En esta semana se cumplieron 100 años del nacimiento de una de las grandes poetas de la Argentina. En esta entrevista, Olga Orozco habla de su infancia, de los cuentos que le inventaba su abuela, de la cofradía de los poetas, de su trabajo en el periodismo y hasta de su vocación por cantar tangos.
Galardonada con el premio Juan Rulfo de Literatura Iberoamericana y del Caribe, la obra poética de Olga Orozco es un homenaje al misterio. A sus libros últimos, Con esta boca en este mundo y También la luz es un abismo (1995), se acaban de sumar las compilaciones Eclipses y fulgores y Relámpagos de lo invisible.
Jardinera de los abismos, hechicera de la memoria, tejedora de visiones crueles, la poeta argentina cuida en el terreno de los sueños un Museo Salvaje, un descampado donde pastan viento y silencio. En esa piel de éste último deja sus inscripciones escritas con ácidos, con lágrimas, a la vista de todos los ciegos. Su obsesión es un interrogante que asoma desde su primer libro Desde lejos (1946) y hoy continúa interrogando: ¿cómo nombrar en este mundo con esta sola boca?”.
Su poesía es un extenso collar de preguntas, al frotarlo aparece el relato de una pesadilla que es la misma y es otra: una niña abre los ojos en medio de una cacería, sin tiempo a nada corre tanteando las ruinas de otro sueño, una sombra le pisa los talones; es imperioso que atraviese una puerta, salte un muro, encuentre un talismán, una clave. Aunque nada es posible, en medio de esa búsqueda se escribe el poema que surge finalmente a modo de conjuro.
—En su poesía asoma un miedo infantil; también en Federico García Lorca es fuerte ese temor.
—Creo que son resabios de infancia, sí, son las cosas de la memoria que viene conmigo como si fuera actual. Yo tengo cosas muy infantiles y mis miedos son a veces muy infantiles.
—En esos espacios pareciera no haber tierra firme, usted dice: “mi casa que nunca termina de llegar” y “escribo como quien hace un lugar para vivir”
—Ese era un juego de la infancia que teníamos con mi hermana; el viajar en la casa por las noches; entonces, a través de todas las lecturas –Julio Verne, los relatos de piratas que leíamos- se apagaban las luces a la una de la mañana y para nosotras la casa se ponía en movimiento, empezaba a andar y nos llenábamos una tras otra de miedo porque atravesábamos tempestades, pozos, témpanos de hielo que se nos venían encima.
—¿Se refiere a su hermana Yola?
—Sí, éramos seis hermanos pero a dos no los conocí, dos chiquitas que fallecieron antes de que yo naciera; luego un hermano varón que murió a los 19 años, y la hermana mayor que me llevaba diez años murió cuando yo era bastante joven. Yola y yo teníamos edades muy cercanas, compartíamos los juegos, las fiestas, las mismas cosas.
—Hay un poema dedicado a ella con un final rotundo: “cuando vuelva la casa en que te vas”; y de nuevo el tema de la casa.
—Sí. Se llama “Tú la más imposible”, la más imposible de los muertos. Para mí era asombroso despertar en el mismo lugar cada mañana, que el mundo no hubiera cambiado totalmente. Todo eso me asombraba, la unidad de lugar, la unidad de persona y la unidad de tiempo. Después me fui acostumbrando a eso como si hubiera vivido en otro lugar donde eso no existía, donde se podía estar en todas partes a la vez, en todas las épocas a la vez y donde los lugares podían cambiar de fisonomía a piacere. Claro que no podría describir ese lugar anterior, no tenía elementos posibles de comparación, pero había un recuero subterráneo de la sensación, cosa que me inquietaba mucho porque me daba cuenta que no todo el mundo tenía ese sentimiento.
—¿En estos lugares sentía un sentimiento de extranjería?
—Ya lo dije antes, como si hubiera una comparación remota con algo vivido en otro tiempo en donde los lugares eran cambiantes. Uno está buscando un centro en sí mismo y un lugar donde estar. Siempre me sentí en el exilio, salvo cuando estaba enamorada; ahí encontraba mi lugar.
—¿Cuando uno está enamorado encuentra su sí mismo, o sale a buscar al otro?
—Yo creo que sale a buscar al otro, pero como el otro sale en busca de uno, se encuentran a mitad de camino.
