, ¿por qué los folkloristas dicen que ahí va la segunda y vuelven a tocar la primera?”. Juárez respondió con un tema fundante, “Chacarera sin segunda”, incluido en un disco también inaugural, Tiempo reflejado, que se editó en 1977 y donde tocaba una suerte de selección de la música popular de ese momento: Dino Saluzzi, el Chango Farías Gómez, Daniel Homer, Norberto Minichilo, Oscar Taberniso y Litto Nebbia.
Ese disco, precisamente, será parte del material que, remasterizado con la supervisión de Espel, estará disponible para su descarga gratuita en una página web que se inaugurará en diciembre. “Decidí que toda mi discografía pudiera estar a disposición. Si igual los discos se suben a la red, y además las compañías no son capaces de hacer nada y muchas ni siquiera saben lo que tienen. Listo, allí estarán todos mis discos. Lo que yo quiero es que el que quiera escucharlos pueda hacerlo. Arreglé el tema de los derechos con los diferentes sellos y ahora todo ese material es mío y hago lo que quiero.” Esa es una de las novedades. La otra es que Manolo Juárez volverá a tocar en vivo, después de un largo paréntesis. Hoy a las 19, en el Auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502) y con entrada libre, será la primera de sus dos presentaciones (la otra será el miércoles 26) junto a Colo Belmonte en batería y percusión, Horacio “Mono” Hurtado en contrabajo y Roberto Calvo en guitarra. Los conciertos serán grabados en vivo y publicados en Trapalanda (Biblioteca Digital de la BN) y en la nueva web del pianista. “Los conciertos están dedicados a Gerardo Gandini”, cuenta Juárez. “Porque fue un hombre grande, fue realmente alguien muy importante. Y porque lo extraño.”
Juárez dice, como otras veces: “No soy pianista; soy un tipo que toca el piano. Pianista es Horacio Salgán; todos los demás chapuceamos”. Dice, con ese tono de peleador algo malhumorado que cultiva desde siempre para deleite de quienes lo conocen, que “había gente, cuando empezamos a tocar, que se reía” y concluye: “Me dije, si Hitler está en contra debe ser que algo bueno estoy haciendo”. Pero no todos se reían. “Eduardo Lagos, de entrada, me apoyó muchísimo.” Juárez oscila entre el culto al saber (al saber culto, desde ya) y la apología de la ingenuidad. “Mire –explica–; la mayoría de las canciones populares tienen secciones de ocho compases y en ‘Yesterday’ la sección es de siete. Capaz que si Lennon y McCartney hubieran sabido forma musical la ‘arreglaban’ y nos hubiéramos perdido una obra genial.” Cree que un músico debe tocar lo que sabe y lo que conoce, sabe que un argentino debe sonar a argentino pero sabe, al mismo tiempo, que no es cuestión de voluntad ni de citas a lo más evidente de las tradiciones. “Debussy suena francés porque era original y era francés. En su música no hay nada de folklore francés. Hay Debussy, simplemente. Y si uno piensa en el tango, por ejemplo, es una música nueva, del Río de la Plata, que se arma sobre raíces que vienen todas de otras partes. A mí no me interesan los pintoresquismos ni el costumbrismo, pero sí hacer una música que refleje de alguna manera un pensamiento musical de acá.” Asegura, también, que un mal actual es darle demasiado énfasis a las composiciones propias y no ponerse a tocar a los maestros. “Yo hago, alguna vez, alguna cosa mía, pero básicamente toco los temas de los grandes autores, Dávalos, Leguizamón, Falú, Yupanqui”, sentencia.
“Acá siempre hubo un preconcepto; un supuesto enfrentamiento entre música clásica y popular. Estoy harto de eso. Absolutamente harto. Yo hago las dos cosas por una cuestión de placer personal. Y también hago cosas que no pueden ubicarse demasiado bien ni en un lado ni en el otro”, asegura el pianista. A los 17 años, Manolo Juárez recibió su primer premio de composición en Milán (Italia) por su Tríptico para piano. “Eso me hizo mal; me creía Beethoven y era un estúpido”, condena. Más adelante ganó el Premio Municipal, en 1972-1973 y en 1975, para la mejor obra de los rubros sinfónicos, de cámara y para voz solista. En 1976 obtuvo tres primeros premios en el Concurso Extraordinario del Fondo Nacional de las Artes por Maremagnum (estrenada ese mismo año en el Teatro Colón por la Orquesta Sinfónica Nacional, con la dirección del compositor mexicano Carlos Chávez), Cinco canciones para voz y conjunto de cámara y Tres piezas para flauta. Ese mismo año ganó la beca instituida por el gobierno italiano y el Fondo Nacional de las Artes, radicándose durante un año en Roma, para estudiar. Fue fundador de la Escuela de Música Popular de Avellaneda –el primer conservatorio de música popular de la Argentina– y jefe de la cátedra de Composición de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata. Fue uno de los que fundó, en 1956, la Asociación Argentina de Jóvenes Compositores y en 1973 creó el Departamento de Música Sinfónica y de Cámara en Sadaic (Sociedad Argentina de Autores y Compositores). Fue, también, miembro del directorio del Fondo Nacional de las Artes. “Me fui porque la música es lo que más dinero le da al Fondo, pero cuando me distraía la plata se iba para otro lado. Y resulta que en vez de comprar pianos y mandar profesores para un conservatorio del interior se le daba un subsidio a una murga, porque era cercana a algún puntero barrial que era cercano a alguno de mis colegas del directorio. Primero amenacé con irme, para que devolvieran la plata a los proyectos que originalmente estaban asignados y, cuando la devolvieron, me fui igual.”