La literatura, de Stendhal a Borges, ha aludido de diferentes maneras a lo que sucede cuando algo se refleja en un espejo. Desde su analogía con la cópula a la definición de lo que es una novela. El riesgo es quedar presos en esa imagen que se parece (o no) a nosotros mismos.

Es un mandato ritual ineludible de la cultura nacional que cuando se habla de espejos asome la sombra (no tan) benévola de Borges.
Un ritual, como sabemos, no se discute, no se interroga ni se refuta. Simplemente, se actúa o no. Los que actúan -o prefieren no hacerlo- son cuerpos, aunque se limiten a recitar, lacónicamente, palabras. No sé si alguien haya hecho la contabilidad de cuántas veces los espejos, en Borges, aparecen asociados a ciertas fatalidades de los cuerpos. En todo caso, un locus, al menos, se ha vuelto canónico: aquel donde se asimila el espejo a la cópula, y de ambos se predica su carácter siniestro, ya que multiplican los cuerpos.
Dejando de lado cierta sardónica misantropía que Borges tan a menudo se complace en fingir, digamos que alguien -un crítico “realista”, pongamos- podría recusar la comparación sobre la base de que los elementos de la misma son radicalmente heterogéneos, y, por lo tanto, justamente, incomparables. Quiero decir: en principio, los cuerpos que reproducen la cópula son reales, los que duplican los espejos son imaginarios.
Aunque, ¿cómo estar absolutamente seguros de la diferencia? Después de todo alguien, desde alturas de rigor intelectual más que atendibles, nos ha informado de cómo un cuerpo real debe necesariamente atravesar sus propios estadios especulares para alcanzar algún estatuto simbólico, y así lograr que un atado de miembros descoyuntados devenga la realidad de un cuerpo. No sin que -cabe añadir- el momento imaginario encuadrado en el azogue se disuelva nunca del todo en la presunta “realidad”.
Es esa instancia de la imagen (previa a la de la letra) la que en ciertos momentos puede aparecer indiscernible de lo real. Prestemos oídos a las palabras, por favor: el carácter indiscernible entre lo imaginario y lo real no implica necesariamente una confusión entre ambos registros. Confundir lo imaginario con lo real puede ser, según la entrada que se use, la operación del error, o la de la ideología, o quizá, en el extremo, la de la locura. Pero hablar del carácter indecidible de la distinción entre lo real y lo imaginario -entre el cuerpo y el espejo, si se quiere decir así- supone otro proceso de producción: el que Gilles Deleuze llama, no lo “falso”, sino la potencia de lo falso. Vale decir: tanto la posibilidad como la fuerza que puede tener una imagen para representar algo que va más allá de aquella duplicación del cuerpo “real”. En otras palabras: un auténtico imaginario.
Y es que para aprehender esta lógica es esencial no confundir, no solo lo real con la imagen, sino la imagen con lo imaginario. Con disculpas por la paráfrasis que haremos, continúa Deleuze: lo imaginario no es lo mismo que la imagen, si bien hay algo en la imagen que corresponde a lo imaginario. ¿Qué cosa? Ya no se trata de la imagen en tanto que “representa” algo -un cuerpo, por ejemplo-, sino la imagen en tanto que expresa una modificación -que supongo se podría llamar “simbólica”- de mi cuerpo o de mi “alma”, de mi psychè. Y donde lo que importa del otro imaginario que, como decíamos, permite a un cuerpo ir más delante de la imagen en el espejo, no es el “producto” final, sino el movimiento que, aprovechándose del espejo, pone en juego aquella “potencia de lo falso”.
