La película inspirada en la novela de Antonio Di Benedetto divide las aguas entre los admiradores del escritor y los de la directora, genera apasionadas discusiones y reabre el eterno debate que se genera siempre en torno de los filmes basados en obras literarias.
Son las once y media de un sábado limpio y soleado. Pasaron ya algunos días del estreno. En la sala 6 del Abasto, las butacas están casi todas vacías.
Estamos solos, Zule, le dice un hombre de unos ochenta años a su mujer.
¿Qué se sabe a estas alturas de la película de Martel? Que armó revuelo, seguro. Al menos, en ese ecosistema de Facebook y Twitter en el que solemos pasear. Que hay una grieta: los que la amaron – “Una obra maestra”, “un espectáculo visual”- y quienes la odiaron – “Me dormí toda la película”, “Es muy lenta”, “No supo leer Zama”, “Traicionó el espíritu de la novela”- .
¿Y qué película es?, pregunta Zule.
Zeta- A-Eme- A, Zama, responde él e involuntariamente marca la zeta como dicen que la marcaba Di Benedetto, el autor, cuando volvió del exilio en 1984, justamente traído de nuevo a la Argentina con la esperanza de que por fin esta novela que vemos ahora en pantalla llegara entonces al cine de la mano de Nicolás Sarquis.
¿Qué espera ver Zule? ¿Qué busca esa familia de cuatro integrantes que se sienta en la última fila? ¿Qué expectativa tiene esa chica de veintipico que se sienta ahí adelante? En principio, pueden venir sin haber leído Zama y sin haber visto nunca antes una película de Martel. O pueden ser seguidores amantes de Martel y no haber escuchado nunca hablar de Antonio Di Benedetto. O pueden haber leído a Antonio Di Benedetto, haberse fascinado con esta novela y venir sin haber visto nunca antes una de Martel. Otra: pueden haber leído Zama, amado Zama, visto las de Martel y amado a las de Martel ¿Falta alguna posibilidad? Seguro que sí. No es lo mismo sentarse en la butaca en cada uno de esos casos. Pasa algo similar con It, o con cualquier llegada de un libro clásico al cine. Claro que Zama no es cualquier clásico y trae en sus espaldas una historia que de alguna manera dialoga también con lo que cuenta.
A Zama, Di Benedetto la escribió en la década del 50, en una semana de licencia que pidió en el diario Los Andes, donde trabajaba. La primera edición es de 1956. En 1972 empezó a circular la noticia de que podía llegar al cine. Di Benedetto había hecho guiones, había realizado coberturas en festivales de cine de todo el mundo. Nicolás Sarquis aparecía en su vida para poder llevar a la pantalla grande a su novela con un guíon que había pasado por las manos de Haroldo Conti, de Roa Bastos, de Juan José Saer (Sarquis les había mostrado su trabajo antes de mostrárselo al mendocino).
Se dijo muchas veces que Zama fue premonitoria en la vida de Di Benedetto: ese funcionario, Diego de Zama, que trabaja para la Corona española y espera un traslado que nunca llega, mientras recibe promesas falsas y desespera en un territorio ardiente, muchas, infinitas veces, fue comparado con el propio destino que tuvo Di Benedetto: hasta el 24 de marzo de 1976, era un prestigioso periodista a cargo del diario Los Andes, y un reconocido autor en el exterior, becado, reconocido, hacedor de una obra de voz única, que escapaba de lo acostumbrado. Un raro que elegía vivir en Mendoza. “Una página de Di Benedetto es inmediatamente reconocible, a primera vista, como un cuadro de van Gogh”, escribió Juan José Saer alguna vez. El 24 de marzo, Di Benedetto perdió todo: fue detenido por el gobierno de facto y, luego de recuperar su libertar en 1977, fue exiliado en Europa, donde tuvo que comenzar de nuevo. En 1983, Martín Caparros hablaba con él en Madrid para el viejo Tiempo Argentino y le preguntaba si quería volver a Argentina: “¿Qué si querría? Claro que lo querría. Lo necesito. Lo deseo. Lo quiero…lo sueño. Y eso no es una metáfora. Sueño con la vuelta. Ayer mismo he soñado que volvía, y era una pesadilla. Estaba en Mendoza, recién llegado, y me tomaba el tranvía tres, el que va al parque San Martín. Claro, en Mendoza ya no hay tranvías, pero yo me tomaba el tranvía tres y cuando quería pagar el boleto sólo encontraba pesetas en mi bolsillo. Entonces el motorman me decía que no, que ese dinero no servía. Y no podía tomar el tranvía, y buscaba gente, y no la encontraba, y buscaba a mis familiares, y no los encontraba…”.
Finalmente, volvió en 1984.
