Indagó en el mundo de la mafia como pocos. Detrás de su filmografía está el mundo del catolicismo aprendido durante su infancia en el barrio italiano de Nueva York. Su desilusión con el cine actual, su preocupación por la actualidad yanqui y lo que siente como falta de valores.
Para contar la historia de El irlandés, Martin Scorsese ha convencido a Joe Pesci para que abandone su retiro –le costó lo suyo, al parecer–, y ha contado de nuevo con ese actor al que conoció cuando eran poco más que veinteañeros y que le ha acompañado durante una carrera de más de 50 años: Robert De Niro. Representa a un desengañado veterano de guerra que acaba trabajando como asesino a sueldo para la mafia durante décadas y enredado en el caso Hoffa, sindicalista pringado hasta el tuétano en negocios turbios misteriosamente desaparecido, que interpreta Al Pacino. Con todo ello parece haber realizado el que para muchos es el filme definitivo sobre la mafia; sus entresijos, sus conexiones políticas y su vertiente personal.
-¿Era su intención?
-Tal vez, no lo sé. El eje lo constituyen personas inmersas en el crimen organizado, pero esto sirve para reflexionar sobre las motivaciones, los comportamientos y los elementos de la naturaleza humana que son comunes a todos. Conceptos como el deber, la confianza, la necesidad de pertenecer a un grupo más o menos afín. La ambición y la codicia también. Incluso el amor. Todo eso está ahí, en la mafia, pero es trasladable a otros colectivos que no están definidos por la delincuencia: desde las familias hasta los gobiernos. Creo que haber podido mostrar esa correspondencia ha dado pie a ese tipo de comentarios, por otro lado tan halagadores.
-¿Por qué ha marcado la mafia su vida profesional?
-Es un colectivo que tiene la violencia como seña de identidad, y eso lo hace especialmente interesante. Yo crecí con todo esto alrededor y, aunque no lo quisiera, estaba ligado a ello. Son, junto al vínculo familiar y a la religión, los elementos que me influyeron más en los primeros años de vida; cuando estás dando forma al hombre que serás. Por eso son tres constantes en mi cine y siempre que puedo intento que vayan de la mano en mis películas.
-¿Cree que los humanos somos intrínsecamente violentos?
Sí. Creo que es un instinto natural del cual aún no nos hemos librado. La violencia también nos define; el grado en el que está presente en nosotros dice mucho sobre cómo somos. ¿Podemos hacerla desaparecer? ¿Queremos hacerlo? Verá, por hacerlo corto y dejando claro que no soy un filósofo, yo querría decirle simplemente que forma parte de la naturaleza humana. Pero, en realidad, es algo mucho más complejo y tiene muchos aspectos colaterales que hay que tener en cuenta, como la compasión que sentimos unos por otros y como eso nos hace defender a los que amamos, a veces usando la violencia que también ponemos en juego para preservar nuestros principios y nuestras convicciones, cuando lo entendemos como algo necesario…
-¿Qué sería lo más parecido a la mafia en estos momentos? ¿Las grandes corporaciones económicas? ¿Las altas esferas de la política?
-Sin querer pecar de cínico, podría decir que esos dos ejemplos que ha citado se parecen bastante al crimen organizado, porque en ellos el poder desempeña un papel esencial, pero también entre ellos mismos hay estratos. Hay personas o colectivos que tienen en su mano, por su posibilidad de manejar ingentes cantidades de dinero, un poder inmenso que parece colocarlos por encima de cualquier gobierno y a menudo los percibimos supeditados a ellos. Pero la misión de los gobernantes es servir y proteger al pueblo. ¿No es todo endiabladamente retorcido?
-Hablando de políticos, ¿cómo va llevando la era Trump?