Si quisiéramos traducir a una lengua más cercana la bendita “potencia de lo falso”, bien podríamos nombrerla como la ficción, esa que siempre es estructura disimulada de alguna clase de verdad. Y no deja de llamar la atención, hablando de ficciones -palabra que inadvertidamente reenvía a Borges y sus espejos- que precisamente la metáfora del espejo comparezca en una de las más clásicas definiciones que se han dado de la novela, a saber, la de Stendhal, cuando dice que una novela es “un espejo desplazándose a lo largo de un camino”. Ya se sabe, es una definición que ha sufrido una posteridad un poco degradante, en tanto ha sido usada por muchos de aquellos críticos mal llamados “realistas” para reducir el movimiento del espejo a la más mediocre teoría estética posible, la de la ficción como “reflejo” estático de la realidad.
Porque, en efecto, no tenemos derecho a pensar que un gran escritor como Stendhal fuera descuidado con sus palabras. Él nos habla de un desplazamiento del espejo. Se nos concederá en principio que un espejo es un objeto inerte, que carece de extremidades inferiores o de motorcitos ocultos que le permitan moverse por sus propios medios. Si el espejo se desplaza, pues, es porque alguien lo empuja en determinada dirección, a mayor o menor velocidad, hacia un punto de llegada predeterminado o bien como exploración sin rumbo fijo, con un ángulo de reflexión que forzosamente descarta algunas representaciones en favor de otras, y así. A ese “alguien” un teórico de la literatura lo llamará el “narrador”, un estudioso de los mitos diría la tradición, un psicoanalista tal vez invocaría el Inconsciente. Poco importa, en verdad. Lo que nos concierne, repitamos, es el movimiento que se monta sobre la imagen para desarticularla en imaginario. El movimiento, decíamos, puede ser más suave o más violento, pero lo que nos importa es que una posibilidad siempre latente de ese desplazamiento es la ruptura del espejo.
La ruptura del espejo es un acto violento, sin duda, pero decisivo para que la imagen no paralice al imaginario. El mítico Narciso no podía hacerlo, porque su espejo de agua no ofrece resistencia, y por lo tanto no puede quebrarse: el espejo, en su flexible liquidez, se traga al cuerpo real, ahora sí confundido con la imagen. Una madrastra perversa, en cambio, corre siempre el riesgo de que el espejo se raje o se rompa: ¿qué sucede entonces por la pregunta sobre la belleza eterna? Dorian Grey, a su vez, usando de espejo su propio retrato en perpetua mutación, alcanza, por el imaginario, la roca viva de lo real.
Volviendo al principio, son a menudo inciertos los límites entre el cuerpo y la imagen. La quebradura del espejo parece poder establecerlos, pero el proceso es azaroso. Deleuze, de nuevo, nos invita, casi inevitablemente, a rever la famosa secuencia final de La Dama de Shanghai, de Orson Welles (según él, el inventor de la “potencia de lo falso” en el cine). Los espejos deformantes de la antigua feria multiplican los cuerpos al infinito, a la vez que modifican su imagen. Están unos detrás de otros, otros enfrentados a los unos. ¿Cuáles son los personajes reales, cuáles sus imágenes en el espejo? Los ángulos de cámara de Welles no nos permiten saberlo. De allí la necesidad del intercambio de disparos que hagan estallar en mil pedazos los espejos y sus imágenes, para que finalmente aparezca el cuerpo, solo que como cuerpo muerto, alcanzado por la pizca de lo real en la forma de esa bala que siempre llega a destino.
¿Serviría, todo lo anterior, como alegoría también de las naciones, de las sociedades? No es implausible, en una modernidad cuya imagen en el espejo del Estado y del Capital está construida a modo de reflejo de los cuerpos pretendidamente contractuales, sujetos atravesados por lo que alguien ha denominado la ideología -el imaginario inmóvil, sin desplazamiento simbolizante- del “individualismo competitivo”. Pero, por múltiples vías, el camino está siempre abierto para el pasaje (no digo al acto, sino) a la acción. Jamás pensé que iba a llegar a parafrasear a Ortega y Gasset; pero no es descartable que una receta para producir una buena “ficción” sea a aquello de “Argentinos, a romper espejos”.

 

Texto leído en las Jornadas Anuales de la Fundación Proyecto al Sur 2018 “Las palabras, los cuerpos, ,los espejos”.