Murió a los 93 años Angélica Gorodischer, autora de una vasta obra literaria que incluye novelas, cuentos y ensayos, entre los que se destacan títulos como “Kalpa Imperial”, “Trafalgar” y “Mala noche parir hembra”. Había nacido en Buenos Aires el 28 de julio de 1928, pero siendo muy joven se radicó en Rosario, donde se quedó a vivir y escribir. Aquí una entrevista imperdible.

A los cinco aprendí a leer y a los siete dije: ‘Yo voy a ser esto. En mi casa había libros. Mi mamá era poeta y pintaba; pintaba muy bien. A los cinco yo miraba los libros, sobre todo los de arte, llenos de reproducciones a todo color. Aprendí a leer. Mi mamá decía que aprendí sola, no debe ser, alguien me tiene que haber ayudado. Me compraban Billiken y me preguntaban ‘¿Qué dice acá?’ y yo leía. Mi mamá me dijo: ‘Vos podés leer lo que quieras, menos este estante que será para cuando seas grande’. Por eso fue al primer lugar al que fui. Por supuesto, no entendí un carajo, pero leí igual. Además tengo esa costumbre de leer, desde que era chiquita, todo. A los siete me di cuenta. Creo que estaba leyendo Las minas del rey Salomón y dije: ‘yo quiero escribir esto. Bueno, esto ya está escrito, pero voy a escribir otras cosas’”.

Escribió otras cosas Angélica Gorodischer. Incluso, escribió sobre su mamá. Esta mujer de 83 años, de pelo granate ardiente, leggins atigradas y remerón, que luego de un día de entrevistas múltiples conserva un hilo de voz pero el humor intacto porque, ella lo dice, “hay gente que no tiene sentido del humor y eso es terrible”, habla sin problemas de la obra que gestó.

Foto: Rafael Calviño.

“Mis convicciones son que en una novela tiene que pasar de todo”, dice Gorodischer. No sólo en sus novelas. En su vida pasó de todo. Fue traducida a más de cinco idiomas. Fue generadora de varios encuentros de escritoras en Argentina. Es una de las principales autoras de la literatura de ciencia ficción. Es, cómo no, una de las principales autoras de la literatura nacional. Ganó premios, premios y más premios. Citemos el primero: el Vea y Lea para cuentos policiales, en el 64. Citemos uno más reciente: el del Instituto de Literatura y Cultura Hispánica, en el 2007, por su trayectoria. Pluma fecunda, tiene en su haber libros de cuentos como Bajo las jubeas en flor (1973) o novelas como Doquier (2002). A sus últimas dos las parió casi a la vez, aunque fueron publicadas con unos meses de distancia. Son Tirabuzón (Ed. Fundación Ross) y la recién salida Las señoras de la calle Brenner (Emecé). En ambas, las mujeres transitan una gesta personal que hace brotar su fortaleza. En Tirabuzón, Helena habla con los personajes históricos, de los libros que leyó, que de algún modo la habitan. En Las señoras de la calle Brenner, Alaíde y Zelma se conocen entre los escombros de una ciudad, de una vida, de una historia. Juntas se rearman, se reinventan en una situación en la que no abundan las palabras, en las que escasean las explicaciones. Las dos novelas dejan ver el oficio de Gorodischer, y su poesía: una cuerda tensa y delicada que nunca baja la guardia.

-¿Cómo nacieron estas novelas?

Tirabuzón se escribió rápido. Yo me cuento historias. Siempre me cuento historias. No sirven para nada, son una porquería, son sentimentaloides, estúpidas,  llenas de lugares comunes, pero yo sé que son historias que me cuento para entretenerme; nada más.

-¿Cuándo te las contás?

-Por ejemplo, cuando estoy en la cola del supermercado y veo seis viejas con los carritos llenos. Y me digo: “Entonces vino una mujer que estaba en tal parte” y así… Toda mi vida hice eso. No sirven para un carajo. Pero entre todas esas historias había una que me dije que podía servir. Y estábamos en Brasil, yo no tenía que hacer nada, y la escribí y la terminé en un veraneo.

-¿Las señoras de la calle Brenner cómo nació?

