Hubo un tiempo en que un LP en la bandeja o un CD en el reproductor era parte de una banda de sonido que nos escribía la vida. Hoy, con Internet y los streamings parece haber empezado una época donde todos los soportes son virtuales. Pero el disco no se rinde.
Persistente, la revista Down Beat publicó su encuesta anual entre críticos de jazz. La primera de estas compulsas, entre lectores, fue en 1952 y el “Critics Poll” se publica desde 1961. En 1965 se eligió “disco del año” por primera ocasión: A Love Supreme, de John Coltrane. Las elecciones de The Far East Suite de Duke Ellington, en 1967; Bitches Brew de Miles Davis, en 1970; Solo Concerts de Keith Jarrett, en 1974, y Silent Tongues de Cecil Taylor, el año siguiente; Song X de Pat Metheny y Ornette Coleman, en 1987, o Nashville de Bill Frisell, en 1998, jalonan una historia que, con bastante precisión, registra el pulso no solo del jazz sino de las ideas de época que lo fueron atravesando. En la versión 2020, una mujer ocupa la tapa y arrasa con las categorías más importantes: “Artista de jazz del año”, “Grupo de jazz del año” y, obviamente, “Disco de jazz del año”. La baterista Terry Lyne Carrington, junto a su grupo Social Science, publicó Waiting Game en noviembre de 2019. Se trata de un álbum notable y, sí, como mucho del jazz actual, cultiva un gesto multiestilístico –o posmoderno– donde se cruzan el piano perfeccionista de Aaron Parks o la trompeta casi vintage de Nicholas Payton con las turntables y el hip-hop. Pero la pregunta es, esta vez, qué diablos significa “disco del año” cuando nadie –o casi nadie– compra discos. Cuando la música se escucha en formatos de streaming y la escucha promedio en esas plataformas no supera los 30 segundos.
“Mis cinco rupturas amorosas más memorables, las que me llevarían a una isla desierta, por orden cronológico”: es la primera frase de Rob Fleming, un vendedor de discos, en Alta fidelidad, de Nick Hornby, una novela –y luego un filme y una serie– cuya primera edición en inglés es de 1995, cuando la vida y el mundo podían ser contados como una lista de discos. “Hace semanas que no compra café. Los cigarros que se lía por la mañana desmenuzando las colillas del día anterior son tan finos que es como aspirar papel. En los armarios no hay nada de comer. Pero sigue teniendo Internet”: así describe Virginie Despentes la decadencia irreversible de Vernon Subutex, ex disquero estrella y protagonista de su genial trilogía publicada entre 2015 y 2017. Entre una y otra novela ha caído una concepción del mundo. El universo discocéntrico, podría decirse. En el momento de la primera de ellas la industria discográfica se expandía con optimismo, volviendo a vender en CD lo ya vendido años atrás en LP y produciendo novedades a un ritmo imposible de seguir para el más fiel de los coleccionistas, mientras las megastores proliferaban en cada ciudad del planeta. En la época de la segunda, la Red, como en Terminator, ya había acabado de destruir la fuente de aquello de lo que vivía. Ofrecía, aparentemente de manera gratuita, todo aquello por lo que, en algún momento, alguien había pagado. Pero no pagaba por ello.
Internet, desde ya, no es la única causa de la debacle del mercado discográfico. Pero conviene reparar en alguna de sus características. Los propietarios de los medios gráficos se quejan de ella y de sus usuarios. No quieren pagar por leer diarios y revistas, dicen. Lo que callan, sin embargo, es que ya pagan por hacerlo. Lo que un usuario de Internet de clase media o alta gasta en tener banda ancha es aproximadamente lo mismo que antes oblaba por recibir el periódico y una o dos revistas en su casa. Y quienes le cobran, es decir las compañías proveedoras de banda ancha, son, en muchos casos, socias o propietarias de los mismos medios de comunicación que se quejan por no cobrar. En un sentido, Internet es el negocio perfecto de la nueva clase de capitalismo que azota al mundo. El primero, en todo caso, donde el dueño del negocio se limita a poner las cuatro paredes de la tienda (el hardware) pero el contenido, o sea aquello que los clientes buscarán dentro de ella, corre por cuenta de los mismos compradores. Es, eventualmente, el único negocio donde los que venden no pagan por la mercadería sino tan sólo por el lugar donde la ofrecen.
