Corría 1964 cuando Jean Luc Godard entrevistó a Michelangelo Antonioni sobre el estreno de “El desierto Rojo” para “Cahiers du Cinema”. Las preguntas del francés y las respuestas del italiano van construyendo, en un diálogo imperdible, una lección de cine – y de visiones del mundo – que ahora recuperamos en Socompa.
El desierto rojo no es solamente el filme más acabado de Antonioni. Es también el más nuevo, el más abierto, dándole de ese modo a El eclipse una luz nueva que le permite a esta obra ambigua adquirir al fin su plena dimensión. En Venecia, con motivo del gran Festival, Jean-Luc Godard vio a Michelangelo Antonioni; rápidamente, entre estos dos cineastas que se entrevistaban, el debate sobre cine se convirtió en debate sobre el mundo… ¿Qué hay de extraño en ello? Para uno y otro, solo les resta filmar, es decir, tratar de vivir y de comprender.
Godard: -Sus tres filmes precedentes, La Aventura [1960], La Noche [1961], El eclipse [1962], nos daban la impresión de una línea recta, que avanza, que busca; y ahora ha llegado a una nueva etapa, que se llama quizás El desierto rojo [1964], que es tal vez un desierto para esa mujer pero que, para usted, es por el contrario un filme sobre el mundo total y no solo sobre el mundo de los demás, sino algo más lleno y más compacto: es un filme sobre el mundo total y no solo sobre el mundo de hoy…
Antonioni: -Es muy difícil para mí hablar de ese filme. Es demasiado reciente. Todavía estoy demasiado ligado a las «intenciones» que me llevaron a hacerlo, no tengo ni la lucidez ni el distanciamiento necesarios para poder juzgarlo. Sin embargo, creo poder decir que en esta oportunidad no se trata de un filme sobre los sentimientos. Los resultados (ya sean buenos o malos, bellos o feos), obtenidos con mis filmes precedentes están aquí superados, caducos. El propósito es muy distinto. Antes, lo que me interesaba eran las relaciones de los personajes entre sí. Aquí, el personaje central es confrontado también con el medio ambiente social, lo que hace que trate mi historia de una manera completamente diferente. Es muy simplista decir, como muchos han hecho, que acuso a este mundo industrializado, inhumano, donde el individuo es aplastado y se ve llevado a la neurosis. Por el contrario, mi intención era (aunque muchas veces sepamos muy bien de dónde partimos pero no en qué desembocaremos) reflejar la belleza de ese mundo, donde aún las fábricas pueden ser bellas… La línea, las curvas de las fábricas y sus chimeneas, son quizás más bellas que una línea de árboles que ya se ha mirado demasiado. Es un mundo rico, vivo, útil. Insisto en decir que para mí esa especie de neurosis que puede verse en El desierto rojo es principalmente cuestión de adaptación. Hay gente que se adapta, otros que no lo han hecho todavía, pues están ligados a estructuras o a ritmos de vida que ahora están superados. Ese es el caso de Giuliana. La violencia de la separación, el desnivel entre su sensibilidad, su inteligencia, su psicología y la cadencia que le es impuesta, provoca la crisis del personaje. Es una crisis que no concierne solamente a sus relaciones epidérmicas con el mundo, su percepción de los ruidos, de los colores, de los personajes fríos que la rodean sino también su sistema de valores (educación, moral, fe), que ya no son válidos y no la sostienen. Por lo tanto, se encuentra en la necesidad de renovarse enteramente como mujer. Es lo que le aconsejan los médicos y lo que se esfuerza en hacer. El filme es, en cierto aspecto, la historia de ese esfuerzo.
-¿Cómo se inserta entonces el episodio de la historia que ella le cuenta al niño?
-Hay una mujer y un niño enfermo. La madre tiene que contarle una fábula al niño, pero las que ella sabe él las conoce ya. Por lo tanto, tiene que inventar una. Dada su psicología, me parece natural que para ella esta historia se convierta –inconscientemente– en una evasión fuera de la realidad que la rodea, hacia un mundo donde los colores pertenecen a la naturaleza: el mar azul, la arena rosada. Las mismas rocas toman formas humanas, la aprisionan y cantan dulcemente. ¿Recuerda usted la escena de la habitación, con Conrado? Ella dice, apoyada en la pared: «¿Sabes lo que quisiera?… Tener aquí a todos los que me han amado… alrededor mío, como un muro». En realidad necesita que la ayuden a vivir, porque teme no lograrlo por sí misma.
-¿Entonces el mundo moderno no es más que el revelador de una neurosis más antigua y más profunda?
