Las bandas sonoras que llevan su nombre fueron indispensables para que películas como El Bueno, el Malo y el Feo, Cinema Paradiso o La Misión tengan mucho de inolvidable. Colaborador de Pier Paolo Pasolini y fundamentalmente de Sergio Leone, Ennio Morricone, tuvo siempre en claro que nada es lo mismo sin buena música.

Una de las compañías habituales en la vida de las personas es el cine. Si se es cinéfilo, hay películas que dejan su marca. Lo mismo respecto de directores y actores. Y también músicos. Algunos quedan asociados a determinados directores: Bernard Hermann con Alfred Hitchcock; John Williams con Steven Spielberg, Nino Rota con Federico Fellini, Georges Delerue con François Truffaut. Ennio Morricone quedó ligado a Sergio Leone, de quien fue compañero de escuela en la Roma de fines de los años 30.  Pero, a diferencia de los otros, trascendió su ligazón con un solo director (excepción hecha de Williams con Star Wars y Rota con El Padrino) y dejó decenas de bandas sonoras a lo largo de más de medio siglo. Con noventa años recién cumplidos, sigue en la palestra.

Morricone logró algo que muy pocos artistas logran: fundar un lenguaje propio, intransferible, que no puede generar sino imitadores. Ese lenguaje personal logra alcance universal y es entendido por los receptores. Así se dio desde 1964, cuando la primera de sus músicas célebres para el cine, la de Por un puñado de dólares de Leone. Los dos italianos crearon una nueva forma de entender el Far West.

La música de Morricone para Leone es inescindible de los argumentos: no se entiende el duelo final de Por un puñado más de dólares sin la simbiosis entre el sonido del reloj, cual caja musical, y los acordes que el compositor le adosó. La secuencia del triple duelo final de El bueno, el malo y el feo es lo que es por el fenomenal montaje de Leone, pero también por la mano del compositor.

Donde la asociación de ambos llegó s u punto culminante fue en Érase una vez en el Oeste. Como buenos italianos, pensaron la película como un western, y así hubo que componer cuatro temas musicales distintivos para cada personaje. Más el aporte extraordinario de la secuencia inicial. Si el músico ya había incursionado con sonoridades de vanguardia, iba a ir más lejos al proponerle a Leone que usara el sonido ambiente para musicalizar los diez minutos iniciales. Algo así como llamar al John Cage de 4’33’’ para hacer la banda sonora.

Para la época de su asociación con Leone, Morricone ya se había diversificado. Componía para Pasolini, y una de sus colaboraciones lo muestra como un hombre irreverente, capaz de saber interpretar los deseos del director. Se trata de Pajaritos y pajarracos, con su comienzo juglaresco. Domenico Modugno, nada menos, canta los títulos de apertura.

El panorama se le fue abriendo, aunque quedase encasillado, cual John Ford, en el western. En 1973, Leone produjo una película que lo tuvo como director encubierto: Mi nombre es Ninguno. Sí, la música fue de Morricone. Y significó su última colaboración hasta que una década más tarde el director filmó su monumental canto del cisne, Érase una vez en América, y su amigo le escribió la, para muchos, más extraordinaria melodía de la historia del cine.

Dos años más tarde, Morricone coqueteó con el Oscar gracias a La Misión, una de las cumbres de su carrera, en la que reflotó, recuerda Diego Fischerman en El sonido de los sueños, al compositor barroco Domenico Zipoli, que escribió para las misiones jesuíticas.

Más tarde llegaron colaboraciones con Brian De Palma (Los Intocables) o Pedro Almodóvar (Átame), hasta llegar a otra de sus bandas más celebradas, la de Cinema Paradiso. Ya tenía ganado su lugar en la historia, pese al Oscar esquivo hasta que le dieron el premio honorario y luego otro por Los ocho más odiados de Tarantino, un inédito western planteado en un lugar cerrado.

Varias bandas sonoras de Bernard Hermann remiten a cierta tradición wagneriana, sobre todo los plañideros temas de amor de Vertigo e Intriga Internacional. Morricone fue capaz de desligarse de un encasillamiento como ese (pese a que el propio Hermann es casi irreconocible en su último aporte, que es Taxi Driver), hecha la excepción de los sintetizadores que semejan aleteos en Los Pájaros. El italiano fue capaz a lo largo de su trayectoria de jugar con guitarras eléctricas, silbatos, percusión, sintetizadores, coros.

Más de 500 bandas sonoras jalonen la trayectoria que, según informa Internet, aportó la música para un film sobre El fantasma de Canterbury de Oscar Wilde como su más reciente opus. Vanguardista y clásico a la vez, Morricone es, con Williams, el último gran músico de una estirpe en la que se apuntan Maurice Jarré y John Barry.  El tipo se permitió la experimentación durante toda su vida. Y hasta sonó en las disquerías argentinas y en la radio y la TV con su máximo hit en esta parte del mundo: la marcha oficial del Mundial 78.  Clásico y popular. No es poca cosa para un hombre que logró, en buena medida, que la gente vaya al cine no sólo por quién dirige o quién actúa, sino también por quién aportó la música.