Las elecciones en Brasil muestran una fuerte presencia de iglesias, sobre todo las evangélicas. De alguna manera, la gente le pide a la política que funcione como una religión  en la que no haya lugar para las diferencias.

Qué tienen en común el voto a Bolsonaro, la participación en una celebración sagrada, un pueblo en armas derrocando a un gobierno impopular, el duelo de los norteamericanos luego del ataque a las Torres Gemelas, una fiesta electrónica, el consumo de hongos alucinógenos, las masas en las calles de París en 1944 festejando la liberación y meditar en silencio? Son distintas formas de transcender el ego, de fundirse en el grupo y de participar de lo sagrado.

Émile Durkheim destacó que todas las acciones humanas que tienden a unir a las personas, a cohesionarlas en un grupo, son formas de lo sagrado y, se las admita o no, acciones religiosas (recordando, además, que la idea de “religión” viene de re-ligar o reunir a los hombres en una comunidad que los contenga). Por lo tanto, no es posible la política sin la religión. Sin embargo, desde hace al menos medio siglo las principales fuerzas culturales de Occidente estuvieron centradas en separar lo religioso de lo político, tratando de convertir a la política en una mera máquina de gestionar lo público.

Ahora ese proyecto parece haberse agotado. Las mayorías, en todas partes, quieren que la política las re-ligue, que les dé sentido de pertenencia a un grupo, que les ofrezca la sensación embriagadora de estar juntos en un proyecto que supera al individuo. Quizá no sea esta la causa principal de por qué millones de brasileños votaron a Bolsonaro, pero seguramente tuvo un peso importante.

Las elecciones hoy se ganan enamorando al electorado (ofreciéndole un sentido que esté más allá de lo práctico) y haciéndolo sentir parte de una causa que siempre se centra en lo negativo: tratar de destruir a los malvados, que son los que están en el bando de enfrente. No se vota a favor de algo o alguien, sino en contra de “los otros”.

En El origen del hombre, Charles Darwin dedicó una importante reflexión a la evolución de la moralidad. Anotó que nuestras virtudes morales tienen muy poco valor para los individuos de la especie humana, pero son muy útiles para el buen funcionamiento de los grupos de humanos. Allí pone el ejemplo de dos tribus humanas primitivas que entran en contacto y compiten violentamente.

“Si una de las tribus incluyera un gran número de miembros valientes, comprensivos y leales que siempre estuvieran listos a ayudarse y defenderse entre ellos, esta tribu triunfaría y conquistaría, sin dudas, a la otra”.

Hay un ejemplo histórico, muy bien documentado, de un grupo de combatientes que estaban unidos entre ellos al extremo y que demuestra que, como en todo lo demás, en esto Darwin también tenía razón: fue el batallón de guerreros-amantes de Tebas, en la Grecia clásica. Eran 150 parejas de hombres que se amaban y que estaban juntos desde la primera adolescencia. Se entrenaban juntos, vivían juntos, comían y morían juntos. Eran apenas 300 hombres pero todos los ejércitos de la Antigüedad los respetaban hasta el punto de negarse a combatir contra ellos (aunque tuvieran 20 veces más soldados) porque era casi imposible vencerlos y, aun venciéndolos, el costo en vidas que debían sufrir era enorme.

La religión (y la política como re-ligión) son formas de acceder a la trascendencia de lo individual. De fundirse en comunidades (la tribu, la nación, los judíos, los budistas, los de la fiesta electrónica, los que meditan para superar el ego, los compañeros de armas, los que odian a todos los que no apoyan su “buena causa”). El psicólogo moral Jonathan Haidt sostiene que gran parte de esta vuelta de lo religioso a la vida pública está relacionada con la aparición de un fuerte sentimiento apocalíptico. Aun en ámbitos aparentemente laicos y muy racionales (como los campus universitarios) la búsqueda de sentido trascendente parte de la sensación de tener que enfrentar a un enemigo demoníaco.

Haidt comenzó a interesarse por el sesgo apocalíptico de la nueva política cuando vio que sus alumnos caían en todos los sesgos cognitivos que él había combatido durante sus años de estudiante. Consultó con colegas sobre este fenómeno y comprobó que es algo universal. Hoy, en los campus norteamericanos, la intolerancia ante los que no se someten a las “ideas correctas” es absoluta. No se ve a los que piensan distinto como personas con ideas diferentes sino como seres malvados que batallan contra una “buena causa”.

La posmodernidad laica ya no existe más: hemos vuelto a un escenario parecido al que vivió el mundo occidental durante las guerras de religión. Estamos cada vez más separados en bandos que sostienen verdades absolutas e irrenunciables (aunque se pueden dar alianzas impensadas sobre un tema, reuniendo en una lucha parcial a dos bandos se detestan por sus diferencias estratégicas sobre otras cuestiones). Aunque parezca absurdo, ese odio colma de sentido moral la vida de cientos de millones de personas. Les da, a su vez, sentido de pertenencia: ya no están solas, ahora forman parte del grupo de la gente buena.

Es una época que ha encontrado en el odio al otro la causa por la que vale la pena vivir.

La posmodernidad laica ya no existe más: hay un escenario parecido al del mundo occidental durante las guerras de religión. Separados en bandos que sostienen verdades absolutas e irrenunciables.

 

Fuente: www.rionegro.com.ar