-El medio ambiente en que vive Giuliana acelera la crisis del personaje, pero es necesario que este lleve en sí el terreno favorable para esa crisis. No es fácil determinar las causas y los orígenes de la neurosis; se manifiesta bajo formas tan distintas, y a veces hasta el límite de la esquizofrenia, cuyos síntomas parecen frecuentemente síntomas neuróticos. Pero precisamente a través de una exasperación como esa es que se logra delimitar una situación. Se me ha reprochado haber escogido un caso patológico… Pero si hubiera escogido a una mujer normalmente adaptada, ya no habría drama, el drama pertenece a los que no se adaptan.
-¿Acaso no hay rasgos de ese personaje en El eclipse?
-El personaje de Vittoria en El eclipse es el contrario del de Giuliana. En El eclipse, Vittoria es una muchacha tranquila y equilibrada, que piensa en lo que hace. No existe en ella ningún elemento de neurosis. La crisis, en El eclipse, es una crisis de sentimientos. En El desierto rojo, los sentimientos son un hecho. Las relaciones entre Giuliana y su marido son normales. Si le preguntaran: «¿Amas a tu marido?», ella contestaría que sí. Hasta la tentativa de suicidio, su crisis es subterránea, no es visible.
Insisto en señalar que no es el medio el que hace surgir la crisis: solo la desencadena. Puede pensarse entonces que fuera de ese medio no hay crisis. Pero eso no es verdad. Nuestra vida, aun si no nos damos cuenta, está dominada por la «industria». Y por «industria» no puede entenderse solamente fábricas sino también, y sobre todo, productos. Esos productos están en todas partes, entran en nuestras casas, hechos de plástico o de otros materiales desconocidos hace apenas algunos años, tienen vivos colores, llegan a nosotros dondequiera que estemos. Con ayuda de una publicidad que cada vez más tiene en cuenta nuestra psicología y nuestro subconsciente, nos obseden. Puedo decir: situando la historia de El desierto rojo en el mundo de las fábricas me he remontado a las fuentes de esa clase de crisis que, como un río, recibe mil afluentes, se divide en mil brazos, para sumergirse al fin y extenderse por todas partes.
-¿Pero acaso esa belleza del mundo moderno no es también la resolución de las dificultades psicológicas de los personajes?, ¿acaso no muestra su vanidad?
-No debe subestimarse el drama de esos hombres así condicionados. Sin dramas, quizás tampoco haya hombres. Tampoco creo que la belleza del mundo moderno pueda resolver por sí sola nuestros dramas. Creo, por el contrario, que una vez adaptados a las nuevas técnicas de vida encontraremos quizás nuevas soluciones para nuestros problemas. ¿Pero por qué me hace usted hablar de esas cosas? No soy filósofo y todos estos razonamientos no tienen nada que ver con la «invención» de un filme.
-Por ejemplo, ¿es benéfica o maléfica la presencia del robot en la habitación del niño?
-En mi opinión, benéfica. Porque el niño, al jugar con ese tipo de juguetes, se adaptará muy bien a la vida que le espera. Pero he aquí que volvemos a nuestra conversación anterior. Los juguetes son producidos por la industria, que de ese modo influye incluso en la educación de los niños.
Me siento todavía asombrado por una conversación que tuve con un profesor de cibernética en la Universidad de Milán, Silvio Ceccato, a quienes los norteamericanos consideran como una especie de Einstein. Un tipo formidable, que ha inventado una máquina que mira y que describe, una máquina que puede conducir un automóvil, hacer un reportaje desde un punto de vista estético, o ético, o periodístico, etc. No se trata de televisión: es un cerebro electrónico. Este hombre, que da pruebas de extraordinaria lucidez, no pronunció en ningún momento palabras técnicas que yo no hubiera podido comprender. Pues bien, me enloqueció. Al cabo de un rato ya no comprendía nada de lo que me decía. Se esforzaba por emplear mi lenguaje, pero se encontraba en otro mundo. A su lado había una joven de unos 24 o 25 años, bonita, de origen pequeño-burgués, su secretaria. Ella lo comprendía perfectamente. En Italia, generalmente son las muchachas muy jóvenes y muy sencillas, y que solo poseen un modesto diploma, las que se ocupan de establecer los programas para los cerebros electrónicos: para ellas es muy sencillo y muy fácil hacer un razonamiento para un cerebro electrónico, aunque no es fácil, por lo menos para mí.