—Del ‘52 al ‘62, es decir de Las muertes a Los juegos peligrosos usted no publicó ningún libro, ¿qué pasó en ese lapso?
—Estuve muy enamorada en ese tiempo, debe haber sido eso. Pienso que el amor, permanente como el mar o fugaz como la brisa, se inscribe siempre en la eternidad. En pequeñas páginas o en copiosos volúmenes, la memoria –que es un adelanto de la eternidad en este mundo- recoge la huella de las horas o de los instantes en que el mundo cambia de color, de perfume, de brillo, hasta una intensidad casi aniquiladora.
—¿Se sentía diferente a las demás chicas de su edad?
—Yo jugaba con las demás pero era bastante reservada, un poco solitaria. Tenían que empujarme para que compartiera los juegos. Además, adivinaba muchas cosas; cuando lo comencé a comentar me di cuenta de que no era tan corriente y se transformó en algo secreto. Una sombrerera de Bahía Blanca, Felicitas Pugni, me encontraba “condiciones extraordinarias para cualquier cosa de transmundo” y me enseñó a tirar el tarot. Era una señora muy curiosa, andaba con sombrero y cartera en su propia casa. Yo tendría 14 años y acompañaba a la mucama con encargos de mi madre. Un día me hizo levitar (indica con la mano unos 40 centímetros del suelo); recuerdo que yo le decía a mamá: “hoy va a venir la tía Margarita a la hora del té y me va a regalar una muñeca” y esa tía que habitualmente no solía venir, llegaba a las cinco con una muñeca. Siempre tuve esa facultad, videncias, premoniciones.
—En su poesía hay un destino traspapelado que se encuentra y se extravía en un territorio de acechanza.
—¿No es la muerte. Yo creo que es la muerte. Y la memoria, justamente, y la poesía, son para mí armas contra el tiempo y la muerte. Le voy echando poemas a la muerte para sobornarla. Yo tengo un miedo horrible de morirme a pesar de tener fe, eso es bastante comprensible, ¿no?
—Hay un personaje importante en su infancia, su abuela…
—Sí, fue un personaje muy importante en mi vida. Se llamaba María Laureana, era descendiente de irlandeses y me contaba un cuento diario. Ella decía que tenía 105 años, se aumentaba la edad por coquetería; cuando murió descubrimos que tenía 95. Me contó cuentos hasta que falleció. Había noches en que yo no podía dormir y ella tampoco, entonces me iba a buscar a mi cuarto, nos levantábamos las dos, tomábamos fernet en el comedor y ella seguía contándome cuentos de indios, relatos extrañísimos. Encontré uno solo de los Hermanos Grimm; todos los demás eran de una fantasía absoluta: los diablos, los ángeles, los castillos, las princesas, los ogros, los tesoros del fondo de un lago custodiado por bichos fantásticos. Además de esos cuentos que podrían figurar en cualquier antología, hacía dulces, entendía de hierbas, de curaciones, conocía a los pájaros por su canto, era una sabia de la naturaleza.
—Usted dijo alguna vez que pensaba que tenía una sola lectora. Ahora sabe que esa única lectora es mucha gente.
—Ah, sí. Me refería a una señora de sombrero amarillo que vive en Chascomús. Eso lo dije hace mucho tiempo y aunque ahora he comprobado eso que decís, veo a todos como señoras de sombrero amarillo que viven en Chascomús.
—¿Existió?
—Sí, claro, sí.
—¿Alguien más escribía en su familia?
—Mi papá tenía una buena pluma, fue intendente unos catorce años; en el pueblo donde nací, Toay (La Pampa) aún recuerdan sus discursos. Mi casa de ayer es ahora casa de la Cultura; él me leía a Leopardi. Cuando yo era poco menos que adolescente empezó a leerme esas cosas. Pero a mí lo que me impactó desde muy joven fue San Juan de la Cruz, también Santa Teresa y aunque parezca extraño, Quevedo.
—¿Extraño por qué?
—Porque era muy chica para que me gustara Quevedo. Los sueños de Quevedo me trastornaban. Además, parecen escritos esta mañana, ¿no?
—Usted dijo que la infancia es como una semilla tatuada y habló de la suya en La Pampa, ¿y sus años en Bahía Blanca?
