¿Esto es cine? No. ¿Por qué es tan bello, relaja e hipnotiza tanto? Son videos que en principio se proponían difundir las comidas de una región del Cáucaso pero que te dejan pasmado. Con solo una pareja de campesinos moviéndose entre verdes y silencio y mil artefactos de hierro y barro para comerte mejor.
Una toma hermosa entre muchas. Cielo nublado en las montañas del Cáucaso. Silencio. La cámara tira una línea hacia el horizonte en la que se suceden en un mismo encuadre tres imágenes. Un hacha clavada en un tocón. Detrás, las llamas de un fuego de leños que arde en un artilugio de hierro. Mucho más allá, apenas por encima de las llamas, empequeñecida, una pareja de campesinos seguida de un cachorro, alejándose. Alrededor, verde que te quiero verde, verde húmedo y brillante. Un ignoto joven azerí, es decir nacido en Azerbaiyán, es responsable de esa y muchas otras bellezas. Se supone que los videos cuentan y difunden cómo es y cómo se cocina la comida azerí y la lesguina (aclararemos el punto, la palabra, al final). Pero estos videos no tratan solo sobre la cocina entendida como una de las bellas artes. Son videos de YouTube –habitualmente tontitos- convertidos en una de las bellas artes. El campo en que trabajan los campesinos se hace paraíso.
La historia de estos videos–no vamos a usar la expresión “hacen furor” entre otras razones porque lo que provocan es serenidad- es breve, sencilla y se repite en la escasísima información hallable en Internet. Hay por un lado una pareja de granjeros o campesinos de unos 50 años viviendo al norte de Azerbaiyán, cerca de las fronteras de Georgia, de la república de Daguestán perteneciente a la Federación Rusa y de la Turquía más oriental. Hay por el otro su hijo, que trabajaba de chef en la capital del país, Bakú, histórica ciudad petrolera. Vino la pandemia, el chef se quedó sin trabajo, volvió al terruño y comenzó a filmar videos para difundir la cocina de la región y otras cocinas también. Los videos se hicieron relativamente célebres. El canal se llama Country Life Vlog. Tiene más de un millón setecientos mil suscriptores.
La familia se apellida Ramikhanov, agarrame Dostoievski. La madre es Aziza, la piel de la cara algo curtida. No aparece vestida con ropas folklóricas o “pintorescas” sino de ama de casa de campo: ropas baratas, de trabajo, zapatos medio como botas para andar por la tierra, entre sembradíos, pañuelo en la cabeza, delantal sempiterno esté cocinando o no, pantalones envueltos en polleras enormes, sacos gruesos de lana superpuestos para el frío. El hijo se llama Amiraslan. El padre, vaya a saber: rasgos turcos o de las etnias que sean que se hayan cruzado a lo largo de siglos. Hombre más bien menudo, bigotitos, gorro con visera, yendo y viniendo a todas partes, meta laburar, cara de nada.
La aldea más cercana se llama Gil, cerca de un pueblo llamado Gusar. Es una zona submontañosa del Gran Cáucaso, a más de 600 metros sobre el nivel del mar, que parece muy húmeda. En los videos el cielo está casi siempre nublado, a veces con neblina. Con sol o sin sol el paisaje, las colinas, los bosques húmedos, los corrales, las montañas lejanas, las manchas de nieve o escarcha, las capas de hojas caídas y mojadas, todo es bellísimo. El pueblo de Gusar tiene cerca de 17.000 habitantes. De modo que alguien hizo la cuenta: desde que Aziza, su marido y más su hijo comenzaron a difundir los videos la familia Ramikhanov sumó en las redes sociales 160 veces más seguidores que el número de vecinos de su pueblo más cercano. Antes de eso, Aziza ya era cocinera profesional, proveedora de las bodas en las aldeas o pueblos cercanos. A Aziza hay que llamarla Aziza Ramijanova.
