Hoy se cumplen 30 años de la muerte de Klaus Kinski. Socompa publica aquí el diario escrito por Kinski durante el rodaje de “Aguirre, la ira de Dios”, la monumental película de Werner Herzog. Un documento imperdible que refleja la relación de amor-odio que lo unía al director.
Mario Costa ha muerto. Tal como se lo profeticé, porque no era capaz de tener cerrada la bocaza. Malvendemos el Maserati y la caravana. Nos compramos un Land-Rover, cargamos nuestros sacos de Marinero y salimos de Roma antes de que se haga de día. Primero viajamos a Munich, donde me espera Werner Herzog, que me ha ofrecido rodar una película en Perú: Aguirre o la cólera de Dios (Aguirre, the Wrath of God).
Biggi nos deja su piso, porque se va a pasar un año a Venezuela, donde Nastassia va a la escuela. En Munich me encuentro por la calle a Helmut von Gaza. Acaba de salir de la cárcel de Italia, donde lo habían encerrado por pervertir a chicos menores de edad.
– ¿Qué se sabe de los demás?- le pregunto para levantarle un poco el ánimo.
-Al príncipe Kropotkin lo han encontrado asfixiado con un cojín en su isla española.
– ¿Y Gusti?
-Gusti estaba casada con él. De esa manera consiguió ingresar en la nobleza antes de morirse de cáncer.
Herzog, el productor de la película, también ha escrito el guion y quiere dirigirla. Lo primero que hago es preguntarle cuánto dinero tiene.
Cuando viene a mi casa, está tan cohibido que apenas se atreve a entrar. Aunque a lo mejor no es más que una táctica suya. En cualquier caso, se queda tanto rato estúpidamente parado delante de la puerta que tengo que remolcarlo adentro. En cuanto está dentro del piso, empieza a explicarme la película sin que yo se lo haya pedido. Le digo que ya he leído el guión y, por lo tanto, conozco la historia. Pero no me escucha, habla y habla y habla. Creo que no podría dejar de hablar ni aunque se lo propusiese. No es que hable deprisa, “por los codos”, como se suele decir cuando alguien habla mucho y deprisa, escupiendo las palabras. Al contrario. Tiene una manera de hablar plúmbea, más perezosa que un sapo, minuciosa, quisquillosa, fragmentaria; de su boca brotan cascotes de palabras, que intenta retener al máximo, como si le pagaran intereses por ellas. Pasa una eternidad hasta que por fin se saca del cerebro uno de sus mocos mentales resecos. Luego se contonea en doloroso éxtasis, como si tuviera llenos de azúcar sus dientes podridos. Una lentísima máquina de parlotear. Un modelo anticuado, cuyo interruptor no funciona y es imposible parar, a menos que se desconecte el interruptor central de la corriente. En fin, debería partirle la cara. No, debería dejarlo inconsciente a puñetazos. Pero incluso inconscientemente seguiría hablando. Aunque le cortasen las cuerdas vocales, seguiría hablando como un ventrílocuo. Aunque le rajasen el gaznate y lo decapitasen, seguirían brotándole vaciedades de la boca, como los gases producidos por una putrefacción interior.
No entiendo en absoluto de qué está hablando, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante. Cuando cree que ha llegado el momento de que yo haya comprendido lo cojonudo que él es, me confiesa, sin más preámbulos y con aire de estar de vuelta de todo, las condiciones de vida y de trabajo que me esperan; es como si estuviera leyéndome una merecida sentencia. Y afirma, con el mismo descaro y ramplonería (por decirlo así, relamiéndose los labios, como si se tratara de un bocado delicioso), que todos los que participan en el proyecto está dispuestos a aceptar con alegría las inimaginables fatigas y privaciones que les esperan, con tal de de seguirle los pasos a él, a Herzog. Es más: todos ellos incluso arriesgarían la vida por él sin pestañear. Por lo que respecta a él, está dispuesto a jugárselo todo a una carta para obtener su meta. Cueste lo que cueste: “Película o muerte”, como dice él mismo con la insolencia de los estúpidos. Al mismo tiempo cierra los ojos, tolerante, ante los abortos de su delirio de grandeza, que él confunde con genialidad. Eso sí, confiesa sinceramente que a veces sus propias excentricidades le producen vértigo, pero se deja arrastrar por ellas.
