Roberto Fontanarrosa es en la galaxia del humor argentino un planeta en sí mismo. No sólo por sus  personajes más celebres- como Inodoro Pereyra y Boogie el aceitoso-  sino por su literatura que sólo hace poco tiempo es objeto de atención. Allí se revela una aguda percepción del mundo masculino, además de un lúcido y certero  registro del habla cotidiana y del lenguaje de los medios.

El lugar de preeminencia que aún hoy ocupa Fontanarrosa en la literatura humorística argentina no se debe a la crítica, sino a sus lectores. No hablo con esto de la crítica académica, que en general lo ignoró, casi hasta nuestros días: hoy hay en curso una tesis de Doctorado en Letras en la UBA sobre su obra, cuyo autor es Cristian Palacios y lo hace con financiamiento del CONICET, con lo que apenas recientemente ambas instituciones han decidido que eso es literatura y que vale la pena estudiarla. Hablo de las lecturas periodísticas: de las infinitas celebraciones de un presunto Fontanarrosa costumbrista, enorme humorista y que, gracias justamente al olvido de la crítica “culta”, podía ser celebrado hasta el santoral por la crítica “inculta” pero popular, a la que podríamos llamar neopospopulista. Es decir, la que entiende “lo que le gusta a la gente”, que es lo que les gusta a ellos mismos aunque la entiendan bastante poco. Un ejemplo reciente lo da Jorge Fernández Díaz, secretario de redacción de La Nación y escritor, que afirma en uno de los consabidos textos celebratorios que el personaje de Inodoro Pereyra “comenzó como una sátira de las voces camperas del Martín Fierro”; si se hubiera molestado en leer esas historietas, habría comprobado que no hay tal sátira, sino una brillante parodia del folklore nuevocancionerista y festivalero de comienzos de los años setenta (antes que el Martín Fierro están Castilla y Leguizamón: ¿o de dónde piensa Fernández que viene el nombre de la mujer de Inodoro, Eulogia, sino de “La Pomeña”?).

Un equívoco semejante ocurre con su literatura futbolera, y se lo debemos íntegramente a sus editores: aunque los cuentos con tema futbolístico de Fontanarrosa estaban sabiamente distribuidos a lo largo de sus libros –y eran nunca más de tres o cuatro entre alrededor de veinticinco–, en el año 2000 la editorial De la Flor cedió a la tentación futbolizada, como ya había ocurrido con Soriano, y compiló en Puro fútbol un volumen con esos veintidós cuentos con fútbol. Un volumen, nuevamente, fatalmente incompleto: porque Fontanarrosa siguió publicando libros de cuentos, con sus consabidos dos a cuatro cuentos futboleros en cada uno. Pero,  además de oportunista, la reunión de sus cuentos futboleros los saca de contexto: en el conjunto de su obra, el fútbol ocupa un lugar determinado que sólo puede verse exactamente ahí, en el contexto real de toda su obra y todos sus cuentos, expulsado por una edición meramente temática. Fontanarrosa se transforma así en un futbolero apasionado –que lo era– que respira, bebe y come fútbol –que lo era–, en un celebrador infinito de una sabiduría masculina popular y costumbrista: cosa que, decididamente, no era.

Sasturain fue el primero en leer la densidad de Fontanarrosa, en reconocer que ahí había un escritor que no podía limitarse a la sátira o a la imitación celebratoria:

 

Distancias y contigüidades: la caricatura y la imitación (destrezas visuales, tics y gestuario, hondura y trivialidades de Sábat a Sapag, de Mario Sánchez a Nine) son maneras afines, contiguas pero conceptualmente antagónicas a la parodia. Son formas de remedo personal, estáticas, puntuales y autoritarias como toda imagen. La parodia, en cambio, no comparte rasgos, con el modelo sino códigos. La parodia alude y evoca; la caricatura subraya, simplifica (en “Fontanarrosa: cuatro notas al pie”, en El domicilio de la aventura).