Labrar la tierra, cultura de masas
Esta nota escrita por gusto y con la santa intención de incitar a los lectores a que vean los videos, los disfruten, se relajen y olviden por un rato las pálidas del país y del mundo, no se propone hablar de gastronomía, aunque inevitablemente algo habrá. Es para hablar de belleza pura, de naturaleza, de vivir en la naturaleza y de paz. Ese es al menos el efecto que produce contemplar –el verbo usado a posta- cada filmación, con cantidad de misterios irresolubles desde Buenos Aires. Primer misterio: ¿son “campesinos primitivos” Aziza y su señor marido? ¿Qué demonios conoce uno de Azerbaiyán para saberlo? Por cómo se visten, sí, son campesinos. Por las labores que hacen (hacha, azada, pala, siembra y cosecha), lo mismo. Por la cantidad infinita de parrillas que usan con todo tipo de artefactos de hierro –enormes sartenes apoyadas en trípodes, baldes, tachos, barriles, agujeros en la tierra, más baldes, palanganas enormes haciendo de tapas, hornos de ladrillos, hornos de barro- también son campesinos. Porque se la pasan hachando leña y cocinando a leña, lo mismo. Al punto que uno teme por la sostenibilidad de los lindos bosques que los rodean, según sea el rumbo que tracen ellos en largas caminatas, o la cámara.
Siempre todo en silencio, ellos apenas hablan.
Por el modo de amasar de Aziza, enormísimas bolas de masa, son campesinos. Por los utensilios de cocina, de hierro o de barro, también bellísimos. Aziza corta todo con una suerte de híbrido entre cuchilla, hachuela y pieza de arado. Es una pequeña bestia de hoja alta y curva con un mango, un borde afilado abajo y un serrucho arriba. Aziza tiene una velocidad asombrosa y una precisión ídem ya sea para cortar cebollas o trozar un cordero. Esa pieza de hierro es como lo que decían las viejas publicidades de Kenwood o Atma: corta, rebana, pica. Aziza no usa un molinete de hierro para picar diez kilos de cordero, usa el hacha, la cosa esa. Lo mismo cuando corta porciones de masa. Cancherísima, la curva del instrumento le permite levantar las cebollas o el morrón picado o los hongos que recoge de la tierra con un único movimiento de lo más capo.
El otro instrumento repetido, la sartén inmensa, se parece un poco a nuestro disco de arado, con un diámetro superior, o a una paellera. Se llama saj. Una plancha circular de hierro lo suficientemente combada como para hacer aceite poniendo sobre el fuego cachos de grasa pura de cordero, tostar panes delgados enrollables y rellenables con lo que venga, cocinar montañas de vegetales. Lo usaban las gentes de Azerbaiyán en sus tiempos nómades, no tan lejanos. Ponés un saj, uno arriba del otro a modo de campana y te hacés un horno del carajo.
Volviendo a los videos: ejercen un efecto hipnótico sin que se diga una sola palabra, una puta palabra. Se supone que a menudo al mejor cine se le pide eso: no me lo digas con palabras, decímelo con imágenes. Efecto hipnótico y para los curiosos surgen las preguntas, los misterios. ¿Son campesinos pobres Aziza y su marido? No. A medida que uno va viendo más y más videos, contra el primitivismo presunto en los modos de cocinar y las ropas gastadas, aparecen pistas. Primero una vaquita que parecía la única, proveedora de leche para el queso o el yogur (yogur espesísimo al que en alguna oportunidad le meten pepino rallado o ajo). Pero no, son más vaquitas y se llevan bien con los perros que las chucean y permanecen blandas mirando con gran interés cómo cocina Aziza. O quietas, mansas, sentadas en el pasto, con gallinas que se suben a sus lomos y les picotean bichos, sin que las vacas se quejen.
Vacas, más vacas, luego un inmenso corral de ovejas color té con leche. Ya ahí tenemos un capital. Y luego huertas chicas o grandes, plantación de papas, fumigación de zapallares, un tractor viejo pero tractor al fin. Y más y más campos, de la familia o no, pequeñas quebradas en donde buscan leña. Macizos de flores plantadas por ellos con cuyos pétalos (u hojas de menta) hacen su té en un samovar, o lo hacen recogiendo con una paciencia que un ser urbano jamás tendría, unas violetas minúsculas que arrancan del pasto, mezcladas con té negro, todo preparándose en una tetera de vidrio puesta sobre el samovar.
Demasiada extensión de los sembradíos e invernaderos como para hablar de campesinos pobres. Plantan y cosechan tomates gigantescos, pimientos, berenjenas, cebollas, perejil, repollos. Y cuando al fin se ve la casa en que viven, es una casa grande, cómoda e incluso coqueta, aunque solo se ve el exterior. ¿Tienen gas? ¿Les llega la electricidad? Ellos se la pasan cocinando a leña.