Luego, de forma totalmente inesperada, me sacude un mazazo al intentar hacerme creer que posee sentido del humor. O, mejor dicho, lo deja entrever como quien no quiere la cosa, negligentemente, por así decirlo; luego, en mitad del chiste, se muestra cohibido, como si lo hubieran pillado haciendo algo malo.
Si al principio ha echado mano a triquiñuelas gastadas para atontarme, ahora manda a hacer puñetas todas las normas de precaución y empieza a soltar mentiras descaradas. Dice que le gusta hacer pillerías, que con él se puede ir a robar caballos, etcétera. Y, como ya ha llegado tan lejos en su confesión, no quiere ocultarme que está, como tantas otras veces, a punto de partirse de risa viendo lo travieso que es. Mientras yo empiezo a estar completamente seguro de que en toda mi vida no he conocido persona más cazurra, encorsetada, acartonada, carente de sentido del humor, de escrúpulos y de ingenio, deprimente, aburrida y fanfarrona que Herzog, él, con total despreocupación, sigue desmenuzando los detalles más lelos e insulsos de sus fantochadas hasta que por fin, como un fanático ante un ídolo, se postra de hinojos ante sí mismo, y persiste, obsesionado, en esa postura hasta que alguien se inclina hacia él y lo libera de la humillación ante su propia persona.
Pero eso no es todo: después de abocar ese cargamento de toneladas de basura – ahora apesta por toda la habitación, produciéndome náuseas-, se las da, para más inri, de ingenua, casi rural criatura inocente, de espíritu -subraya- poético y soñador, como si no viviera la realidad y no tuviera la menor noticia de lo brutal que es el aspecto material de este mundo. Sin embargo, me doy perfecta cuenta de que se cree un tío muy listo. De que no se le escapa ni el más mínimo gesto mío e intenta desesperadamente leerme el pensamiento. De que se está calentando los cascos para hallar la manera de aprovecharse de mí en todos los puntos del contrato. En pocas palabras: de que tiene muy claro que me la va a dar con queso.
Exclusivamente por Perú
Pese a todo, accedo a rodar la película, pero única y exclusivamente por Perú. No sé ni dónde está exactamente. En alguna parte de Sudamérica, entre el Pacífico, los desiertos, los glaciares y la selva virgen más gigantesca de la Tierra.
El guion es de una primitividad analfabeta. Y en ello radican sus posibilidades. En él, la selva virgen arde como algo que se contagia con sólo mirarlo. Un virus que se inocula a través de los ojos y pasa por las venas.
Siento como si conociera de otra vida ese país de mágico nombre. Un animal encerrado jamás puede olvidar la libertad.
El pájaro enjaulado asoma la cabeza por entre los barrotes, para seguir con la vista el paso veloz de las nubes.
Aguirre es Kinski
Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho-soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje. Para la joroba no necesitaré ninguna prótesis, ningún maquillador que me toquetee. Seré un tullido porque quiero serlo. Igual que soy guapo cuando quiero. Feo. Fuerte. Endeble Bajo y alto. Viejo y joven. Cuando quiero. Acostumbraré mi columna vertebral a la joroba. Con mi postura, sacaré los cartílagos de las articulaciones y manipularé su gelatina. Voy a ser un tullido hoy, ahora, inmediatamente. A partir de ahora, todo se hará en función de mi contrahechura: las ropas, la coraza, las sujeciones de las armas, las armas propiamente dichas, el casco, las botas, etcétera.
Establezco el vestuario, arranco unas cuántas páginas de libros con grabados antiguos, expongo las modificaciones que deseo, y, para encontrar la coraza y las armas, vuelo con Herzog a Madrid, donde, tras días de búsqueda, extraigo de las montañas de chatarra oxidada la espada, el puñal, el casco y la coraza, que hay que recortar adecuadamente debido a mis defectos físicos.
