Las plataformas y la competencia por la atención desmonetizan y cambian el significado de las creaciones. Sin nostalgia por “la antigua industria de lo bello”, Socompa te acerca un fragmento de “La muerte del artista”, del crítico William Deresiewicz. (Imagen: Goethe en la campiña romana, Johann Tischbein, 1787).

Hay dos historias diametralmente opuestas sobre cómo ganarse la vida como artista en la era digital. Una viene de Silicon Valley (EE. UU.) y sus impulsores en los medios de comunicación, según la cual nunca ha habido un momento mejor para ser artista. Con un ordenador portátil, uno ya tiene su estudio de grabación. Con un iPhone, la cámara de cine. GarageBand, Final Cut Pro: todas las herramientas al alcance de la mano. Y si la producción resulta barata, la distribución es gratuita. Se llama internet: YouTube, Spotify, Instagram, Kindle Direct Publishing. Todos son artistas; simplemente hay que sacar la creatividad y publicar las cosas. Pronto, cualquiera podrá ganarse la vida haciendo lo que ama, como todas esas estrellas virales sobre las que hemos leído.

La otra historia procede de los propios artistas, especialmente músicos, pero también escritores, cineastas y cómicos. Está claro, explican, uno puede publicar sus cosas por ahí, pero ¿quién va a pagar por ellas? El contenido digital ha sido desmonetizado: la música es gratis, lo que se escribe es gratis, el vídeo es gratis, las imágenes que subimos a Facebook o Instagram son gratis, porque la gente puede simplemente usarlas (y lo hace). No todo el mundo es artista. Hacer arte requiere años de dedicación y medios de apoyo. Si las cosas no cambian, gran parte del arte dejará de ser sostenible.

Sin embargo, la gente sigue haciendo arte. Más personas que nunca, de hecho, como a los técnicos les gusta señalar. Pero ¿cómo se las arreglan para hacerlo? ¿Son tolerables las nuevas condiciones? ¿Son sostenibles? ¿Qué significa, en términos prácticos y específicos, trabajar como artista en la economía del siglo XXI?

Ser artista siempre ha sido difícil, pero el punto importante es cuánto. El nivel de la dificultad afecta la cantidad de arte que uno consigue crear, frente su trabajo diario y, por lo tanto, lo bueno que se vuelve. La dificultad influye en quién puede dedicarse a ello.

Muchos de nosotros no somos conscientes de la grave situación de los artistas en la economía contemporánea, pero hay una razón obvia para ello. No solo se está haciendo mucho arte, sino que hay muchísimo más y a menor precio que nunca. Para los consumidores de arte, realmente nunca ha habido un mejor momento, por lo menos si se equipara la cantidad con la calidad, o si uno no se preocupa demasiado por los trabajadores en el otro extremo de la cadena de suministro.

Primero tuvimos la comida rápida, luego la moda rápida, y ahora el arte rápido: música rápida, escritura rápida, vídeo, fotografía, diseño e ilustración rápidos, hechos a bajo coste y consumidos con prisa. Podemos hartarnos todo lo que queramos. Las preguntas que debemos hacernos tienen que ver con lo nutritivo que resultan estos productos y lo sostenible de los sistemas que los crean.

Cómo y cuánto se les paga a los artistas influye en el arte que crean, en el arte que experimentamos, en el arte que marca nuestro desarrollo y da forma a nuestra conciencia. Esto siempre ha sido así, y significa que obtenemos más de lo que apoyamos, menos de lo que no. El arte verdaderamente original — experimental, revolucionario, nuevo — siempre ha sido marginal. En los buenos tiempos para las artes, la mayoría se arrastraba por la línea de la viabilidad, donde podía sobrevivir, donde el artista se quedaba y seguía creando, hasta llegar al reconocimiento. En los malos tiempos, la mayoría se arrastra más hacia el otro lado. ¿Qué tipo de arte nos estamos ofreciendo en el siglo XXI?