-De un proyecto que tenía y de la imaginación de los primeros párrafos, con una mujer sentada en una ciudad. Me llevó dos años y medio.

-En los dos libros, como en tantos otros de tu obra, aparece la pintura ¿Es un modo de ver el mundo?

-Se trata de ver cómo se le ponen colores al mundo, hasta descubrir que no se puede, pero  que la verdad son los colores. El mundo no es la verdad. Hay que poner los colores fuera del mundo.

-¿Tu mamá te enseñó a ver pintura?

-No, no nos llevábamos bien. No me ayudó en lo más mínimo. Yo aprendí de chiquita, de ver libros. Yo, a fuerza de ver pintura, logro una escritura que es bastante visual.

-Decís que la verdad está en los colores ¿Con la literatura pasa algo similar?

-Sí. Hay gente que dice que la historia es toda mentira, salvo algunas fechas y algunos nombres. Y en la novela todo es verdad, salvo algunas fechas y algunos nombres. Y eso es así. Yo veo la narrativa como lo verdadero acerca de la época.

Foto: Rafael Calviño.

-¿Y qué pasa con la literatura fantástica?

-Hay mucho miedo a la imaginación. A veces te leen y dicen: “Ah, claro, eso significa que el tipo de volvió loco” ¡No, loca, el tipo no se volvió loco! Esto es así ¿Cómo sabés que es imposible? Y eso es lo que me interesa, lo inexplicable, lo imposible, lo indecible, lo que no puede ponerse en palabras pero tiene que reflejarse de alguna manera.

-¿Eso es más difícil de lograr?

-No, es más fácil, porque te da mucha más libertad. Después, si aprendés, te das cuenta de que la literatura realista también te da libertad, pero lo que tiene de interesante la fantástica es que no te pone límites. Hay mucha desconfianza por lo fantástico. Pero no me importa. Yo escribo lo que quiero, cuando quiero, como quiero. A mí el oportunismo literario ni me lo nombren. Abomino de eso. Yo escribo lo que se me canta en el quinto forro de los ovarios y chau. Y si se me canta fantasía lo voy a escribir.

-¿Hay un vicio por buscar la interpretación de la obra?

-Hay que leer a Susan Sontag. Qué sé yo qué pensó Goya cuando pintó Los Fusilamientos. No me importa. Lo que me importa es ese cuadro que está ahí y que yo puedo entrar en ese cuadro porque es una obra maestra. Lo que me interesa es que quien lee pueda preguntarse qué pasó. Vos tenés que entrar en la novela.

-Empezaste a publicar tus cuentos después de los treinta años ¿Qué paso en el medio, entre la niña y la escritora que luego fuiste?

-Es que viene la vida y te da con el fierro en la cabeza y tenés que suspender un montón de cosas porque está la escuela, la secundaria, pelearse con los novios, pelearse con la mamá, pelearse con el papá.. Hasta que llegó un momento en el que dije: “si querés ser escritora, hacelo ya”. Tenía 30 años, tres hijos chiquitos, una casa, un trabajo fuera de casa, de bibliotecaria de una institución médica, que de todas maneras era vivir entre libros, no estaba mal. Quemé varias etapas porque hacía mucho tiempo que venía ensayando escribir. Y gané un concurso y después otro para la publicación de mi primer libro. Después tuve la suerte de encontrar editores generosos.

-¿Fue difícil comenzar, sobre todo con hijos chicos?

-Es duro, pero yo tenía treinta años y dije: “Ahora tengo que ser una profesional de la escritura, no una señora que escribe”. Y sacaba la máquina de escribir debajo de la cama y escribía.

-¿La maternidad te cambió como escritora?

-No. Yo siempre me mantuve fuera de mis propios sentimientos. Creo que quien escribe tiene que hacerlo con frialdad, sin dejar que el sentimiento intervenga. A nadie le importa lo que yo siento. La gente quiere que le cuenten un cuento y eso es lo que yo hago: contar un cuento.

-¿Entonces estás en desacuerdo con que todo relato es autobiográfico?

-Es autobiográfico en este sentido: si vos y yo escribimos la misma historia, ciñéndonos hasta los detalles, van a ser distintos, porque vos vas a elegir palabras y yo otras. En ese sentido es autobiográfico.

