Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Marilyn Monroe. No fue una gran actriz, pero la luz que emanaba de su cuerpo la convierten en una de las inolvidables del cine.

Podría decirse que, con excepción de Una Eva y dos adanes –dirigida por el gran Billy Wilder- ninguna de las películas de Marilyn merece figurar entre lo mejor de la historia del cine. Ni la manera desatendida en que Howard Hawks –magistral en otras realizaciones- deja que el formato de comedia musical destruya esa divertidísima novela que es Los caballeros las prefieren rubias de Anita Loos, ni siquiera Los malditos, dirigida por el maestro John Huston. Tiene una breve participación en dos films memorables, cuando aún no era estrella: Cuando la ciudad duerme, también de Huston y en la muy divertida Tienda de locos, que tiene el raro mérito de ser la última de los Hermanos Marx todos juntos. Tampoco una actuación suya, como ha sucedido con Katherine Hephburn o con Marlon Brando, ha evitado el naufragio de alguna película. Y, sin embargo, pasa el tiempo y su estela no muere sino que parece gozar de un esplendor que nació en ella y se quedó para siempre.

Es un misterioso fascinante el de esta mujer que nació con el nombre de Norma Jean Baker y que eligió morirse en medio de un error químico del que no se pudo recuperar. La palabra mito suele empobrecer las aproximaciones a gente que nació de otra gente. Está bueno guardársela para hablar de dioses y galaxias. Seguramente hay razones que expliquen la perdurabilidad de Gardel, la persistencia de las figuras de Evita y del Che, y que hoy Marilyn, a años de su muerte, siga siendo un sex symbol, algo que suele ocurrirles únicamente a los vivos.

El príncipe y la corista, la única película que dirigió Laurence Olivier  -seguramente como consecuencia de lo desesperante de esa primera experiencia. Entre Marilyn y el gran actor inglés hay relaciones imposibles. Una de ellas, tal vez la principal, tiene que ver con las técnicas de actuación, que en este caso funcionan como diferencias entre mundos que sólo pueden acordar un rato en la pantalla antes de despedirse para siempre. Olivier, como buen shakesperiano, es respetuoso a rajatabla del texto. Está convencido de que en las palabras escritas reside la clave para encarnar a un personaje, que empieza a ser a partir de decir lo que dice. Marilyn, quien viajó acompañada por Paula, la segunda esposa de Lee Strassberg, es obligada a convertirse a la ideología del Actor’s Studio, el legendario “Método”. Hay que buscar dentro de uno para encontrar al personaje, que estaría hecho de nuestras vivencias, incluso las imaginarias.  Hay una anécdota que sintetiza esta oposición de escuelas. Durante una entrevista conjunta, Dustin Hoffman contó las múltiples investigaciones que realizó a la hora de encarnar al padre desorientado de Kramer vs. Kramer. Sir John Gielgud, un clásico inglés, se limitó a preguntarle: “¿Y no probó con actuar?”

Marilyn lucha por encontrar en su interior a esa corista advenediza e ingenua que no puede sino amar a ese príncipe que el destino le ha puesto entre las manos y sin estar preparada para eso. Y no puede sino ser ella, no encuentra el personaje porque su vida también está hecha de la materia de que se hacen las películas, celuloide y sueños. Lo que aparece cuando bucea en busca de sus personajes es simplemente instinto, en su estado menos elaborado al que ella combina con un afán incansable por agradar, por no ser rechazada, por encontrar refugio en los demás.

Sin embargo, cuando aparece en pantalla (como en la famosa escena del respiradero del subte en La comezón del séptimo año o jugando con los guantes al cantar Los diamantes son los mejores amigos de una chica, en Los caballeros las prefieren rubias) se queda con todo. Como si no hubiera nada alrededor salvo su entrañable presencia, inevitable y voraz. Muerta hace más de  cincuenta años, Marilyn nunca habita el mundo de la nostalgia, suscita deseos, monopoliza miradas siempre ávidas de ella y de nada más.

Tengo para mí, pero puede que alguien ya lo haya dicho antes (se ha escrito tanto sobre ella), que Marilyn es la representación más bella de la animalidad en un cuerpo de mujer. Su cuerpo es de una contundencia impecable, despide luz y desmiente las teorías más habituales en torno de la fotogenia. Este descubrimiento fotográfico –que luego se trasladaría al cine- sostiene que la belleza es el resultado de la cámara, de la posibilidad de hacer aparecer la luz entre las sombras. De allí que un rostro anguloso (propenso a los contrastes lumínicos) como el de Greta Garbo haya sido durante mucho tiempo la demostración más evidente de esa buscada fotogenia. Marilyn era pura redondez, incluso en el rostro. Todo carne contundente, como si careciera de osamenta, como sostenida en el aire

La dicha que hemos heredado de Marilyn es la de incomprensión, la de saberla siempre deseable y siempre lejana, la de ver su cuerpo envuelto en una luz que no viene de ninguna parte, la de querer saber todo de ella para poder ignorarlo todo de la mejor manera.