La selva
El viaje hasta la selva virgen es un tormento brutal. Viajamos amontonados en trenes vetustos, camiones achacosos y autobuses como jaulas; comemos y dormimos al aire libre como cerdos. A veces nos metemos en barracas de hojalata y otras cámaras de tortura. Llegamos a olvidarnos de lo que es dormir. Apenas podemos respirar. Ni lavabos, ni posibilidades de lavarse. Muchos días y noches. Estoy siempre vestido, porque de lo contrario los mosquitos se encarnizarían conmigo. Me siento como si estuviese todo el tiempo debajo de una ducha de agua hirviendo. Estar dentro de una casa es morirse. Pero afuera hace el mismo calor ponzoñoso. Vertederos de basuras convertidos en montañas por los pies que los pisan, rodeados de charcos de estiércol y meados y mierda humana. Los habitantes tiran en esa balsa infernal los ojos y las tripas arrancados a los animales sacrificados. Negras aves carroñeras del tamaño de perros dogos, se pasean y se posan en ese horror, como si fuera su propiedad privada.
Adonde quiera que mire, veo esas infames barracas de cemento a medio construir, con tejados de chapa. Ojalá no tuviera que ver más esas barracas de cemento a medio construir y con tejados de chapa. Aquí no hay nada acabado. Todo está abandonado en plena faena, como si la putrefacción les hubiera cogido por sorpresa. Por todas partes persianas metálicas y rejas, como para escarnio ¿Para qué?
Montaña de basura, aguas residuales, ojos, tripas, aves carroñeras y… antenas de televisión. (Como en Nueva York, París, Londres, Tokio, Hong Kong, pero aún más infame).
El camino hasta la selva virgen es largo y torturador. Pero ningún esfuerzo es demasiado con tal de huir del infierno de los humanos.
Y como si Minhoi y yo recibiéramos una recompensa por nuestra huida del infierno de los humanos, sentimos que nuestro pelo se hace más sedoso y nuestra piel más turgente, como la piel de un animal salvaje puesto en libertad; sentimos que nuestros cuerpos se hacen más esponjosos, más elásticos, que nuestros músculos se tensan como preparados para el salto, que nuestros sentidos se hacen más receptivos y atentos. Minhoi nunca había estado tan arrebatadoramente guapa desde la trampa para tigres en Vietnam.
Hinchados por las picaduras de los mosquitos, y sin haber comido ni bebido nada, nos levantamos tambaleantes para seguir viaje.
Una niña inca está de pie al borde de la pista para aviones militares. Tiene sobre el brazo un pequeño mono, y quiere venderlo. Pero el mono se aferra, presa de un terror mortal, a la niña inca, temeroso de que el comprador pueda llevárselo de allí.
Esta vez viajamos en viejos y abollados aviones de transporte de paracaidistas, cuyas hélices me golpean las sienes como martillos neumáticos. Un hedor penetrante, peste a gasolina, hambre, sed, dolor de cabeza y retortijones de estómago; tampoco aquí hay lavabo. Acurrucados y apretados en el caliente suelo de un avión sin ventanas. Hora tras hora. Durante el vuelo, nos dejan, uno a uno, salir por unos instantes de la cripta del fuselaje y trepar a la cabina para mirar el exterior por un minúsculo ventanuco; abajo, el océano verde, miles de kilómetros de selva virgen, por la que se retuerce la amarilla cinta ensortijada de la mayor red fluvial de la Tierra.
El rodaje
Luego hidroaviones de un motor, que tienen que bajar en picado para aprovechar el momento en que la selva se abre para volver a cerrarse enseguida.
Luego, otra vez camiones y autobuses como jaulas. Canoas indias. Y por fin las balsas, sobre las que, de pie y sujetos mediante cadenas a la carga y a la balsa, nos deslizamos velozmente por los rápidos. Agarrando cuerdas, como si intentáramos ridículamente sujetar por las riendas a caballos desbocados que ya se precipitan barranco abajo. La balsa lleva demasiada carga, nos lo han advertido los indios. Pero el bocazas de Herzog, como buen fanfarrón e ignorante, se ríe de las advertencias de los indios, calificándolas de pueriles. Vamos todos vestidos y con las armaduras puestas, pues queremos rodar durante el viaje por los rápidos. Pero Herzog se deja escapar lo más grandioso y apabullante, porque es incapaz de detectarlo. Cada vez que, a través del ruido atronador de las aguas bravas, le aúllo al imbécil del cámara que por lo menos filme cómo nos jugamos el tipo, me responde que Herzog le ha prohibido pulsar el botón de la cámara a menos que se lo diga a él en persona.