Otro científico, Robert M. Stewart, pasó por mi casa, en Roma, hace unos seis meses. Había inventado un cerebro químico e iba a Nápoles a un congreso de cibernética para dar cuenta de su descubrimiento, que es uno de los descubrimientos más extraordinarios del mundo. Es una caja pequeña, montada en unos tubos: se trata de células en cuya composición hay oro mezclado con otras sustancias. Viven dentro de un líquido y viven una vida autónoma, tienen reacciones: si entra usted en la habitación, la célula tomará cierta forma, y si entro yo, tomará otra, etc. En esa caja solo hay algunos millones de células, pero partiendo de esto puede lograrse la construcción del cerebro humano. Este científico las alimenta, las hace dormir… Me hablaba de todo eso, que era tan claro, pero tan increíble que llegó un momento en que ya no lograba comprenderlo. Por el contrario, el niño que juega con el robot desde su más temprana edad podrá comprender todo esto muy bien, no le costará ningún trabajo irse al espacio en un cohete, si así lo desea.
Veo todo esto con mucha envidia y quisiera estar ya en ese nuevo mundo. Desgraciadamente no hemos llegado, y esto constituye un drama para varias generaciones como la mía, la suya, la inmediata a la posguerra. Creo que en los próximos años sucederán transformaciones muy violentas tanto dentro del mundo, como dentro del individuo. La crisis de hoy viene de esa confusión espiritual, de esa confusión de conciencias, de la fe, de la política; he ahí los síntomas de las transformaciones futuras. Entonces me dije: «¿Qué es lo que nos cuentan hoy en día en el cine?» Y sentí deseos de relatar una historia basada en esas motivaciones de que hablaba anteriormente.
-Sin embargo, los protagonistas de esos filmes están integrados a esa mentalidad; son ingenieros, forman parte de ese mundo…
-No todos. El personaje de Richard Harris es un personaje casi romántico, que piensa huir a la Patagonia y no tiene la menor idea de lo que hay que hacer. Huye, y cree resolver de ese modo el problema de su vida. Pero este está dentro, y no fuera de él. Tanto es así que basta el encuentro de una mujer para provocarle una crisis, y ya no sabe si se irá o no, esto lo altera. Quisiera señalar un momento del filme que es una acusación al viejo mundo: cuando esa mujer en crisis necesita a alguien que la ayude, encuentra a un hombre que se aprovecha de ella y de esa crisis. Se encuentra frente a cosas viejas y son esas cosas viejas las que la sacuden y la arrastran. Si se hubiera encontrado con alguien como su marido, este hubiera actuado de manera diferente; primero hubiera tratado de curarla, y luego, quizás… Mientras que ahí, su propio mundo la traiciona.
-Después del final de la película ¿va a convertirse en un personaje como su marido?
-Creo que después de los esfuerzos que realiza para encontrar un nexo con la realidad, termina por encontrar un compromiso. Los neuróticos tienen crisis, pero también momentos de lucidez, que pueden durarles toda la vida. Halla quizás un compromiso, pero la neurosis permanece en ella. Creo haber dado la idea de la continuidad de la enfermedad con esa imagen un poco turbia: está en una fase estática. ¿Qué va a ser de ella? Habría que hacer otra película para saberlo.
-¿Cree usted que la toma de conciencia de ese nuevo mundo tenga repercusiones sobre la estética, sobre la concepción del artista?
-Creo que sí. Cambia la manera de ver, de pensar: todo cambia. El arte pop demuestra que se busca algo. No debe subestimarse el arte pop. Es el movimiento «irónico» y esa ironía consciente es muy importante. Los pintores del arte pop saben muy bien que hacen cosas cuyo valor estético no está todavía maduro –salvo Rauschenberg, que es más pintor que los demás… Aunque «la máquina de escribir blanda» de Oldenburg es muy bella. Me gusta mucho. Creo que es conveniente que surja todo esto. No puede más que acelerar el proceso de transformación del que hemos hablado.
-¿Pero tiene el científico la misma conciencia que nosotros? ¿Razona como nosotros en relación con el mundo?
-Se lo pregunté a Stewart, el inventor del cerebro químico. Me contestó que su trabajo tan particular tenía sin duda alguna resonancia en su vida privada, incluso en sus relaciones con su familia.
-¿Y acaso es conveniente conservar los sentimientos?
-¡Qué pregunta! ¿Cree usted que sea fácil responderla? Todo lo que puedo decir a propósito de los sentimientos es que es necesario que cambien. «Es necesario», no es precisamente lo que quiero decir. Cambian. Ya han cambiado.