Las personas que pagan por el arte son las que determinan, directamente o no, lo que se genera: los mecenas del Renacimiento, los burgueses que iban al teatro del siglo XIX, el público en masa del siglo XX, las entidades de financiación públicas y privadas, patrocinadores, coleccionistas, etcétera. La economía del siglo XXI no solo ha absorbido mucho dinero del arte, también lo ha movido de maneras impredecibles y no del todo malas. Han surgido nuevas fuentes de financiación, sobre todo los sitios de financiación colectiva; las de antes están regresando, como el patrocinio privado directo; algunas ya existentes se están consolidando, como el arte de marca y otras formas de patrocinio corporativo; otras se están debilitando, como a nivel académico. Todo esto también cambia lo que se va creando.

Internet permite un acceso inmediato al público y al artista. Si mata de hambre a la producción profesional, fomenta la aficionada. Favorece la rapidez, la brevedad y la repetición; la novedad, pero también lo reconocible. Da prioridad a la flexibilidad, versatilidad y extroversión. Todo esto (y mucho más) también está cambiando lo que pensamos del arte: cambia nuestra idea de lo bueno y de lo que creemos que es arte.

¿Sobrevivirá el propio arte? No me refiero a la creatividad ni a la creación de cosas: tocar música, hacer dibujos, contar historias. Son cosas que siempre hemos hecho y siempre haremos. Me refiero a una noción particular del arte, el arte con A mayúscula, que existe desde el siglo XVIII: el arte como el reino autónomo de la creación de significado, no subordinado a los viejos poderes de la Iglesia y del rey o los nuevos poderes de la política y del mercado, no vinculado a las autoridades, a la ideología ni al amo. Me refiero a la noción de que el trabajo del artista no es entretener a la audiencia ni halagar sus creencias, no es alabar al señor, al grupo o a la bebida deportiva, sino proclamar una nueva verdad. ¿Acaso eso sobrevivirá?

La producción y la distribución pueden ser baratas o gratuitas en la actualidad, pero esos no son los verdaderos costes de hacer arte. Los dos costes principales son mantenerse vivo mientras se crea y convertirse en artista en primer lugar, y ambos se han disparado.

Para que resulte útil, el tiempo creativo debe estar libre de interrupciones. Se necesita espacio para caer en el trance. Pero, en la economía de la atención centrada en el trío superpuesto de autocomercialización, autopromoción y autocreación de marca, la interrupción es inevitable. Hay que decir que eso es así incluso si no lo hace el propio artista estrictamente. Incluso los que pertenecen a la industria cultural, tienen que hacer mucho de eso. Los escritores, por ejemplo, ya trabajan efectivamente como socios con sus editoriales en el marketing y en la publicidad, algo que, según me dijo una persona de ese campo, aparece incluido en el acuerdo. Martin Amis comentó una vez que, en los viejos tiempos, al terminar de escribir una novela, simplemente se entregaba y eso era todo.

El hecho central de la situación del artista actual es que no quedan herramientas que lo protejan del mercado. Los artistas no representan un tipo especial de actor económico, sino que pertenecen a su época. Eran artesanos cuando eso era lo más común; eran profesionales en la era de los profesionales y bohemios en la época en la que florecía la bohemia. Lo mismo pasa en el siglo XXI. Vivimos en un tiempo de atomización económica, en la que cada vez más de nosotros no somos profesionales vinculados a las instituciones de una manera duradera, no somos trabajadores vinculados fuertemente a los empleadores y, por supuesto, no somos empresarios, sino simplemente productores: partículas libres en el mercado, buscando cualquier trabajo por cualquier dinero, y exponiéndonos sin protección a los caprichos del mercado.

Para operar en el mercado hay que desarrollar una personalidad de mercado. En la era digital, el artista es constantemente genial, divertido, reconocible. Los artistas actuales son personas familiares, humildes, normales. Necesitan involucrar a su público y por eso son simpáticos. Sus seguidores los buscan para inspirarse, y por eso son animadores. Son compresivos y formales, sin mostrar ira ni carácter. ¿Y cuál es esa personalidad, mantenerse positivo, moderado, sonriente, si no es comercial? Es la sonrisa del dependiente de una tienda, el cordial apretón de manos de un vendedor, porque la audiencia actual es una base de clientes, y el cliente siempre tiene la razón.

El mercado también ha acelerado el tradicional ritmo de producción artística a medida que se ha ido alterando por internet. Podemos imaginar el efecto de tal entorno en los nervios de los artistas, sin mencionar su moral. El efecto sobre el arte también se nota claramente. La ironía, la complejidad y la delicadeza han quedado atrás; el juego se gana con lo breve, lo brillante, lo ruidoso y lo fácil de entender.