Alguna vez le preguntaron cómo imaginaba su literatura trasladada al cine y él decía: “Mi imaginación o mis deseos exigen una calidad artística, para lo cual me remito a lo que le dije a Sarquis cuando empezaba la filmación de Zama: “Te comprometo a que hagas una película que no sea inferior a las de (Werner)Herzog”. Y él me dijo que sí”.
A Jorge Lafforgue le dijo: “Esta preocupación (la del lenguaje) se me ha planteado con la adaptación cinematográfica de Zama. Conversando con Mario Pardo, el actor español que va a encarnar a Diego de Zama, yo me preguntaba cómo iba a hablar su personaje: si en español, en peruano, o en argentino. El director, Nicolás Sarquis, me respondió: a fines del siglo XVIII el idioma español estaba metido en la educación de toda la gente, aunque se tratase de un español ya reelaborado o amoldado a las condiciones ambientales de los territorios dominados por la Corona española”.
Luego, sigue:
“Yo mismo me siento identificado con Diego de Zama; hasta físicamente me siento muy cerca de él. Lo veo gordo y bajito o, mejor dicho, una figura redondeada, con cierta madurez. También la conducta de Zama la reconozco en mis propios actos”
Bueno, esperemos que su proceso de identificación no incluya el final de Zama – le dice entonces Lafforgue y él responde:
– No sé. El final es muy triste; sobre todo la espera es sumamente angustiosa.
La película se iba a filmar en Paraguay, pero no pudo ser. El actor, Mario Prado, abandonó el proyecto. En el país vecino pusieron muchos reparos. De a poco, se escurrió. Todo quedó en la nada
Martel tardó diez años en concretarla. El diario de ese rodaje, que se muestra en parte en El mono en el remolino, la crónica de Selva Almada que también se publicó hace unas semanas, muestra un detrás de escena que complementa y hasta dialoga con algunos elementos de Zama: el “hombre blanco” que se mueve entre los originarios, los cuerpos desnudos, que a veces parecen funcionar como utilería, el calor, el tiempo, la espera entre un lugar y otro, entre una toma y otra, la aparición de imágenes afiebradas, que hablan de cosas que van más allá de este plano cotidiano en el que nos movemos; todo hilvana un texto que acompaña este ciclo en total sintonía. El ojo de Almada sabe dónde mirar, en qué detalles, en qué instantes.
La película es la elegida por Argentina para participar por el Oscar. Levantó aplausos en donde se presentó. También levanta quejas, es cierto. Incluso en los portales donde se venden las entradas aparecen comentarios del público diciendo que se aburrieron. Digamos, Zama no es para todos. Tampoco lo es la novela.
¿Le habrá gustado a Zule la película? No dijeron nada cuando terminó. Se quedaron hasta que pasaron los títulos. Nadie se levantó de la sala.
Entrar a ver Zama es atravesar capas y capas de historias. Si se la leyó antes o si no, si se conoce todo esto o no. Si bien Martel se encargó de desmarcarse de la idea de la espera en alguna entrevsita, lo cierto es que la espera está presente, es un fantasma espeso que respira en todo momento. La espera como anhelo, como deseo que busca y no consigue ser cumplido. Una espera existencial. El caracú. Cuando Diego de Zama dice: “Voy a hacer por ustedes lo que nadie hizo por mí, les voy a matar la esperanza”, la película y la novela se unen en una bola de luz que golpea directamente al pecho. Quizá para hacer algo nuevo, para lograr desentrañar ese ovillo, había que bajar a Di Benedetto del altar. Zama no era una novela para ser respetada, era un libro para ser desentrañado. Requería, como ese tiro a la esperanza, un acto de libertad. Martel lo tuvo. No importa si fue fiel al libro, si su Diego tiene o no tiene las mismas actitudes, si al final no fue filmada en Paraguay, como pensaba Di Benedetto, si no en Corrientes, en Chaco, en Chascomús -en Chaco logra unas escenas que parecen de otro mundo-. Importa que lograra llegar al magma de esa historia y tomar lo que servía.
Los críticos de cine hablarán de encuadre, guión, iluminación, montaje. La pondrán en diálogo con Herzog, con su propia obra. Los críticos literarios hablarán del trabajo con la lengua, de lo que moviliza al protagonista. Estarán los que se quejen porque no aparece el mono muerto sobre el agua. En fin…al final, la emoción queda ahí, como un vapor que persiste en la sala, aunque sea un sábado a la mañana y la mayoría de las butacas estén vacías. Y cuando al final, sobre la pantalla en negro, aparecen esas letras en blanco que dicen: “Basado en una novela de Antonio Di Benedetto”, hay algo, un hilo invisible y fugaz, que por un momento algo repara y se hace moño.