El dueño de una compañía discográfica, además de tener estudios de grabación –o de rentarlos– y un aparato de marketing ad hoc, debía pagarles a los músicos. Podía estafarlos –o por lo menos intentarlo– y tratar de que la parte de la torta que les quedara fuera la mínima posible, pero a nadie se le ocurría que los artistas pudieran no tener participación alguna en el negocio. Entre las plataformas de streaming a través de las cuales hoy se escucha música hay algunas pagas –o que cobran su versión premium– y los músicos suelen recibir sumas irrisorias (en algunos casos pocos centavos) de su parte. Lo mismo sucede con las ventas a través de iTunes –que ofrece, en verdad, un producto pésimo con relación a su precio. Pero ni en este caso ni en los de Spotify, Quobuz o Tidal ellos son los receptores de los grandes beneficios. Los que se llevan la parte del león son los que venden la red en su conjunto. Y ellos no se ocupan de los contenidos (ni pagan por ellos). De eso se hacen cargo los propios usuarios. Internet, un día, dejará de ser negocio. Y morirá tan repentinamente como surgió. En algún momento la falta de contenidos nuevos la convertirá en un museo gigantesco. En la medida en que nadie, en algún punto del proceso, pague por ellos, no habrá discos ni libros ni revistas ni filmes que piratear. Y los que hoy ganan dinero vendiendo la banda ancha simplemente buscarán sus ganancias en otra parte.
Pero no es sólo la Red la que ha causado la crisis del disco. La responsable mayor ha sido la propia industria discográfica y su peor error fue desestimar aquello que la había sostenido durante décadas: el disco sencillo. Esa pequeña unidad de dos canciones, vigente desde las primitivas 78 revoluciones por minuto, barata y hasta cierto punto descartable, capaz de seguir los vericuetos de la moda –y, desde ya, de crearla– se había vendido por millones. En la segunda mitad de la década de los cincuenta algunos músicos –y productores– de jazz, de bossa nova, de bolero o de tango tomaron una invención cuyo mérito hay que atribuirle a Frank Sinatra y su In the Wee Small Hours, publicado en abril de 1955. Canciones de soledad y pérdida amorosa, canciones nocturnas. Y todas ellas arregladas por un mismo orquestador: Nelson Riddle. Ni más ni menos que el primer –o el primero importante– disco conceptual de la historia. La concepción del disco de larga duración y 33 revoluciones por minuto como una nueva unidad estética no desplazó, sin embargo, al sencillo. Su importancia se acentuó con el rock artístico de fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Pero se trataba de 30 minutos de música –una dimensión abarcable– y la propia ecología de la industria y los altos costos de producción del vinilo hacían que, para un artista, fuera difícil acceder a él. Un LP era el colofón de una serie de éxitos y de una trayectoria. Implicaba una larga selección y una síntesis. Conllevaba, sobre todo en ciertos géneros, un prestigio y una carga simbólica. Y ni hablar de los álbumes dobles (la duración de un CD estándar): eran excepcionales. Para que se publicaran 60 o 70 minutos de música debía tratarse de una gran obra. De una despedida. De un proyecto único. De un manifiesto.
A partir de la aparición del CD, su facilidad de producción, su bajo costo y su alta prestación sonora a niveles de equipamiento corriente –nunca la audición popular había sido tan buena, ni con los tocadiscos monoaurales de los sesenta ni con las pequeñas radios portátiles, los pasacasettes o los walkman– logró dos cosas al mismo tiempo. Por un lado, una explosión de producción y ventas inédita. Las integrales, los boxsets gigantescos a manera de enciclopedias británicas de la música –pero, ya se sabe, las enciclopedias británicas se consultan pero no se leen–, se convirtieron en nuevas unidades de medida. Por otro, la consecuencia inevitable de esa expansión: una desvalorización creciente del propio objeto. La industria del CD era voraz. Y acabó devorándose a sí misma. Mientras tanto, el sencillo encontró otras vías, por fuera del mercado formal. Y es que a quién podrían interesarle 70 minutos de Green Day o de Dido si bastaba con una canción de cada uno de ellos. Como siempre, resulta imposible determinar si antes estuvo la necesidad o la tecnología que la hizo posible. Pero lo cierto es que fueron de la mano la lista de canciones como equivalente de la pila de discos sencillos que unas décadas antes se acarreaba de casa en casa y de fiesta en fiesta, la tecnología de la copia en MP3, ocupando ínfimas porciones de memoria, la escucha como algo cada vez más privado –auriculares en lugar de equipos de audio hogareños–, la optimización de los teléfonos celulares como avatares –cerebro, memoria, vida, alma– de sus propietarios y, por supuesto, Internet poniendo todo a disposición. La música sigue escuchándose pero, por primera vez, la industria discográfica apenas tiene que ver con ello.