Me asquea esa caterva de gente del cine, que se comporta como si el mejor sitio para rodar una película fuera una pocilga.
Mi impedimenta de pesado cuero, mis largas botas, el casco, la coraza, la espada y el puñal pesan cerca de quince kilos. Si, gracias a los delirios de grandeza de Herzog, zozobra la balsa, no hay salvación para mí, pues no podría desprenderme de la coraza y del jubón de cuero, que van sujetos por la espalda. Además, los rápidos están cruzados por una larga cadena de arrecifes escarpados, cuyas puntas, afiladas como hojas de afeitar, acechan como pirañas a poca distancia del nivel del agua, y a veces incluso asoman de las aguas encrespadas.
Así nos desplazamos, como una bala, corriente abajo, mientras las olas rampantes asaltan nuestra balsa con la furia histérica de un toro y revientan a nuestra espalda, por encima de nuestras cabezas. El aire está colmado de blancos espumarajos.
De repente, como si las aguas desbocadas nos hubieran escupido en un acceso de rabia, vamos a parar, casi en silencio, a un brazo del río que fluye robusto pero calmoso. Estamos en medio de la selva y nos internamos cada vez más hondo en ella: ahí setá la selva virgen. Se apodera de mí. Me absorbe, caliente y húmeda como el cuerpo desnudo y bañado en sudor de una mujer enferma de deseo, con todos sus misterios y prodigios. La miro con los ojos como platos y no paro de admirarla y adorarla…
…Animales llenos de gracia, como de cuento de hadas… Plantas que se abrazan hasta estrangularse… orquídeas que se alzan sobre tocones de árboles podridos, como muchachas sentadas sobre las piernas de viejos verdes… mariposas del tamaño de mi cabeza y de un reluciente azul metálico… rosadios de palomillas que se posan en mi boca y en mis manos, los ojos de la pantera, que se confunden con las flores… cenefas de flores… nubes de pájaros verdes, amarillos, y rojos… soles de plata… nieblas color violeta… ¡Le enseñaré estas maravillas a mi retoño, a mi hijo!
…Los labios besadores de los peces… el áureo cantar de los peces…
Durante dos meses viviremos casi exclusivamente en las balsas mientras avanzamos río abajo hacia el Amazonas. Minhoi y yo tenemos una balsa para nosotros solos. Cuando no nos adelantamos considerablemente a las otras balsas, procuramos quedarnos rezagados. Lo más lejos posible. Cuando cae la noche, atamos nuestra balsa a las lianas. Me paso las noches tumbado despierto, sumergiéndome en la Vía Láctea y los archipiélagos de las estrellas, que cuelgan tan cerca de nosotros que estiro el brazo para tocarlas.
Tenemos una pequeña canoa india que llevamos atada a la balsa. Cuando no tengo que rodar, recorremos, como de puntillas, la pared arbórea en busca de grietas. A veces nos metemos por una estrecha hendidura que quizás antes no existía y que, tras nuestro paso, volverá a cerrarse enseguida. En el interior de estas selvas inundadas, las aguas están tan quietas que nuestros remos, que hundimos con cuidado para no hacer ruido, apenas parecen moverlas.
Quizás es la primera vez que un bote se desliza por estas aguas; quizás en millones de años no ha puesto los pies aquí ningún ser humano. Ni siquiera un indio. Esperamos en silencio, largas horas. Siento cómo la selva se nos acerca, los animales, las plantas, que ya hace tiempo que nos han visto, pero no se nos muestran. Por primera vez en mi vida, no tengo pasado. El presente es tan intenso, que hace desvanecerse el pasado. Sé que soy libre, verdaderamente libre. Soy el pájaro que ha conseguido huir de la jaula, que extiende sus alas y se eleva hacia el cielo. Participo del Universo.