-En las novelas de ciencia-ficción nunca hay personajes de artistas, de poetas…
-Sí, es una cosa curiosa. Quizás piensen que se puede prescindir del arte. Quizás seamos nosotros los últimos en producir cosas tan aparentemente gratuitas como lo son las obras de arte.
-¿Acaso El desierto rojo lo ayuda también a resolver problemas personales?
-Al hacer un filme vivimos, y por lo tanto resolvemos problemas personales. Problemas que conciernen nuestro trabajo, pero también nuestra vida privada. Si las cosas de que hablamos hoy día no son aquellas de que hablábamos inmediatamente después de la guerra, no es que en realidad el mundo haya cambiado a nuestro alrededor sino que también nosotros hemos cambiado. Nuestras exigencias han cambiado, nuestros propósitos, nuestros temas.
Inmediatamente después de la guerra había muchas cosas que decir; era interesante mostrar la realidad social, la condición social del individuo. Hoy día todo esto se ha hecho ya, se ha visto. Los temas nuevos que podemos tratar hoy son aquellos de los que acabamos de hablar. No sé todavía cómo se les puede abordar, presentar. He tratado de desarrollar uno de esos temas en El desierto rojo y no creo haberlo agotado. Es solo el comienzo de una serie de problemas y de aspectos de nuestra sociedad moderna y de esa manera de vivir que es la nuestra. Usted también, Godard, hace filmes muy modernos, su manera de tratar los temas revela una exigencia de ruptura con el pasado.
-¿Cuándo comienza usted o termina algunos planos sobre formas así abstractas, sobre objetos o detalles, los hace usted con espíritu pictórico?
-Experimento la necesidad de expresar la realidad en términos que no sean del todo realistas. La línea blanca abstracta que entra en el plano, al comienzo de la secuencia de la callejuela gris, me interesa mucho más que el automóvil que llega; es una manera de acercarse al personaje partiendo de las cosas, más que a través de su vida. Su vida, en el fondo, solo me interesa relativamente. Es un personaje que participa en la historia en función de su feminidad, de su aspecto y de su carácter femenino, que son lo esencial para mí. Precisamente por esa razón insistí en que el papel fuera interpretado de una manera poco estática.
-Entonces también hay en ese aspecto una ruptura con sus filmes precedentes.
-Sí, es un filme menos realista, desde un punto de vista figurativo. Es decir, es realista de un modo diferente. Por ejemplo, utilicé con mucha frecuencia el teleobjetivo para que no hubiera profundidad de campo, pues esta es precisamente un elemento indispensable del realismo. Lo que me interesa ahora es poner al personaje en contacto con las cosas, pues son las cosas, los objetos, la materia, lo que tienen peso hoy día. No considero El desierto rojo como un término: es una búsqueda. Quiero relatar historias diferentes con medios diferentes. Todo lo que se ha hecho, todo lo que he hecho hasta ahora ya no me interesa, me aburre. ¿Tal vez sienta usted lo mismo?
-¿Filmar en colores ha sido para usted un cambio importante?
-Muy importante. Tuve que cambiar la técnica, pero no solo a causa del color. Necesitaba ya cambiar de técnica por las razones que hemos hablado. Mis exigencias no eran ya las mismas. El hecho de utilizar el color aceleró ese cambio. Con el color no se usan los mismos objetivos. Asimismo me di cuenta de que algunos movimientos de cámara no eran convenientes con su empleo: una panorámica rápida es eficaz con un rojo vivo; con un verde oscuro no da nada, a menos de que se busque un nuevo contraste. Creo que hay una relación entre los movimientos de cámara y el color. Un solo filme no es suficiente para estudiar a fondo el problema, pero es un problema que es preciso examinar. En relación con ello había hecho ensayos en l6 mm muy interesantes, pero algunos de los efectos que había encontrado no pude realizarlos durante la película. Uno está demasiado agobiado en esos momentos.
Usted sabe que existe una psicofisiología del color; se han hecho estudios, experimentos, sobre ello. Pintaron de rojo el interior de la fábrica que se ve en el filme; a los quince días, los obreros se peleaban. La pintaron de verde pálido y todo el mundo vivió en paz. La vista de los obreros debe descansar.
-¿Cómo seleccionó usted los colores de la tienda?
-Había que escoger entre colores cálidos y colores fríos. Giuliana quiere colores fríos para su tienda. Son los que alteran menos los productos expuestos. Si pinta usted una pared de color naranja, ese color matará los colores cercanos, mientras que un azul o un verde pálido harán resaltar los objetos sin aplastarlos. Quería un contraste entre colores cálidos y colores fríos: hay un naranja, un amarillo, un techo carmelita y mi personaje se da cuenta de que eso no le conviene.