Se sabe que Galileo nunca dijo realmente aquello de eppur si muove, pero uno podría imaginárselo diciendo esa frase para sí mientras lee la encuesta de críticos de Down Beat y un pequeño objeto circular sigue, a pesar de todo, girando en alguna parte. Y es que, contra toda evidencia y pronóstico, el disco sigue existiendo. Está el resurgimiento del vinilo, con su sonido idealizado pero, sobre todo, con todo el folclor que rodea al objeto convirtiéndolo en aspiracional para ciertos sectores sociales. Un vinilo no suena mejor que un CD –suena, por cierto, peor– si el lugar de audición no es óptimo, si la cápsula y la púa no son de altísima gama –y de altísimo precio– y si el vinilo en cuestión no está en perfecto estado (y mejor aún si es nuevo). Pero un vinilo es más que eso. Es el sonido de la púa al posarse en él, es la cubierta entre las manos, el olor del cartón. Es, como otras modas –el vino, los single malts, los puros–, un ritual. Existe ese mercado, que mezcla audiofilia con esnobismo. Es un mercado minoritario pero fiel y compensa su pequeñez con su extensión (pocos compradores en Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, México o Brasil acaban conformando un conjunto nada desdeñable). Y existe otro mercado, el del consumo popular, del que en gran medida la industria se ha desentendido –o ha aceptado que el consumo popular se desentendiera de ella. Ya no gana dinero con la venta de esos discos pero hay otras mercancías asociadas. En última instancia el disco, aunque se sepa que va a circular pirateado, le sirve para imponer una marca –el artista– y venderlo por otras vías.
Pero existe otro público, posiblemente el destinatario de la encuesta de Down Beat o de revistas especializadas en música clásica, como la francesa Diapason o la inglesa Gramophone, dedicadas, créase o no, al comentario de ediciones y reediciones de discos y que, por supuesto, también hacen sus listas de lo mejor de cada año, algo en lo que asimismo porfían el New Yorker y The New York Times, junto a innumerables blogs y revistas virtuales. Reaparece entonces la pregunta: ¿de qué hablan? Y la respuesta tal vez tenga que ver con lo que, cada vez con mayor frecuencia, aparece anunciado en las secciones de audio y alta fidelidad de esas mismas publicaciones: el DAC. Estas siglas, correspondientes a Digital to Analog Converter, identifican a unos aparatos de tamaño, calidad y precio variable que, en rigor, hacen el mismo trabajo que las placas de audio de las computadoras pero con mucha mayor fidelidad. Ocupan, en la cadena de audio, el lugar de los lectores de CDs o de las bandejas giradiscos, pero en lugar de leer objetos lo que hacen es traducir información. Reciben archivos de datos y los convierten en audio. Y pueden hacerlo con 24 bits –en lugar de los 16 del CD– y altísimos niveles de sampleo –hasta 192 htz. Muchos amplificadores o lectores de CDs ya vienen con DAC integrado. Y lo que venden las disquerías virtuales –Quobuz es posiblemente la más completa–, varios sellos de música clásica y la plataforma Bandcamp –elegida por muchos músicos independientes– es la posibilidad de descarga en FLAC, con alta definición, o MP3 si se prefiere, a lo que se suma, en la mayoría de los casos, un archivo PDF con el folleto de ese disco que, en rigor, ya no es un disco. Y sin embargo se mueve.
Fuente La Tempestad