La llama
Aunque estoy siempre huyendo de él, Herzog se me pega como una mosca cojonera. La simple idea de que él está aquí, en medio de la selva virgen, me pone enfermo. Cuando lo veo acercárseme de lejos, le grito que se pare. Le grito que apesta. Que me da asco. Que no quiero oír su mierdosa palabrería ¡Que no lo soporto!
Siempre tengo la esperanza de que me ataque. Entonces lo empujaré a un brazo del río cuyas aguas tranquilas están repletas de pirañas sedientas de sangre, y miraré cómo lo destrozan. Pero no lo hace, no me ataca. No parece que le afecte el hecho de que yo lo trate como a un trapo. Además, es un cobarde. Sólo pasa al ataque cuando cree que lleva las de ganar. Contra un nativo, un indio que ha aceptado un trabajo para que su familia no se muera de hambre, y que lo aguanta todo por miedo a perder el trabajo. O contra un estúpido actor sin talento, o contra los animales indefensos. Hoy, por ejemplo, ata una llama a una canoa y manda a tirar la canoa, con la llama dentro, a los rápidos, porque supuestamente lo exige el argumento de la película. ¡Que ha escrito él mismo! Cuando me entero, ya es demasiado tarde. La llama avanza ya hacia los remolinos, y nadie puede salvarla. Aún la veo encabritarse, presa del pánico, y tironear las cuerdas para escapar a la cruel ejecución; luego desaparece tras una curva del río, donde se destrozará contra los cortantes arrecifes y se ahogará entre sufrimientos.
Ahora detesto a muerte a ese asesino de Herzog. Le grito a la cara que tengo ganas de verle reventar como la llama que ha hecho ejecutar. ¡Que lo tiren vivo a los cocodrilos! ¡Que lo estrangule una anaconda! ¡Que la picadura de una araña venenosa le deje sin respiración! ¡Que le revienten los sesos por la mordedura de la serpiente más venenosa que exista! No quiero que las garras de una pantera le rajen el gaznate; eso sería demasiado bueno para él. No. ¡Prefiero que las grandes hormigas rojas se le meen en los ojos y se le coman los huevos y las tripas en vida! ¡Que coja la peste! ¡La sífilis! ¡La malaria! ¡La fiebre amarilla! ¡La lepra! Pero es en vano. Cuanto más le deseo la más cruel de las muertes, menos consigo librarme de él.
Una escena nocturna
Nos hemos pasado el día entero navegando en las balsas y rodando sin parar. Cae la noche. Sin embargo, volvemos a reunirnos en la orilla, donde hay que filmar una escena nocturna. Herzog y los capullos de la productora no han sido capaces de preocuparse de la iluminación; no hay ni una linterna, nada. Hace una noche negra como boca de lobo, y vamos pegando trompazos uno tras otro. Caemos en agujeros pantanosos, tropezamos con troncos de árboles y raíces, nos ensartamos en los pinchos de las palmeras espinosas, nos enredamos los pies en las lianas y casi nos ahogamos. Pululan las serpientes, que salen a matar de noche, después de pasarse el día acumulando reservas de veneno. Estamos completamente agotados, y de nuevo llevamos un buen rato sin comer ni beber nada, ni siquiera agua. Nadie tiene la menor idea de qué, dónde y por qué vamos a rodar en ese estercolero apestoso.
Con toda la armadura puesta, me caigo en un charco pantanoso; intento liberar mi cuerpo del fango, pero me hundo cada vez más. Grito, inflamado de furia ciega:
-¡Yo me largo! ¡Aunque tenga que remar hasta el océano Atlántico! -Si te largas, acabo contigo- dice ese calzonazos de Herzog, con cara de susto debido al riesgo que está corriendo.
-¿Cómo vas a acabar conmigo, bocazas?- le pregunto, con la esperanza de que me ataque y así pueda matarlo en defensa propia.
-Te voy a disparar- balbucea como un paralítico con el cerebro reblandecido-. Ocho balas para ti, y la última para mí.
