Hay quien no pasa por un libro sin dejar una marca, una anotación. Y otros para quienes esa actitud es una especie de intromisión en la lectura de los demás. La cosa viene de lejos y ya los monjes medievales llenaban los bordes de los libros que copiaban con comentarios, sensaciones personales y hasta quejas.

 

Todos hacemos lo mismo cuando estamos tomando notas en un libro, para luego -al releerlo- seguir las pistas…”

Ricardo Piglia, “El camino de Ida”.

 

Hace casi dos décadas, estuve becado por Fundación Antorchas, para un curso de formación en Narrativa. Los profesores: Marcos Mayer y Leopoldo Brizuela. Como dice el tango, “yo tan solo veinte años tenía”. De mi primer encuentro con Mayer, hubo algo que me impresionó poderosamente. Hablaba de Borges, con su ejemplar de las Obras completas en la mano, el mamotreto verde que Emecé publicó en 1974 y del cual existen apenas tres mil ejemplares en el universo. Yo estaba más o menos cerca suyo, al levantar la vista, observé aterrado que el libro estaba lleno de marcas, subrayados, anotaciones al margen: una herejía para mis ojos borgeólatras de aquel entonces. Se lo señalé, indignado. Su respuesta me dejó mudo: “No es la Biblia”, replicó sonriendo.

Ese instante iconoclasta conmovió los cimientos de lo que yo había configurado como mi propia cosmogonía literaria, con sus principios, leyes y lógicas irreductibles. Cabe destacar que, en aquellos días, para mí un cuento era una maquinaria perfecta en la cual todas las piezas cumplían un papel preciso y eficaz, un poema reflejaba fielmente el estado de mi alma y descreía con ferocidad de la re-escritura y de la correción, porque eran acciones que perturbaban la obra de la musa inspiradora. Leopoldo Brizuela también tuvo mucho que ver con la demolición de mis primeras idolatrías: con el solo auxilio de un pizarrón y sus extraordinarias lecturas, definía y desarrollaba ante nuestros ojos asombrados los conceptos de punto de vista, elección lexical, colocación del hablante. Impecable e implacable era Leopoldo: hacha y tiza.

De aquella beca recuerdo los felices descubrimientos de John Irving y John Berger, de  Flannery O’Connor e Ivy Compton-Burnett (ofrendas de Brizuela), el conocimiento de las primeras herramientas duras del oficio de escribir y un asado a orillas del Río Negro donde nos diluvió y doce individuos tuvimos que guarecernos bajo una exigua mesa de plástico.

Tímidamente, comencé a permitirme subrayar (con lápiz negro) aquellos pasajes que consideraba interesantes, dignos de recordar, en mis libros particulares. Luego, comencé a consignar fugaces notas en los márgenes. Hoy, hago todo eso desaforadamente, tanto así que hay quien prefiere no pedirme prestados libros o apuntes, ya que (aducen) mis marcas les condicionan la lectura.

Cada tanto, el debate (¿es lícito ya darle condición de debate?) recrudece y velozmente se forman los bandos, inflexibles: el de quienes enarbolan la figura de libro como objeto sagrado y tachan de irrespetuosos y hasta sacrílegos a quienes osan meterle mano (y tinta) a un libro; en la vereda de enfrente, el de quienes reclaman el derecho universal de intervenir esos libros. A estas alturas, es más que evidente que pertenezco a este segundo conjunto. Paso a historiar brevemente algunas de mis razones.

Al poeta inglés Samuel Taylor Coleridge se le atribuye la autoría del concepto de “marginalia” (latinismo, plural de “marginale”) en relación directa a aquellas notas que se efectúan en los márgenes de los libros. Tanto así que es fama que sus amigos y conocidos le pedían que les marcara sus libros previamente a sus lecturas, a los fines de que esa lectura estuviera dirigida por la perspectiva del propio Coleridge.

Sin embargo, cabe mencionar como antecedente directo las intervenciones de los copistas de la Edad Media. Estos monjes, enclaustrados en fríos monasterios medievales, sometidos a la ardua y tediosa tarea de copiar textos, solían dejar en los márgenes de esos libros anotaciones totalmente contingentes al contenido del texto. Antes bien, se trataba de notas personales. Michel Camille, en Image on the edge: the margins of medieval art, ha recopilado numerosas frases y dibujos que aparecen en los márgenes de esos manuscritos: “Tengo mucho frío”, “Nuevo pergamino, mala tinta, no digo más”, “Escribir es un trabajo penoso. Te encorva la espalda, te oscurece la vista, te retuerce el estómago y los costados”, “Oh, mi mano”. Y esta otra, extraordinaria: “San Patricio, líbrame de escribir”.

Este registro testimonia irrevocablemente que las notas marginales son tan antiguas como las composiciones de textos. Aún más: en su obra Marginalia: Readers writing in books, la profesora Heather Jackson señala que hasta mediados del siglo XIX una costumbre habitual consistía en marcar los libros (a lo Coleridge) antes de regalarlos. Aduce Jackson que las bibliotecas públicas fueron las principales responsables del discurso dominante de no subrayar ni efectuar ninguna clase de marcas en los libros, discurso que hoy persiste y que reserva para los herejes castigos ejemplares.

Personalmente, creo con fervor que desacralizar el libro es la tarea. El libro y lo que en cierta forma representa icónicamente, ese concepto abstracto (por no decir vago) de lo que significa “cultura” para algunos sujetos y estratos. Dice Luis Gregorich en Cómo leer un libro: “La valoración fetichista del libro, común a muchas culturas, es a menudo una herramienta de opresión que limita su uso a ínfimas minorías y lo convierte en vehículo de un saber ‘secreto’ que no debe trascender a la masa popular”. Y agrega Gregorich, dando una definición magistral: “El libro no es sino cierta intersección afortunada de texto y lectura”.

Por eso, subrayo mis libros. Hago anotaciones al margen, doblo la hoja señalando la página en la cual interrumpo la lectura. Leer interviniendo el texto es para mí una experiencia más viva, más profunda y más personal con el libro. Así, adquiere literalidad absoluta aquel axioma según el cual “la obra la completa el lector”. Aquellos libros sin marcas, vírgenes de toda marginalia, son libros que no he leído o que poco y nada han interpelado a mi sensibilidad. Para mí, leer es re-escribir: mis libros más queridos parecen palimpsestos, en los cuales habría que raspar todas mis marcas, todas mis notas para llegar a la obra original.

Uno de esos libros es, por supuesto, mi ejemplar personal de las Obras completas de Borges. Otro, los “Cuentos completos” de Flannery O’Connor.  Así, completando el ciclo iniciado en aquellas clases y conversaciones con Marcos y Leopoldo a principios de siglo, conseguí esos libros, los leí, los releí y los subrayé fervorosamente, amorosamente.

Subrayemos entonces, anotemos a diestra y siniestra, marquemos sin culpa las Ilíadas, las Ficciones, los Quijotes, los Ulises y las Teogonías, esas Biblias nuestras. Es nuestro derecho (nuestro deber) adquirido como lectores amantes y comprometidos.

Los versos inmortales, las novelas eternas, las obras maestras son suyas, de los autores de esos textos. El subrayado es nuestro.

 

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