-El primer título del filme fue Celeste o verde…
-Lo abandoné porque no me parecía un título suficientemente viril; estaba demasiado directamente ligado al color. Nunca he pensado en un primer momento en el color en sí. El filme nació en colores pero siempre pensé primero en lo que quería decir, cosa muy natural, y a cuya expresión ayudaba yo con el color. Nunca pensé «voy a poner un azul cerca de un carmelita». Teñí la yerba que rodea la barraca a orillas del pantano para reforzar la sensación de desolación, de muerte. Había que dar una verdad del paisaje: cuando los árboles están muertos, tienen ese color.
-Por lo tanto el drama no es ya psicológico sino plástico… ¿Y todos esos planos-objetos durante la conversación sobre la Patagonia?
-Es una especie de «distracción» del personaje. Está cansado de oír todas esas conversaciones. Piensa en Giuliana.
-Los diálogos son más sencillos, más funcionales que los de sus filmes precedentes: ¿acaso su papel tradicional de «comentario» no esté ocupado por el color?
-Sí, creo que es verdad. Digamos que aquí están reducidos al mínimo indispensable y que, en ese aspecto, están ligados al color. Por ejemplo, nunca hubiera hecho la escena en la barraca en la que se habla de las drogas, de los excitantes, sin emplear el rojo. No la hubiera hecho en blanco y negro. El rojo sitúa al espectador en un estado de ánimo que le permite aceptar esos diálogos. El color es acertado para los personajes (que están justificados por él) y también para el espectador.
-¿Se siente usted más cercano a las búsquedas de los pintores que a las de los novelistas?
-No me siento alejado de las búsquedas de la nueva novela, pero me ayudan menos; la pintura, la investigación científica, me interesan más. No creo que influyan en mí directamente. No existe en la película ninguna búsqueda pictórica, estamos, me parece, lejos de la pintura. Y naturalmente, esas exigencias que no tienen en la pintura ningún contenido narrativo, lo tienen en el cine: he ahí donde se unen las búsquedas de la novela a las de la pintura.
-¿Volvió usted a trabajar el color en el laboratorio?, cosa que permite el Technicolor.
-No confié en el laboratorio durante la filmación. Es decir que traté, durante las tomas, de darle a las cosas y a los paisajes el color que quería. Pinté directamente, en vez de trabajar el color en el laboratorio. Lo que le pedí luego al laboratorio fue una reproducción fiel de los efectos que había obtenido. Cosa que no fue fácil, pues, como se sabe, el Technicolor exige numerosas intervenciones en la matriz: el trabajo fue muy largo y delicado.
-¿Determinaba usted la luz de impresión durante la filmación…?
-Sí. Creo que no se puede confiar demasiado en el trabajo que puedan hacer en el laboratorio. No es por culpa de ellos. Es que, técnicamente, estamos todavía muy atrasados en cuanto al color.
-¿Cree usted que Giuliana ve los colores tal como usted los muestra?
-Bueno, usted sabe que hay neuróticos que ven los colores de modo diferente. Los médicos han hecho experimentos sobre esto, por ejemplo con la mescalina, para tratar de saber lo que ven. Hubo un momento en que tuve intenciones de hacer efectos de ese tipo. Pero ahora hay solo un instante, en el que se ven manchas en una pared. También había pensado en modificar el color de algunos objetos, pero luego, el hecho de emplear todos esos «trucos» me pareció que se hacía rápidamente artificial; era una manera artificial de decir cosas que podían decirse de manera mucho más sencilla. Entonces eliminé esos efectos. Pero puede pensarse que ella ve colores diferentes.
Es curioso: en este momento estoy hablando con Godard, uno de los cineastas más modernos y capacitados de hoy, y hace un rato, almorcé con René Clair, uno de los grandes directores del pasado: no era en lo absoluto el mismo tipo de conversación… Él se siente preocupado por el porvenir del cine. Nosotros, por el contrario (creo que usted está de acuerdo), confiamos en el porvenir del cine.
-¿Y qué va usted a hacer ahora?
-Voy a hacer un cuento con Soraya. Ese cuento me interesa porque voy a proseguir mis investigaciones sobre el color, llevar más lejos las experiencias que hice con Il Deserto rosso. Después voy a hacer un filme que me interesa todavía más. Si encuentro un productor que me deje hacerlo…
(Frases tomadas en una grabadora, releídas y revisadas por Michelangelo Antonioni). Fuente Cahiers du Cinema no. 160, nov. de 1964.
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