Una es una ficción que reconstruye la vida de una familia que vivió escondida por tres décadas luego del triunfo de Franco en la Guerra Civil. El otro es un documental, que obtuvo el premio Goya y que trata de la complicidad y el encubrimiento de la derecha española de los crímenes del franquismo. La trinchera infinita y El silencio de otros habla de barbaries que hemos conocido los argentinos.
Higinio duerme con su mujer. Es de noche, en un perdido pueblo andaluz. De golpe, se sienten ruidos y tiene que huir con lo puesto, porque se están llevando gente de sus casas. Es el verano español de 1936: acaba de fracasar el golpe de Estado contra la II República, y se ha desencadenado la Guerra Civil. La peripecia de Higinio durará más de treinta años desde el momento en que podrá volver a su casa para casi no salir más. Su hogar será como una cárcel o, más bien, como una trinchera desde donde resistir. La casa es, pues, la trinchera infinita a la que alude el título de la impresionante película de Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga, que llegó a Netflix y explora la cuestión de los llamados “topos”: aquellos que, como Higinio, se pasaron décadas escondidos hasta 1969, cuando Franco amnistió todos los delitos políticos que contemplaba su régimen, la víspera de proclamar a Juan Carlos de Borbón como su sucesor.
Por esas cosas del destino, La trinchera infinita prácticamente coincidió con la pandemia de coronavirus. Así, gente que pasa encerrada en su casa por la cuarentena a la que obligó la Covid-19, tuvo la oportunidad de conocer la “cuarentena” de más de treinta años que atraviesa Higinio. La tensión se sostiene durante dos horas y media: hay un miedo a que se descubra que está allí, todos lo dan por muerto y de a poco se suman las sospechas de un antiguo comisario político del franquismo, que duda. En el medio, Higinio se las rebusca incluso para tener un hijo con Rosa, el sostén de familia, que cose para afuera. Mientras, los años pasan: no se anima a salir en 1939, cuando Franco gana la guerra. Tampoco se anima a hacerlo cuando en 1945 los socios de Franco pierden la Segunda Guerra y parecía que los Aliados iban por el fascismo español. así pasan los años, en los que los vecinos creen que está muerto e impera la ley del silencio sobre qué lo pudo haber ocurrido. De eso no se habla.
El relato ancla, de algún modo, y paradójicamente, en La Odisea. Salvo que Ulises tardó diez años en volver a Ítaca. Aquí son más de tres décadas, y el protagonista no se mueve de su escondite en la casa. Su único contacto con el exterior es la radio, los diarios, más tarde las revistas y, ya en los 60, la televisión. Es tan brutal y está tan arraigado el sistema franquista, que la calma no parece alterarse en la vida española cuando salen a la superficie los “topos” como Higinio. Eso sí: se le ha ido la vida en ese plan de resistencia.
Mientras, quien se hace cargo del hogar es Rosa, que sacrifica todo para cuidar a su marido. Incluso al extremo de irse de la casa para disimular el embarazo y volver luego con un bebé que tomará parte en la simulación posterior. Rosa protagoniza un episodio que simboliza de manera explícita la impunidad del franquismo vencedor y que cobra vigencia hoy porque, aunque ambientada en los años 40, esa situación es análoga a la violencia de género. La mujer de Higinio no es exactamente la Penélope del relato homérico, aunque como aquella también se dedica a tejer (no para ahuyentar a los pretendientes, sino para sobrevivir en la posguerra), sino más bien la Leonora de Fidelio, la única ópera de Beethoven. Bajo el nombre de Fidelio, Leonora se viste de hombre para poder ingresar a la cárcel donde está encarcelado, en una mazmorra, su marido Florestán, preso político. La casa de Higinio y Rosa es la cárcel de él; ella tiene que jugar a las apariencias para tapar la ausencia del marido e, incluso, soportar alguna insinuación. Claro que la ópera de 1814 reviste un carácter político en la Europa que está a punto de derrotar a Napoleón, mientras que el franquismo se mantiene intacto.
Por cierto que la historia argentina registra un “topo”, también durante un gobierno represivo y, como el franquismo, de tipo nacional-católico. José María Salvadores, funcionario de correo, fue sospechado de simpatías unitarias durante el gran terror de Rosas, en 1840. El hombre se pasó los siguientes doce años escondido en el sótano de su casa, contando con la ayuda de su esposa que, como la Rosa de La trinchera infinita, sobrevivió como costurera. Recién salió después de la batalla de Caseros, en febrero de 1852. Apareció con una barba hasta la cintura e incluso tuvo dos hijos con su esposa en esos años, aun con lo que implicó para ella afrontar las sospechas de los vecinos. Jorge Luis Borges le dedicó un breve relato en Elogio de la sombra, que perdura con su título “Pedro Salvadores” (el hermano de José María). En el final del texto, dice que el destino de aquel hombre “nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender”. A diferencia de los “topos” del franquismo, Salvadores no mereció de momento una película. A la inversa, queda la duda de si los “topos” fueron tema de algún poeta español. Como Borges en su relato, podría afirmar, en total simetría con aquel episodio del rosismo: “Un hombre, una mujer y la vasta sombra de un dictador son los tres personajes”.