—Estuve allí de los 8 a los 15 años. Iba al puerto cuando me lo permitían mis padres. Recuerdo el viento de Bahía, una cosa inolvidable; recuerdo esos lugares a los que Eduardo Mallea después vio como misteriosos, y a los que yo no les encontraba el misterio; el Club Argentino… él habla como si hubiera un gran misterio en esos señores que se sentaban a hacer la digestión y a leer el diario en blandos sillones a la siesta, o en los chales y batones que se movían en una tienda que se llamaba Las catorce Provincias. ¡Qué idea tan curiosa del misterio que tenía! ¿No? Hay más misterio en el recorrido de una hormiga, en espiar la huella que va dejando una lagartija.
—Alguien definió a la videncia como reflexión vertiginosa.
—Y bueno. Yo tuve relámpagos desde chica; inclusive a medida que crecí, aunque fui perdiendo eso poco a poco. No creo que lo tengan todos los poetas tampoco; hay poetas muy descriptivos o muy reflexivos o muy objetivos que no tienen vislumbres de lo que hay detrás de las apariencias.
—En ese sentido pienso en su poema “Cartomancia”, una poesía dicha como si leyera una baraja…
—En una época fui muy experta en el tarot, lo echaba solamente a los amigos y después dejé; fue hace como 25 años; pasó que tuve un sueño muy horrible; el sueño era una admonición interna mía, naturalmente, pero por algo venía.
—Y el poema puede leerse así como un vaticinio?
—Supongo que sí, porque con cada poema te llega un oleaje de acuerdo a la época en que lo escribiste. Por eso hay series de poemas que se dan como un único tema, con alusiones a las cosas que sucedieron en determinado tiempo. Son los que configuran cada libro.
—Ahí entra el tema del tiempo.
—El tiempo y la memoria, que juegan un papel permanente. Yo tengo una memoria como si actualizara todo; de pronto como si todo fuera presente; creo que es una memoria que va corrigiendo, inclusive a través de las cosas que me van sucediendo, les va dando otro olor al pasado.
—¿La memoria inventa?
—No creo. Más bien interpreta, va completando interpretaciones. Yo digo que le hago respiración artificial a los recuerdos. Percibo las cosas que se evaden y se transforman. De ahí que quiera fijarlas en la memoria, pero no la memoria con un papel nostálgico, sino con un papel activo, de lucha y de preservación contra el tiempo.
—Su poesía es el reverso de un cuento de hadas; hay movimiento, acción…
—Creo que sí. Inclusive creo que las imágenes tienen algo de aventura; y hay un soplo de fantasía infantil también. Todo está hecho un poco cinematográficamente. Es una construcción que por más que parezca muy libre es muy exigente, porque nunca digo una cosa en la línea 24 que se contradiga con algo dicho en la línea 2; lo que allá era arena acá es agua: Siempre digo que construyo los poemas como un arquitecto, no pongo una ventana donde hay una escalera. Hay quienes dicen que se puede alzar un elefante con una pestaña; yo espero que todo sea imaginativo. Por supuesto que acepto la imaginación al máximo, pero que sea visualizable, que no sea verídico pero sí verosímil.
—¿Qué hay en su búsqueda?
—Una mirada de perplejidad, aunque es un poco horadante. Intento una penetración a fondo, sin distracciones. Diría que mi poesía es de intemperies y desamparos. Creo que el verbo es el comienzo del mundo en casi todas las cosmogonías, y al descender fue creando distintos planos de la realidad objetiva en la que vivimos. Y el poeta, apostando cada vez más lejos trata de ir revirtiendo esos planos, recorriéndolos otra vez hacia arriba para legar a ese verbo primordial que dio nacimiento a todo. La poesía es una interrogación que se contesta con otra. Y no se llega a ese verbo primero, porque cuando se está cerca se llega a la pregunta cuya respuesta es imposible porque está vedada de este lado del mundo. La pregunta, según Maurice Blanchot, es el deseo del pensamiento. Y la respuesta es la desgracia de la pregunta.
—¿Qué ha cambiado en su poesía a través de los años?
—El nudo estaba desde el comienzo; obviamente se habrán dado algunos cambios, el lenguaje se habrá enriquecido. En algunos textos de los últimos años hay una especie de excavación en lo imposible. Me refiero a un mundo más desnudo, encerrado y exiguo; un mundo como el de Kafka o Beckett, sin que esto signifique parentesco, sino un paralelo.
—¿Corrige mucho los textos?
—Corrijo mucho cada línea. Si paso a la segunda línea es porque la primera ha pasado por muchas versiones y así sucesivamente; entonces al final del poema no corrijo nada, quizás algunas repeticiones, nada más.