 

La obra de Fontanarrosa, señalaba Sasturain en un lejano 1987, se construía sobre la parodia: incluso su segunda novela, El área 18 (de 1982), era una parodia de una novela de espionaje internacional en la que un imaginario país africano, Congodia, alcanzaba su independencia, su salida al mar, sus campos petrolíferos y otras ventajas geopolíticas en partidos internacionales de fútbol. Así, Congodia no tenía ejército: solo mantenía su seleccionado nacional (que enfrentaba a un combinado organizado por la CIA para disputar una concesión de la Coca-Cola). La novela se organiza en torno de un enunciado imposible, el fútbol es la patria, propuesto como hipérbole: el fútbol, en este caso, inventa la patria. Entonces, la Congodia de Fontanarrosa también implicaba una parodia brillante del nacionalismo deportivo –y fue escrita entre el Mundial de 1978 y el de 1982. En el guiño de Fontanarrosa hay una mirada cómplice a la vez que crítica: detrás de Congodia no está África, sino más ampliamente toda la reverberancia nacionalista del fútbol de la periferia. Incluso en la Argentina.

Eso permite dos movimientos. Uno, que describe Sasturain, consiste en el fin de la épica y la guerra, desplazadas por la aventura y el juego:

Sabiamente, el relato ha ido retrocediendo en aparentes pretensiones, grandes temas, causas éticas. Ya no se narra la guerra –ni siquiera la pesca o los toros de Hemingway…– sino un tiro penal, una tribuna enardecida, la lesión en el menisco… (…) La descomunal metáfora de Área 18 (…) no hace sino desarrollar hasta sus últimas consecuencias un juego de sustituciones y valores en el que están comprometidos la violencia y el riesgo, la lucha y la voluntad de ser: la guerra, su sucedáneo en la aventura, su destilación en la competencia deportiva. La novela no hace sino –por el absurdo– llevar la cuestión a los orígenes: volver del deporte a la guerra, pasando por la aventura (ídem: página 164).

El otro está contenido en lo que reivindicábamos antes, la condición paródica: es decir, de distancia y crítica, aún al tratarse de la propia cultura. Fontanarrosa trabaja sobre el lenguaje, incluido el propio: “Palabra que evoca otras palabras –continúa Sasturain–, lenguaje apoyado en el lenguaje. En los textos, en las narraciones de Fontanarrosa (que incluyen la historieta) el lenguaje es la materia, el objeto y el primer tema”. Entonces, el fútbol es un modo de desmenuzar ácidamente los lugares comunes de la cultura masculina argentina, en la que el fútbol, justamente, ocupa un lugar clave; porque siempre se trata del lenguaje sobre fútbol y no, precisa y fácticamente, del fútbol. Cuando Fontanarrosa habla de fútbol, cuando su material es el deporte real y concreto ­–es decir: alguna existencia por fuera del relato sobre fútbol, que es otra cosa–, prefiere el periodismo o la crónica: es el caso de No te vayas campeón, su libro real sobre el fútbol real. El resto es parodia de un lenguaje y por ende de una cultura masculina, exacerbada, aguantadora y, justamente, puramente lingüística: en la literatura de Fontanarrosa los hombres hablan, de jugar al fútbol o de tener sexo, pero ni juegan al fútbol ni tienen sexo. Sólo hablan.

Una de los mejores ejemplos es “Escenas de la vida deportiva”, una obra maestra del oído sobre la lengua coloquial masculina. Un grupo de hombres se prepara para disputar un partido de fútbol, un “desafío”. En medio de esos preparativos, contemplan a otro conjunto de jóvenes que están ocupando el campo de juego: “una multitud de morochos [que] corría detrás de una pelota marrón y deformada”, que son vistos despectivamente: “Mirá la caripela de los negros. Como para decirles algo está…”. (…) “¡Ni casa tienen estos negros! (…) Si vinieron todos en un camión.” Pero son los que juegan: aunque no se visten adecuadamente –el primer grupo discute largamente por dónde deben pasarse los cordones de los botines–, sino que juegan “con pantalones largos arremangados y descalzos”. Pero juegan: “Jugaban y gritaban. Se reían”. Finalmente, los “morochos” abandonan la cancha y les ceden el espacio. Pero mientras, los primeros hablan: y no pueden parar de hablar.