-¿Llevás un diario?

No. Nunca he tenido paciencia para escribir un diario. Pero tuve un cáncer hace poco, ahora estoy curada, pero tuve un cáncer y escribía para mi oncólogo un diario del tratamiento. El tipo estaba fascinado, pero eso no es literatura. Yo había leído hace varios años un libro que había comprado sin saber quién era el autor: Oliver Sacks. El título me parecía maravilloso: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Oliver Sacks es un neurólogo que escribió las historias clínicas de sus pacientes, contadas como un cuentito. Hace poco, yo estaba todavía recibiendo tratamiento, y fui con mi nuera a un shopping y nos metimos en una librería y vi otro libro de Oliver Sacks. Entre las historias que cuenta, está el diario de su cáncer. Él tuvo un melanoma de retina. Dije: “si él pudo, yo también”.

-¿Escribiste ficción durante el tratamiento?

-Sí, escribí una novela. Yo dije: el cáncer me puede matar, pero no me va a invadir.

-¿Ahora qué leés?

-Un libro de un señor que es climatólogo. Un tipo que cuenta cómo un clima puede llegar a destruir imperios. El libro se llama El largo verano. Leo de todo. La física, la filosofía de las matemáticas. La ciencia tiene un vocabulario muy poético.

-¿Tenés un ritual de escritura?

-Yo soy disciplinada para todo; soy ordenada y soy prolija para todo en la vida: para guardar las ollas y para escribir. Y para escribir lo que hay que tener es disciplina; no inspiración. Laburo. Uno tiene que ponerse a trabajar como quien marca tarjeta en la fábrica.

-¿Cuándo sentís que terminó tu trabajo?

-Cuando lo leo en voz alta y se mantiene. Cuando ese texto dice lo que yo quería decir, bien, mal, regular, pero es lo que yo quería decir.

-¿Te da miedo repetirte?

-No. Mis novelas son siempre distintas, pero por debajo corre la misma corriente. Me interesa siempre lo mismo: la vida de las mujeres y lo indecible, lo inexplicable.  A la edad que tengo yo, que no tengo treinta años, ni cuarenta, ni cincuenta, puedo decir: es lo que he sido, lo que soy y lo que voy a ser.

Una historia de amor

El día que lo conoció a Goro, como ella lo llama, Angélica Gorodischer era todavía Angélica Arcal, una estudiante de letras con porte y alma de dama brava. Era un día cualquiera, en Rosario, en una reunión de intercentros de estudiantes en la que se trataría la apertura de un teatro, o su restauración (para esta historia, lo mismo da). Él venía de arquitectura y venía, también, aunque todavía no lo sabía, a completar sus iniciales.

Más o menos así empieza la historia de amor de una escritora que le huye a las novelas de amor.

Foto: Rafael Calviño.

-Yo estaba ahí, en la facultad,  y decían que no podían hacer la reunión porque había que esperar a Gorodischer. Yo dije: “¿Quién es Gorodischer?”. Y cuando apareció dije: “¿Para esto tanto lío?”. Pero cuando abrió la boca me dije “Yo de este me tengo que enamorar”. No me había enamorado. Me tenía que enamorar. Al día siguiente de conocernos me puse a bordar toallas con las iniciales de los dos. Y, bueno, me lo casé y hace 59 años que estamos juntos. Me fui de mi casa con lo puesto y nos casamos.

Ahora están ahí, los dos, sentados bien cerca, con la intimidad manifiesta de los que compartieron sus años. Él sigue sus palabras. Hace acotaciones. Ella lo pelea. Él, también. Se ríen.

-¿Le mostrás lo que escribís antes de publicarlo?

-Sí, cuando escribo, le doy de leer al Goro. A veces. A veces no le doy nada, qué se cree, pero cuando quiero se lo doy.

-¿Por qué decidiste usar su apellido?

-No hay apellido de mujer, querida. Todos son de hombre. Si uso el apellido de soltera, es el de mi papá. Si uso el de mi mamá, es el de mi abuelo. Y dije entre el apellido de mi papá y el de mi marido, elijo el de mi marido.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?

¨