De la única forma que puedo. Lidio con ello desde mi trabajo hablando acerca de los asuntos de referencia que nos tienen, a menudo, tan sorprendidos. Al final, ya sea en películas con trasfondo religioso como Silencio o que ejemplifican a través de una figura pública la libertad personal, como es el caso del documental sobre Bob Dylan que acabo de rodar, mi contribución debe centrarse en inspirar continuamente a la gente joven hacia el valor que tiene el arte. Es libre y te hace libre. Puede ser la llave del mundo si eres capaz de apreciarlo y de aprender a amarlo y además puede ser una especie de bálsamo en este momento tan difícil que estamos viviendo y del que ni siquiera somos capaces de imaginar las consecuencias. Ojo; no significa que la acción no sea necesaria. Nuestro sistema está siendo fuertemente puesto a prueba por todos en general y por los jóvenes en particular, que se están planteando cosas tan interesantes como la vigencia de las constituciones y si se pueden reescribir, cuánto hay de monolítico en el sistema judicial, hasta dónde pueden llegar los ciudadanos en su protesta, si tienen derecho a saltarse la ley cuando quieran y hasta donde debe llegar la autoridad para imponerse. En mi país, estas cuestiones no se planteaban prácticamente desde la guerra civil americana.
-¿Imaginó que llegaría un momento tan crucial?
-Nunca pensé que vería esto. Una situación política tan desesperanzadora. Pero parece que todas las ideologías y las formas de gobernar del siglo XX se han quedado algo obsoletas. El mundo ya no funciona como en los años cincuenta, que todo era como de cuento de hadas, o en los ochenta o noventa, tan divertidos y tan libres. Creo que hay que hallar nuevas formas de desarrollo basadas en lo que somos ahora; en cómo somos ahora, y ahí los jóvenes que representan las nuevas formas de pensar tienen una responsabilidad especial, pero los mayores debemos ser generosos y darles el relevo a un mundo que les brinde oportunidades. Supongo que hay mucha gente que no estará de acuerdo, pero yo ahora mismo, como americano, lo siento así.
-Pero no parece fácil superar una crisis de valores tan profunda…
-Valores. Exacto. En eso es en lo que el artista puede ayudar. A transmitir su mirada del mundo a través de un cuadro, de una canción, de una película o de una novela. A hacer llegar su valor a una sociedad que anda muy necesitada de referentes cuanto más diversos mejor. Internet es fantástico. Ha creado una nueva manera de comunicación y de que fluya la información, pero, a la vez, nos ha provocado varios problemas, nos ha vuelto caprichosos y a veces parece que vivimos sólo para tener en las manos el último iPhone. Sufrimos la ansiedad que provoca la necesidad y la globalización. Si un país quiere mantener su cultura, sus valores y su forma de vivir, esto lo hace más difícil, pero, por otro lado: ¿cómo vamos a negar nuestra curiosidad? El mundo es tan grande y tan interesante… Casi tan complejo como los que vivimos en él.
-Y en este momento tan complejo de la humanidad, ¿qué le hace sentirse especialmente preocupado?
-La ignorancia y la división. Cuando estaba creciendo aprendí mucho de gente muy diferente a mí; de otras culturas, a menudo a través de películas indias, francesas, japonesas o italianas. Comprendí otras formas de pensar, otras artes, otras músicas. Eso se está perdiendo, y podrían inspirar a nuestros jóvenes hasta niveles increíbles. La ignorancia es especialmente terrible porque implica que pudiste aprender y no quisiste. En la ignorancia está el germen de la división, del racismo, del sexismo y de la violencia que todo eso conlleva. Pero el ignorante lo es, al menos es lo significa la palabra en mi idioma, porque no quiere saber y por tanto siempre piensa que lo suyo es mejor y critica sin conocimiento porque no entiende su entorno y la cabeza no le da para darse cuenta de que hay algo más allá. Y todo se va desuniendo cuando, sin esos ignorantes, ocurriría lo contrario.
-Sus filmes no son banales. ¿Le parece imprescindible que tengan un nivel de compromiso humano, social, con la historia…?