Y en esa conversación hablan sobre la pelota (que alguien “dijo” que traía) hasta que aparece, y entonces deben discutir si está inflada suficientemente: y luego tratar de inflarla y finalmente, como corresponde, pincharla. El partido nunca comenzará.

Fontanarrosa nos permite leer en esta escena, entre otras posibilidades, las dos articulaciones simultáneas y contradictorias del fútbol: su realización como juego, como territorio de alegría, por un lado; pero también su agotamiento ritualizado, su alienación como juego de palabras, su consecuente tristeza y vacuidad. En este último sentido, los frustrados jugadores nos dicen al despedirse: “-Miguel- llamó el Ruso, ya cambiado, en su habitual tono calmo y medido-. Andate un poco a la concha de tu madre.”

 

Por eso, los que siempre me parecieron los tres mejores cuentos “con fútbol” de Fontanarrosa son conversaciones. Uno es “Escenas…”, el que acabamos de reseñar; el segundo, que no es una conversación sino un monólogo donde el interlocutor está aludido en el texto, es “19 de diciembre de 1971”, otra joya del registro coloquial, en el que se ha tendido a leer una celebración del campeonato de Rosario Central sin comprender, en primer lugar, que la desmesura solo puede funcionar críticamente; pero tampoco, en segundo lugar, el carácter de reescritura borgiana que tiene el cuento. Cuando el relator cierra el cuento diciendo “si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano” –único justificativo posible para el crimen: la muerte feliz del viejo Casale tras el triunfo contra “Ñuls” –, el eco es obvio y sin embargo no ha sido señalado: es una paráfrasis de “El Sur”, de Jorge Luis Borges, donde el protagonista sale de la pulpería a luchar con cuchillo contra el hombre que, sin atisbo de duda, lo va a matar; mientras piensa que esa es la muerte que hubiera elegido, de haber podido.

(Porque, nuevamente, la celebración neopospopulista no atina a leer que los materiales con los que Fontanarrosa trabaja sus parodias son, como todo trabajo inteligente en la literatura, mucho más variados que los de la cultura de masas –es decir, los materiales que el crítico neopospopulista puede reconocer. Fontanarrosa usa el best seller, la poesía de Tejada Gómez y el relato radiofónico, pero también se vale de  Borges, Melville o Jack London).

Y el tercero es “El 8 era Moacyr”, una serie de conversaciones entre los sempiternos habitantes del bar “El Cairo” que deciden que un contertulio ocasional, el “Sobrecojines”, es homosexual: “puto del año cero”. El fulano se viste bien, tiene un vocabulario elegante; bebe whisky; habla de autos y hasta de polo. Inevitablemente, de acuerdo a la codificación hipermasculinizada que organiza las conversaciones, es puto. Hasta que unos días más tarde, “Sobrecojines” irrumpe en una conversación futbolera, en la que faltan datos cruciales: nombres de jugadores de los años sesenta. “Sobrecojines” los conoce, los repone, los ilustra, y hasta pronuncia la frase definitiva del saber masculino futbolero: esa tarde, de ese partido, “yo estaba detrás del arco”. Estaba ahí. Pocos días después, “Sobrecojines” es nuevamente invocado por los contertulios: “¿Quién es Sobrecojines?” (…) “Rodolfo. Rodolfo creo que se llama” (…) “Buen tipo, ese. (…) Buen tipo”. Para ver en esto mero costumbrismo celebratorio hay que practicar una ceguera deslumbrante: Fontanarrosa exhibe el modo de construcción homoerótico de la legitimidad masculina, basada en el saber futbolístico, al que señala críticamente mediante ese uso agudo de la parodia.