—Usted escribe con una piedra en el puño. Pienso en su tierra natal, La Pampa y en los araucanos, la dinastía de los curá (piedra) y de su jefe el cacique Calfucurá (piedra azul).
—Yo escribo con una piedra en la mano, una piedra de San Luis en una mano y una de Sicilia en la otra; claro que no puedo escribir con las dos piedras, pero las tomo alternativamente; la de San Luis, donde nació mi madre y una de Capo Dorlando, Sicilia, donde nació mi padre. Y a veces tomo una piedrecita negra que me dio un chico del que estuve enamorada cuando tenía seis años. Yo siento a las piedras, las siento latir como si tuviera un corazón de pájaro en la mano.
—¿Las piedras siempre hacen bien?
—Las mías sí. Siempre me gustaron las piedras. Tengo un poema a mi madre en el que digo que en vano la invoco como quien acaricia un talismán, una piedra que guarda esa gota de sangre coagulada capaz de revivir el más imposible de los sueños. Un día, en casa de una amiga, miraba un libro de antropología escrito en alemán y me detuve en una lámina con una piedra oscura con una especie de espiral en colorado. Mi amiga me dijo: “Hace horas que estás mirando eso, ¿sabés qué es?”, y me lee el epígrafe: “piedra que guarda una gota de sangre del antepasado”.
—Hábleme por favor un poco de su trabajo en el periodismo.
—Entre otras cosas hice horóscopos para Clarín como Canopus, el nombre de una estrella; fui correctora de estilo en Losada, luego pasé a Fabril Editores como secretaria técnica y de ahí a editorial Abril. En la revista Claudia tuve 8 o 9 seudónimos; llegué a escribir números enteros; era “Martín Yáñez” para comentarios de libros, “Valeria Guzmán” para el consultorio sentimental, “Valentine Charpentier” para las biografías, “Sergio Medina” para temas generales. Uno de los seudónimos elegidos al azar hoy me conmociona, ya que firmaba los artículos científicos como “Jorge Videla”. (1)
—Conocemos bien su obra poética, pero poco su teatro.
—Obtuve el Premio Municipal con una obra breve, El humo de tu incendio está subiendo, que toma como punto de partida unas líneas del teatro de la crueldad de Antonin Artaud. Es una pieza comprometida, algo que aparece en el cielo y nadie sabe qué cosa es. Tres ministros conversan: un gran oidor, un gran olfateador y un gran visor. Uno está por el sí, otro por el no y el restante por quién sabe. Hay reuniones del pueblo para saber de qué se trata y de tanto en tanto aparece el presidente para calmarlos; nunca de cuerpo entero, sino en una pantalla, un ojo, una mano, etc. Iba a ser una cantata con música de Rodolfo Arizaga, pero no llegó a estrenarse. También escribí un par de monólogos.
—Tengo la sensación de que la literatura de hoy se vive en forma más aislada, sin el carácter de reunión y celebración de las generaciones anteriores.
—No hay un fervor, antes éramos muy compañeros; si alguien publicaba algo que valía la pena nos alegrábamos todos; ahora hay mucha competencia y si alguien publica algo que vale la pena los otros se ponen verdes.
—De esa bohemia como diálogo y festejo, ¿qué nombres recuerda?
—A Molinari. Le hicimos varias comidas en homenaje por la demora en darle el Premio Municipal y el Nacional; también recuerdo a Oliverio Girondo, Norah Lange, Ulises Petit de Murat, González Tuñón. Hablábamos de literatura, recuerdos de viaje, historias cómicas, anécdotas, mil cosas. Norah y yo nos disfrazábamos –ella tenía un baúl con caretas, boas de plumas, antifaces- y dábamos un discurso. También se bailaba; Norah tocaba el acordeón, otro el piano, los muchachos improvisaban números. Por ejemplo, Julio Llinás y Edgar Bayley se ponían cada uno en un extremo del salón y desde el suelo trataban de avanzar con un esfuerzo infinito; esto podía durar horas y nunca llegaban a tocarse las manos.
—¿Es cierto que usted cantaba tangos? La periodista uruguaya María Esther Gilio le adjudica una voz de musa de arrabal.