Y las ranas criarán pelo
En la entrega de los premios Goya de este año, La trinchera infinita tuvo fuerte presencia en las nominaciones. También fue el caso de El silencio de otros, que se llevó el galardón a mejor documental. Dirigido por Robert Bahar y Almudena Cararcedo, y producido por Pedro Almodóvar, el film, que también llegó a Netflix, es el relato de la querella contra los crímenes del franquismo que se entabló desde la Argentina a partir de la imposibilidad de juzgar a los represores del régimen en España y en base a la noción de justicia universal. Como en la historia del “topo” Higinio, y de manera explícita desde el título, es una película que se desarrolla a partir del silencio pactado, de lo que no se debe ni se puede hablar después de la amnistía de 1977, que igualó a los perseguidos por Franco con los torturadores de su dictadura.
La historia es conocida y guarda tenebrosos puntos en común con la Argentina: hay miles de personas fusiladas en la Guerra Civil cuyos restos fueron a parar a fosas comunes. Toda España es un gran osario desde el momento en que no se sabe el lugar exacto donde están esas fosas. En algunos casos, hay restos en fosas comunas en cementerios, pero no se ha procedido a su identificación. Por si fuera poco, salen a la luz los casos de las madres solteras a las que les arrebataron sus hijos recién nacidos y les hicieron creer que habían muerto. El Estado español mira para otro lado y ni siquiera se entabla proceso, bajo el argumento de que ha sido amnistiado, contra un connotado torturador, Antonio González Pacheco, más conocido como Billy el Niño, que murió por coronavirus. Las víctimas viven en ciudades como Madrid, con calles y plazas que honran los nombres de Franco y los generales que lo acompañaron en su cruzada fanática de 1936.
Una anciana con la voz consumida, que apenas puede hablar, apenas quiere los restos de su madre, a la que se llevaron un día para fusilarla, después de haberla rapado y paseado por el pueblo como una presa de caza. Ella deja flores al costado de una ruta, en el lugar donde se estima que está la fosa común. Se dedica sin cesar a escribir cartas a las autoridades y siempre alude a la frase que una vez, de manera hiriente, le dijeron para no hacerse cargo de su pedido, que solamente le prestarían atención el día que las ranas criaran pelo. Pues bien, en cada carta, recalca que seguirá insistiendo hasta que las ranas críen pelo.
Otra señora mayor también busca los huesos de su padre. La Ley de Memoria Histórica ha financiado excavaciones, pero los años de Mariano Rajoy en el gobierno frenaron las inhumaciones. Rajoy, como José María Aznar, es del Partido Popular, el partido de la derecha española, fundado por Manuel Fraga Iribarne, ministro y jefe de la censura durante el franquismo. Es decir: no se trata de un partido consustanciado con el reclamo de los vencidos en la guerra civil, sino todo lo contrario. Coherencia no les falta. No se ve en la película, pero alguna vez Rajoy se ufanó de haberle sacado presupuesto a los grupos dedicados a la búsqueda de restos óseos. Lo hizo, dijo, para evitarse el trámite parlamentario que supondría debatir la derogación de la Memoria Histórica. En el documental directamente es negacionista y dice que no le consta que haya fosas comunes.
Como se sabe, el discípulo por excelencia de Franco fue Pinochet. Entonces, qué mejor para las víctimas que buscar a uno de los abogados de la querella que permitió el arresto del dictador chileno en Londres: Carlos Slepoy. Para entonces, en 2010, Slepoy ya estaba en silla de ruedas por un hecho de inseguridad, pero pujante como antes de aquel hecho para tratar de resarcir a las víctimas. El abogado argentino radicado en Madrid es quien motoriza la querella en la Argentina, que logró a través de la jueza María Servini de Cubría las citaciones y los pedidos de extradición de antiguos funcionarios del régimen. Slepoy murió en 2017, la película que lo tiene como uno de los protagonistas le está dedicada.
El silencio es el que posibilita la impunidad, el que permite que Billy el Niño viva como un ciudadano honorable hasta su muerte, el que obligó a las víctimas a callar las torturas sufridas (en una escena se reúnen querellantes y hablan de lo que le pasó a cada uno), a no buscar las fosas, a perpetuar a los vencedores de la guerra civil en los nombres de calles y lugares públicos, así como a tener monumentos como el Valle de los Caídos. Cuando se rompe, se puede tratar de hacer justicia. Ni más ni menos. A eso apunta esta película.