No hace falta explicar que internet no dio origen al tipo de arte que requiere una respuesta más visceral, o recurre a un mínimo denominador común, o que solo se crea para durar un día. Pero sí que obligó a todos a entrar en el campo de juego para competir en las mismas condiciones, las cuales favorecen y mucho ese tipo de trabajo. Antes de tener internet, leíamos libros de novelas y reportajes en las revistas, escuchábamos música en nuestros equipos de sonido o en la radio, veíamos películas en los cines y programas de televisión, y contemplábamos cuadros en los museos, galerías o libros de arte. Cada disciplina tenía su propio formato, y pasar de uno a otro era un proceso relativamente lento (y también mental). Actualmente tenemos todas las formas de expresión artística en un solo lugar, y podemos cambiar entre ellas en lo que tardamos en mover el dedo.

El derbi darwiniano de la atención se produce no solo entre las diferentes artes, sino también dentro de cada una de ellas. La música jazz compite con la canción pop, el reportaje del New Yorker con el artículo presentado como una lista, la película indie con vídeos de YouTube. Antes de internet, era poco probable que alguien que leyera Paris Review se parara de repente y cogiera National Enquirer. No lo compraba, y probablemente nunca lo había mirado. Pero hoy en día una acción equivalente es siempre una posibilidad inminente, ya que internet siempre tira de nuestra manga.

No solo hay que compartirlo todo con lo demás, sino que todo debe competir y punto. En el pasado, una de las principales maneras en las que la industria cultural apoyaba un trabajo más sutil, reflexivo o artísticamente ambicioso era a través de subvenciones cruzadas. El entretenimiento pagaba por el arte: el thriller apoyaba la poesía, la estrella del pop ayudaba a la chica con guitarra, el éxito de taquilla sacaba a flote las películas independientes. Las revistas y los periódicos eran en sí mismos una forma de subvención cruzada, con los reportajes de moda o los artículos deportivos haciendo posible la ficción o la investigación profunda. Era lo mismo con los álbumes: el “single” salía primero, para la radio; las buenas canciones o “deep cuts” eran para el arte y el alma. Pero en la actualidad cada uno de esos formatos tiene que sostenerse por sí solo. Todo ha sido desvinculado; cada canción, cada reportaje, cada obra debe pagarse por sí misma. No hay más deep cuts.

No existe una respuesta única a los problemas de la economía de las artes. Solo hay muchas pequeñas soluciones parciales. En el caso de que hubiera respuestas más amplias, no tienen nada que ver con las artes. Para arreglar la economía de las artes, en otras palabras, hay que corregir toda la economía. Eso significa que, dado que la única respuesta eficaz al poder de la riqueza concentrada es el poder de la acción coordinada, debemos organizarnos.

Los artistas, como he explicado, no son solo trabajadores. También son capitalistas en miniatura: personas que producen y venden su trabajo en el mercado abierto. De hecho, en ese aspecto se están organizando. Hay más de un plan en marcha, por ejemplo, para desarrollar un registro de blockchain (la misma tecnología que usan las criptomonedas como Bitcoin) para reparar la injusticia que existe desde hace tiempo, y que es especialmente irritante: la falta de un canon sobre la reventa de las creaciones artísticas. Cuando alguien compra una obra y luego la vende 10 años más tarde, digamos por cinco veces más, el autor no recibe ni un céntimo de eso, aunque en general es su propia productividad continua o el valor del trabajo que produjo en el intermedio que influye en esa valoración.

Un registro permitiría a los artistas conservar una participación accionarial en su trabajo (es decir, una cuota de propiedad fraccionada) y la cifra que se suele proponer es del 15 %. La escritora y educadora Amy Whitaker está desarrollando una versión de esta propuesta en colaboración con otros colaboradores; mientras que la organización activista con sede en Nueva York (EE. UU.) Working Artists and the Greater Economy está elaborando otra propuesta que también incluiría un conjunto de derechos morales: el derecho a participar en la decisión sobre cómo se expone el trabajo, a recuperarlo durante un par de meses cada año, a parar su uso como instrumento financiero. Se trata de establecer el principio de que una creación artística no es simplemente una mercancía más.