¿Quién ha oído hablar jamás de un fusil o una pistola con nueve cartuchos? ¡Eso no existe! Además, no tiene armas. Me consta. No tiene un fusil ni una pistola, ni siquiera un machete. Ni tan sólo una navaja. Ni un sacacorchos. Soy el único que tiene un fusil. Un Winchester. Tengo un permiso especial del gobierno peruano. Para comprar cartuchos, me he tirado días enteros de aquí para allá, de una comisaría a otra, para que me firmasen y sellasen papeles, y toda esa mierda.
-Te espero, insecto- le digo, alegrándome de lo lindo de que por fin hayamos llegado a esos extremos-.
Me voy a mi balsa y allí te espero. Si vienes, te mato a tiros.
Luego me abro paso hasta nuestra balsa, donde Minhoi ya se ha dormido en su hamaca. Cargo mi Winchester y me pongo a esperar.
A eso de las cuatro de la mañana, Herzog se acerca en canoa a nuestra balsa y me pide perdón.
Herzog es un individuo miserable
Herzog es un individuo miserable, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de cabeza a los pies. Su supuesto “talento” consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano a personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablar.
Si se empeña en repetir una toma, porque, como la mayoría de los directores, se siente inseguro, le digo que se vaya al infierno. Normalmente, la primera toma es válida, y no repito nada, y muchísimo menos porque él lo quiera. Yo decido cada escena, cada posición, cada toma, y me niego a hacer otra cosa que lo que considero acertado. Así por lo menos consigo salvar las películas del desastre total a causa de la chapucería de Herzog.
Después de ocho semanas, la mayoría siguen viviendo como cerdos. Amontonados en las balsas como ganado camino del matadero, comen bazofia frita en manteca de cerdo y, lo que es más peligroso, beben agua del río, con lo que pueden coger todas las enfermedades epidémicas imaginables. Incluso la lepra.
Ninguno de ellos está vacunado ni siquiera contra una de esas enfermedades, a menudo letales.
El estúpido guion
Minhoi y yo cocinamos solos en nuestra balsa. Echamos tierra sobre la plataforma de madera y hacemos fuego. Cuando uno de nosotros salta al agua para bañarse y lavarse, el otro vigila que no vengan pirañas. Normalmente no tenemos nada que cocinar, y nos alimentamos de fantásticos frutos de la selva, que contienen suficiente líquido. Pero esos frutos paradisíacos son difíciles de conseguir, porque avanzamos casi sin interrupción rio abajo y a menudo pasamos largo tiempo sin poder bajar a la orilla a buscar fruta.
Con el tiempo empezamos a notar las consecuencias de la desnutrición. Nos debilitamos, se me hincha el vientre, y ya soy sólo piel y huesos. Los otros están aún peor.
Hoy, a las tres de la madrugada, nos despiertan brutalmente en nuestras balsas. Nos dicen que no hay tiempo para desayunar, ni siquiera para tomar un café, y que vamos a navegar sólo veinte minutos, hasta el próximo poblado indio a la orilla del río. Allí, dicen, nos darán de todo. Pero los supuestos veinte minutos se convierten en dieciocho horas. Como siempre, Herzog nos ha mentido.
Con las cabezas metidas en los pesados cascos de acero, que el sol lacerante calienta hasta tal punto que nos quemamos, pasamos el día entero sin techo y sin la menor sombra, sin comer ni beber, sometidos al calor más implacable. La gente va cayendo como moscas. Primero las chicas, luego los hombres, uno detrás de otro. La mayoría tienen las piernas llenas de pus e hinchadas hasta la desfiguración por culpa de las picaduras de mosquitos.
Cuando, al atardecer, llegamos por fin a un poblado indio, resulta que está en llamas. Herzog lo ha hecho incendiar, y hambrientos y medio muertos de sed, tambaleándonos de agotamiento de dieciocho horas de calor infernal, tenemos que atacar el poblado indio directamente desde las balsas, tal como ordena el estúpido guion.
Pasamos la noche en el poblado indio. Pernoctamos en las barracas que no se han quemado, y en las que corretean descaradas ratas gigantescas que nos rodean en círculos cada vez más estrechos, acercándose cada vez más a nuestros cuerpos. Sin duda se dan cuenta de lo debilitados que estamos, y sólo esperan el momento de lanzarse sobre nosotros. Son cada vez más numerosas.