—Me parece un título bastante honorífico. Cuando me preguntan qué clase de poesía hago, a veces digo que hago tangos con categoría. Me gustan Discépolo, Manzi, Expósito, Cátulo Castillo. En casa de Girondo, después de las dos de la mañana, él, que me tenía muchísimo cariño, me permitía cantar un par de tangos. Yo por dentro me sentía un ángel cantando, pero por fuera sonaba a perro. Le veía a todo el mundo intenciones de amordazarme…
—Nómbreme algunos tangos de su repertorio.
—“Sur”, “Che bandoneón” y “Una canción”.
—Últimamente se ha insistido sobre una literatura “femenina”, ¿alguna vez se ha sentido discriminada?
—Quienes hablan de literatura femenina han aceptado la discriminación. La poesía es poesía a secas, nadie habla de una poesía masculina, Creo que la poesía femenina era la de las mujeres de otro siglo que la tomaban como una catarsis, un vuelco sentimental, un estilo de puntillas y desmayos. Para mí la “poetisa” es casi un género literario.
—¿Se siente cómoda dentro el rótulo generación del ’40?
—Ninguno tenía que ver con el otro. La evolución de cada uno fue diferente; unos con influencia clásica, otros marcadamente neorrománticos; también estaban los influenciados por Ricardo Molinari y otros tributarios de Neruda. El poeta chileno influyó bastante en el lenguaje y legó el apogeo del gerundio, lo enumerativo, la incorporación de elementos que podrían haber sido considerados bastardos: camisas, zapatos, etc.
—Algunos críticos la ubican dentro del surrealismo, ¿cree que ese rótulo abarca la complejidad de su obra?
—No me considero surrealista. Tengo un parentesco por mi actitud ante la vida; imágenes oníricas, el valor de lo subconsciente, la fe en los distintos planos de la realidad y mi apuesta a la libertad, el amor, la poesía –por sobre todas las cosas- que es una especie de bandera del surrealismo.
—¿Qué nombre rescata usted de la poesía, cuya obra no haya trascendido lo suficiente y qué poetas sigue leyendo?
—Fundamentalmente a Alfonso Solá González, un excelente poeta a quien recuerda muy poca gente. También considero importante las obras de Bayley, Carlos Latorre, Raúl Gustavo Aguirre y por supuesto la de Enrique Molina, que siempre fue un excelente poeta, pero cada vez más.
—¿Podría reconocerse en el lenguaje de la relación?
—Creo que el poeta cuando emplea un yo, o es un yo restringido, se remite a un yo que aspira ser un tú. Y cuando emplea ese tú, ese tú se convierte en yo. Ese salto de personas establece un diálogo que pretende ser de relación y que es el diálogo de encierro. El poeta pretende saltar las barreras del verbo para generar un intercambio múltiple y queda condenado a un diálogo con sus diversos yo.
—Hablando fe, usted ha dicho que tiene una mezcla de religiones.
—Sí, claro. Me he hecho una religión muy particular, no tengo un dogma preciso. La idea de Dios sigue siendo la misma, pero, claro, he ido agregando cosas; a veces creo en la reencarnación. Sigo creyendo en Dios, en la supervivencia del alma y en la resurrección de la carne, por si fuera poco. Soy agnóstica, tengo un exceso de fe. Dios es uno pero tiene muchos nombres, entonces puedo tomar datos de cada lugar.
—Hablemos de su premio “Juan Rulfo”.
—Leí varias veces a Rulfo y su mundo me impresionó siempre, pero a raíz del premio hace meses que no puedo escribir; estoy a punto de decir como Beckett: “¿Y ahora esto?”.
—Se me hace que un mismo viento borra las fronteras de Comala y de su pueblo pampeano de Toay…
—La primera vez que vi a Rulfo coloqué su foto en el marco de una virgen, regalo de mi abuela. Era una imagen de celuloide, extraña –creo que de origen checoslovaco- con mariposas alrededor. Yo la llamaba la virgen de las mariposas.
—¿Alguna vez llevó un diario íntimo?
—No. Desde chica supe que los diarios eran para ser publicados.
Retratos hablados, editorial Patria Grande, Buenos Aires, 2017.
(1) Una de estas notas, firmada con el seudónimo de “Jorge Videla”, publicada en Claudia (febrero/ 1967) con el título de “Rapto”, inicia: “Ha desaparecido nuestra hija”. Nueve años más tarde, un golpe militar encabezado por el general Jorge Videla dejaría el saldo lamentable de treinta mil desaparecidos.
Fuente: Literariedad.
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