Tales ideas y propuestas son admirables. También son claramente desproporcionadas frente a la escala del problema general. No es su culpa, y eso tampoco significa que no valgan la pena. El problema empieza con las Big Tech. Silicon Valley en general, y los gigantes tecnológicos en particular —sobre todo Google, Facebook y Amazon— han diseñado una vasta y continua transferencia de riqueza desde los creadores a los distribuidores, de los artistas a ellos mismos. Cuanto más barato sea el contenido, mejor para ellos, porque miden el flujo, contando nuestros clics y vendiendo los datos resultantes, y quieren que ese flujo sea lo más fluido posible. Cualquier verdadera solución también debe comenzar a partir de allí.

Prácticamente todas las personas con las que hablé sobre este tema abogan por una revisión de la Ley de derechos de autor de la era digital, que fue diseñada para actualizar la ley de derechos de autor para la era digital. Cuando se aprobó la ley, en 1998, Google tenía cinco semanas, YouTube aún no existía, Mark Zuckerberg empezaba la escuela secundaria y Napster estaba a un año de su lanzamiento. No fue diseñada para hacer frente a la piratería a la escala que estaba a punto de estallar.

“Eliminar algo” debe convertirse en “permanecer eliminado”, para que los archivos no puedan volver a publicarse. Se debería crear un tribunal de reclamos menores por infracción de derechos de autor, para que los artistas individuales, no solo los conglomerados de los medios de comunicación, puedan permitirse demandar por daños y perjuicios. El “uso legítimo”, la disposición de la ley de derechos de autor que permite excepciones limitadas (como citas con fines académicos o muestras con fines de sátira), que Google y otros continuamente han tratado de expandir, debe mantenerse dentro de los límites tradicionales. En 2019, la Unión Europea aprobó una ley emblemática, como explicó The New York Times, que “requiere que las plataformas firmen acuerdos de licencia” con los músicos, autores y otros creadores antes de publicar su contenido; vigente para eliminar el material infractor de forma proactiva. Una normativa comparable se debería promulgar en Estados Unidos.

Pero esas medidas solo se refieren a los derechos de autor. El problema mayor es la ventaja tremendamente desproporcionada que poseen las plataformas de monopolio en la lucha por los precios. Para empezar, el precio suele ser un misterio. No sabemos cuánto pagan las plataformas, en muchos casos, porque no están obligadas a informar. Es por eso que las tarifas de transmisión de música (0,37 céntimos en Spotify, 0,05 céntimos en YouTube) son solo una suposición, al igual que la tarifa por página que Amazon paga a través de Kindle Unlimited (su Spotify para los libros electrónicos).

Los artistas no disponen ni siquiera de información para negociar: es decir, cuánto dinero reciben los servicios. ¿Cuánto genera Kindle Unlimited, por ejemplo? Amazon no lo dice. E incluso si tuviéramos esa información, es poco probable que las plataformas negociaran. La cineasta Ellen Seidler me admitió que lo que realmente le molestaba era “que nadie está dispuesto a negociar” en el otro lado. En cambio, asegura, “los artistas han sido denigrados de una manera bastante orquestada. Nuestras voces han sido silenciadas. Es David contra Goliat”.

Aún se sabe menos sobre qué se podría hacer para tener una distribución más equitativa de los muchos miles de millones de euros que el contenido “desmonetizado” sigue generando, para recuperar el dinero que los monopolios tecnológicos han arrebatado. Los trabajadores pueden organizarse para luchar por salario más alto. Pero cuando los productores cooperan para fijar los precios —incluso imaginando que tal cosa fuera posible en este caso, dada la increíble dispersión de la producción de contenido en la actualidad—eso se llama colusión y es ilegal. El Gobierno tampoco puede fijar los precios, eso no hace falta ni pensarlo.