Lo mismo ocurre, aunque el fútbol no sea el centro de la atención, en otro de sus mejores cuentos, nuevamente un diálogo: “El mundo ha vivido equivocado” –largamente reconvertido en puestas en escena teatrales a lo largo y lo ancho de la Argentina, lo que habla simultáneamente de su éxito y de la condición teatral de la conversación: aunque, en las versiones que he visto, se pierde el dato de que lo central es el lenguaje, porque no hay ninguna progresión dramática. (En una de ellas, recuerdo que en el momento de clímax –cuando el personaje relata una escena de sexo imaginaria–, los actores que recreaban la situación se abrazaban gritando “¡gol!”: es decir, otro ejemplo más de lecturas desviadas y monotemáticas). El cuento pone en escena una conversación de bar, morosa y descansada, donde uno de los interlocutores cuenta lo que sería para él un día perfecto: en una playa caribeña, en un hotel de lujo, donde la lenta seducción de una pasajera extranjera –descuidada o abandonada por su pareja– llega a su culminación sexual, luego de un largo día de conversación y juego. Pero el humor trabaja sobre dos niveles simultáneos: por un lado, nuevamente, el lenguaje, una puesta en escena del coloquialismo de las clases medias urbanas, basado en la rapidez, el doble sentido (sin groserías genitales), la réplica –el interlocutor del relato del protagonista imaginario juega activamente  subrayando o derivando. Por el otro, en el hecho de que, como señalamos, se trata de pura imaginación y de puro lenguaje: el sexo es relato, para colmo imaginario, del sexo inexistente. Por eso, el pliegue que organiza el cuento –el título del cuento– es una banalidad, que se vuelve verdad filosófica solo en el contexto del lenguaje: el mundo ha vivido equivocado, porque nunca hay que comer antes del sexo, sino después.

—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Ahora viene lo interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa… eh… Pipo. Te digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las películas el tipo, para atracarse la mina, primero la invita a cenar. La lleva a morfar, a un lugar muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan como leones, pavo, pato, ciervo, le dan groso al champán mientras el tipo se la parla para encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso… ¡me agarra un apoliyo! Un apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor de balero. Eructo.

—Y eso no colabora.

—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamente con la punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre ir a encamarse después de haber morfado como un beduino? Es como terminar de comer e ir a darte quince vueltas corriendo alrededor del Parque Urquiza. Hay que estar loco.

Y en eso consiste la sabiduría masculina: en sacar conclusiones irrelevantes de hechos puramente imaginarios. Una conclusión muy poco celebratoria, implacablemente crítica, desternillante por desoladora, por todo eso tan fontanarrosiana.

Es difícil encontrar en su obra otro recurso tan dominante como la parodia. Lo que varía notablemente son los materiales parodiados: la conversación masculina o la cultura futbolística, los géneros más diversos de la cultura de masas, hasta los clásicos literarios (Los clásicos según Fontanarrosa, cada uno más divertido e irreverente que el otro). Sus dos personajes de historieta más famosos (Boogie e Inodoro) podían incursionar en otras críticas, pero no escamotear su condición original de parodias de género (el policial, el gauchismo y el nuevo cancionero). A veces, el recurso se volvía excesivo: sus mejores cuentos no están en sus últimas colecciones. Pero lo que organizaba el humor de Fontanarrosa, a veces con picos altísimos, era la crítica: el mejor organizador para un humor a la vez cuestionador y regenerador. Como decía Eduardo Romano hace más de veinte años, se conjugan allí “la confianza de los formalistas rusos en el poder depurador de la parodia y la concepción bajtiniana de la risa y el espíritu burlón como uno de los instrumentos ofensivos/defensivos y transgresores a que apelaron desde siempre los sectores más humildes”. No se trata aquí de “sectores humildes” sino de clases medias letradas: pero el humor de Fontanarrosa se encuentra bien definido en esa encrucijada.

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