-Eso pienso, sí. Pero el mensaje siempre deben transportarlo los personajes desde la profundidad de su humanidad, de los conflictos morales a los que se enfrentan o que tratan de evitar y que se ven transformados por las situaciones por las que transitan. Para mí este es el modo, y no sé hacerlo de otra forma.
-Usted se educó como católico. ¿Cómo cree que se refleja esto en su cine?
-Bueno, mi educación fue católica en los Estados Unidos de los años cincuenta, pero la real llegó a través de mentores que me ofrecieron un ejemplo sobre cómo debería vivir mi vida. No sé si, por mis valores religiosos de infancia, veo el mundo como una continua prueba acierto/error en el que predomina lo segundo. Objetivamente hay gente mala, y no hablo de asesinos en serie. Simplemente de personas que se creen superiores, trasgreden las normas constantemente incluso haciendo daño a otros y hasta me hacen preguntarme si esa humanidad, ese término, es finito. Si hay humanos que ya no lo son. Y supongo que esa educación es la que me hace plantearme cómo pueden vivir consigo mismos después de haber cometido actos execrables y si puede existir redención para ellos. Lo de la redención es muy muy católico…
-En El irlandés sus personajes intentan redimirse de forma fehaciente casi por primera vez en su cine…
-Me interesa ese tema; la redención y el perdón. Igual es que me estoy haciendo mayor. Pero me interesa porque no sé muy bien cómo funciona. ¿Cómo se puede redimir alguien que destrozó la vida de otros? ¿Son realmente malvados, o un reflejo de quien los mira como tales? ¿O todo el mundo alberga algo de bondad en su interior que merece ser tenida en cuenta? En el Nuevo Testamento se explica que Jesús siempre iba acompañado de los que se consideraban lo peor de la sociedad y cuando le preguntaban por qué, habiendo tanto ciudadano ilustre con ganas de sentarse a su mesa, explicaba que, aunque fuera intuitivamente, buscaban esa redención. Ese es el tipo de cristianismo que me gusta, el de la solidaridad, el perdón, la generosidad y la reflexión.
-¿De qué se arrepiente usted?
-(Risas) No sé muy bien qué decirle. A veces uno se arrepiente de cosas y después las mira desde otro punto de vista y no era para tanto. Claro que hay gente a la que no he tratado como debía y situaciones que he vivido y me gustaría enmendar. Lo único que puedes hacer es reconocerlo y tratar de manejar tus fallos con honestidad. Como le dice Frank (De Niro) a su hija en la película: ‘’Si hay algo que pudiese hacer para cambiar las cosas, lo haría. Pero no puedo; ya es muy tarde para eso’’.
-El irlandés se estrenó casi a la vez en salas y en Netflix. ¿Cómo ve el futuro del cine?
-Las necesidades son otras. El mundo cambia, la tecnología es incluso abrumadora. El cine está en todas partes: en teléfonos, tablets, por streaming. Pero siento que no tiene el poder de antes, quizá por el empacho que vivimos de películas espectacularmente hechas y con unos efectos increíbles pero absolutamente superficiales y que nada aportan a quienes las ven. Superficiales es una cosa y de entretenimiento otra. Las de Hitchcock eran muy comerciales, pero aprendías algo sobre la vida viéndolas. Claro que puedes ver una película en un iPad, pero nunca será lo mismo que verla en un cine porque te faltará la conexión humana, que no se puede comparar con nada. Pero hay que tener la mente abierta. Creo que, al final, habrá películas hechas para diferentes experiencias de visionado que en ningún caso deberían acabar con esa casi mágica experiencia.
-¿Cómo le gustaría ser recordado?
-Es una pregunta difícil. Me gustaría que mi trabajo fuera algo más que una obra que pueda ser consumida durante una hora y media o dos y luego olvidada. Me gustaría pensar que se discutirá sobre sus valores, que inspirará y hará reflexionar especialmente a los jóvenes. Pero nunca había pensado en ello, la verdad.
Fuente: Magazine
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