Pero hay una cosa que el Gobierno sí puede hacer y la gente ha comenzado a darse cuenta de que es absolutamente necesaria. Debe acabar con estos monopolios. Ya hay movimientos en esa dirección. En 2019, el Gobierno federal estadounidense inició investigaciones antimonopolio sobre cuatro de los Cinco Grandes, y el Departamento de Justicia de EE. UU. investigó a Google y Apple, mientras que la Comisión Federal de Comercio hizo lo mismo con Amazon y Facebook. El Comité Judicial de la Cámara de Representantes de EE. UU. también anunció planes para una investigación. Ese mismo año, el Tribunal Supremo de EE. UU., en su decisión acerca de la demanda sobre la App Store de Apple, mostró su voluntad de revisar su interpretación de la ley antimonopolio, algo necesario desde hace mucho tiempo. [Desde que se publicó este libro, se han presentado varias demandas antimonopolio, tanto estatales como federales, contra Google.]

Tales esfuerzos para frenar a “los superdepredadores de la tecnología”, según la descripción de la periodista Kara Swisher, no deben descarrilarse. El poder de los monopolios tecnológicos para burlar la ley, imponer los términos, sofocar la competencia, controlar el debate, dar forma a la legislación, determinar el precio, todo esto fluye directamente de su tamaño, riqueza y dominio del mercado. Son demasiado grandes, demasiado ricos y demasiado fuertes. Y tenemos que hacer algo antes de que sea demasiado tarde.

Se suele decir que las artes son ecosistemas. Eso significa que los grandes talentos, con sus logros duraderos y transformadores, no caen del cielo, que su aparición depende de un gran número de personas: de sus maestros de la infancia, de sus primeros mentores, de sus rivales y colaboradores de siempre, todos los cuales deben tener una vía para ganarse el sustento también. Eso significa que las instituciones (el local del barrio, el teatro de 99 butacas, la marca indie y la prensa independiente) sólo pueden sobrevivir con una masa crítica de artistas a quienes servir, que dependen, a su vez, de las instituciones. Que incluso los proyectos pequeños o mediocres tienen su valor, porque dan experiencia a los creadores, y quizás unos pocos ingresos, para poder seguir trabajando un día más. Que los artistas no pueden trabajar si otros tampoco pueden: el técnico de iluminación, el editor de textos, la persona que lleva los libros o el servicio de guardarropa o vende la cerveza. Eso significa que los artistas coexisten en redes, ayudándose unos a otros a encontrar trabajo, alojamiento barato, oportunidades, pero solo mientras puedan permanecer en las artes.

Pero todas las comunidades son ecosistemas, no solo las artes. También en el ecosistema económico más amplio, las ballenas engordan más mientras el plancton se muere de hambre. La consolidación hacia el monopolio ya está afectando a casi todos los sectores y es la principal causa de la caída de los salarios. La tendencia hacia el trabajo por obra y servicio mal remunerado (trabajo por encargo, a destajo, temporal) es prácticamente omnipresente. A medida que las instituciones se tambalean y se desmoronan, los profesionales en general pierden su autonomía, su dignidad, su lugar. La riqueza se va hacia arriba en todo el mundo y la clase media está desapareciendo.

Los mercados, cuando funcionan bien, son mecanismos para transmitir las señales del deseo, o de forma más sencilla, para decir lo que queremos. Lo que no queremos es que el arte se separe de eso, del gusto popular; que los burócratas de las juntas de financiación de las artes nos digan lo que queremos. Pero los mercados deben funcionar correctamente. La renta básica universal me parece la respuesta errónea a la pregunta correcta.

Sí, tenemos que poner dinero en los bolsillos de la gente, pero es mejor hacerlo orgánicamente, no simplemente por decreto; es mejor hacerlo, en otras palabras, reformando todo el ecosistema, reconstruyendo la clase media. Eso significaría deshacer mucho de lo que hicimos para llegar hasta aquí: romper los monopolios; aumentar el salario mínimo; revertir décadas de recortes de impuestos; restituir la educación superior gratuita o de bajo coste; empoderar a los trabajadores, de nuevo, para organizarse, en vez de constantemente obstruirlos. También significaría actualizar las leyes y las regulaciones diseñadas para una economía pasada para reflejar la que realmente existe: lo que resulta lo más obvio, extendiendo los tipos de salvaguardas que disfrutan los empleados de tiempo indefinido: prestaciones de atención sanitaria y de otro tipo, protecciones contra la discriminación y el acoso, el derecho para participar en la negociación colectiva, para el creciente ejército de trabajadores autónomos. No hay que ser un ganador para no ser un perdedor.

Traducción por Ana Milutinovic.

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