El guion lo prescribe así
Alguien le dice a Herzog que la gente no puede seguir adelante si no se alimenta mejor y, sobretodo, si no tiene nada para beber. Herzog contesta que, por él, pueden beber agua del río. Además, ya va bien que se derrumben de agotamiento y de hambre y de sed, pues el guion lo prescribe así. Herzog y su jefe de producción tienen escondidas para ellos buenas raciones de verduras frescas, fruta, camembert francés, aceite de oliva y bebidas.
Mientras continuamos la marcha, uno de los norteamericanos contrae una peligrosa hepatitis y se revuelca en la balsa, presa de altas fiebres. Herzog afirma que está fingiendo, y se niega a hacerlo desembarcar en Iquitos, adonde nos estamos acercando cada vez más.
Cuando estamos a la altura de Iquitos y nuestras balsas se deslizan hacia el Amazonas, desembarcamos por la fuerza el enfermo para llevarlo a un hospital y nos tomamos un día libre para comprar los comestibles más necesarios, agua mineral, vendajes, medicinas y pomadas contra las picaduras de mosquito.
Adiós a la selva
Al cabo de diez semanas rodamos la última escena de la película, en la que Aguirre, único superviviente, navega a la deriva río abajo, hacia el Atlántico, presa de la locura y rodeado de varios cientos de monos. La mayoría de los monos que han metido en la balsa saltan al agua y nadan de regreso a la selva. Habían sido capturados por una banda de traficantes de animales que iba a venderlos a laboratorios norteamericanos para experimentos. Herzog los ha alquilado.
Cuando ya sólo quedan unos cien monos, que están a punto de saltar al agua y recuperar su libertad, le exijo a Herzog que empiece a filmar inmediatamente. Sé que esa ocasión no se repetirá. Una vez filmada la toma, los últimos monos se tiran al río y nadan hacia la selva, que los acoge.
Minhoi y yo tenemos que quedarnos tres días en un hospital de Iquitos, para transfusiones de vitaminas.
Cuando el avión, en medio del estruendo bestial de sus turbinas, se alza tieso hacia el cielo, y veo a mis pies el verde mar de la selva, los ojos se me arrasan en un llanto incontenible. Mi alma está tan conmovida, y mi cuerpo se ve tan violentamente sacudido, que por un momento creo que va a partírseme el corazón. Oculto mi cara a los otros pasajeros apretándola contra la ventanilla, e intento sofocar mis sollozos. A un animal o persona que llora porque tiene que alejarse de la selva virgen, y que no está contento y agradecido de reencontrarse con la seguridad de los guetos de la civilización, donde ronda la locura, se le encierra en el manicomio o se le narcotiza.
Estreno en Paris
Se estrena Aguirre en París (¡después de cinco años!). Herzog, director inepto, productor inepto y un inepto a la hora de comercializar la película, la ha malvendido por cuatro duros (escalofriantemente mal doblada al inglés) a una distribuidora francesa de mala muerte. En la otra versión, aún peor (en alemán, con subtítulos), no es mi voz la que se oye, pues negué durante años a hablar con Herzog. Me produce alergia el simple hecho de oír o leer su nombre. El supuesto “dossier de prensa” no es más que un cúmulo de fanfarronadas hinchadas y mentiras desvergonzadas en favor de Herzog. Su responsable es un baboso “jefe de prensa” que se ha fijado como meta para el resto de su vida lamerle a Herzog su asqueroso culo. En el dossier de prensa aparece por primera vez esa historia analfabeta según la cual Herzog me forzó por las armas a ponerme delante de la cámara.
Los periódicos, la radio y la televisión se masturban con pretenciosos artículos sobre mí. Parece que les pone cachondos calificarme de genio. No saben que la película, tal como ha quedado, sólo ha sido posible porque le hice cerrar el pico a Herzog para salvar lo poco que valía la pena salvar. Al menos, los cientos de entrevistas que me hacen me permiten por fin escupir en la cara de Herzog y llamarle lo que es: ¡un capullo como la copa de un pino! Pese a ello, acapara con el mayor descaro todos los premios y distinciones imaginables que es capaz de concederle esa caterva de subnormales que se llama “la cultura”.
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