No se rompe la magia de los videos porque los campesinos no sean desheredados de la tierra. Ni por el hecho de que para mayor encanto en los videos hayan construido una casa tipo hobbit con puerta redonda (matándose las espaldas a la hora de cubrirla con más y más macizos de flores, macetas colgando, ristras de rosas blancas).
Norte o noroeste de Azerbaiyán, montañas del Cáucaso. Son campesinos a los que les llegaron noticias evidentes de El Señor de los Anillos. El estado de pureza no se jode porque hasta ahí haya llegado la cultura de masas.
Todos los fuegos, el fuego
Todo se cocina al aire libre, en mil sitios distintos, con mil fuegos distintos, bajo cobertizos rústicos o sobre manchas de escarcha, o al lado de la nieve.
El sonido tiene un papel central en los videos. El muchacho que fue chef parece tener un talento natural, filmando con dos cámaras (¿habrá estudiado cine?). Más adelante dándose el lujo del uso de drones que muestran unas panorámicas montañosas extraordinarias. Tal parece que en los videos se usa también la tecnología ASMR (Autonomous Sensory Meridian Response) que genera una sensación de placer y relajación. Se usa desde hace un tiempo en YouTube, Instagram, Tik Tok. Pero no puede ser solo la tecnología la que provoca el efecto hipnótico. Es el silencio y los sonidos que se eligen. A menudo (siempre) el fuego arde, pero no se escucha su crepitar. O no se escuchan pájaros que es imposible que no estén ahí y otras veces sí se oyen. O sucede, aunque la pareja campesina esté a metros de la cámara, las pocas veces que habla, que la charla suena a susurro, casi a secreto. Sí se escucha casi siempre el golpe del hacha, las cebollas crujiendo bajo el golpe de la cuchilla, el raspado de un fósforo, el cacareo de un gallo en primerísimo plano sonoro, el viento golpeando un micrófono, los ladridos de los perros, todos chicos. Todo eso es laburo y es talento.
Ay, los animalitos. Las vacas y las ovejas dulces, las gallinas medio blancas con pintas, conejos. La perrita teniendo cachorros y los cachorros incansables, buscando jugar con sus colegas gatitos, metiéndose casi en el fuego, husmeando todo, saltando sobre el lomo de las ovejas, que se dejan hacer salvo algún amague inofensivo de embestir de cabeza, como hacían sus tátara abuelas no domesticadas, o las cabras,
Claro, el fuego. El fuego y su efecto también hipnotizante y anestesiante. Cuando uno hace y contempla el fuego retrocede en el tiempo, se encuentra con algo bien profundo de sí mismo, vagamente reconfortante. Como si en algún lugar del cerebro primitivo anidaran los recuerdos de fuegos hechos en cavernas, fuegos protectores, mansos. Hay algo en el fuego que nos conecta con nuestros antepasados, menos neuróticos. Puede que el fuego de leña hecho para cocinar al aire libre potencie esa conexión con los orígenes.
No, muchachos (y muchachas y otras ligas). No se trata de un mero programa de cocina. No esperen sobre el plato el firulete cool de una mostaza de Tasmania con pimienta de Fidji y la porción exigua. No esperen palabras ni la menor explicación. Subtítulos austeros: “cordero”, “cebollas”, “sal”, “pimienta negra”, “paprika”, “agua”, “harina”. Comida hecha a lo bestia en cantidades industriales. Montañas de morrones. Lenguas de toro. Corderos masacrados. Veinte pollos puestos sobre hierros verticales. Comida hecha para 50 personas. ¿Quién se la morfa luego de cocinada?
Misterio.
Comida de Azerbaiyán y comida lesguina. La palabra “lesguina” –lo aclaramos tarde- corresponde a un grupo étnico, los lesguinos y al territorio de Lezgistán, gente, parece, bastante perseguida y lastimada en su identidad.
Misterio. Desde Buenos Aires suponemos que Azerbaiyán es algún desierto seco, exótico, yermo, pero no. No solo desiertos y petróleo y el mar Caspio. También las regiones montañosas que dan enormes ganas de visitar. Por esos lugares vive Aziza. Restos de fortalezas del siglo XIII, mausoleos, influencias persas, mezquitas antiguas. También turismo: unas cataratas por las que se escala en invierno, por las aguas congeladas, deporte regional. Y el mayor complejo de esquí del país, el Shahdag Mountain Resort.
Dan ganas de viajar hasta ahí. No al complejo de esquí. Dan ganas de ver arder el fuego de leña, acariciar a los cachorros, hablar de la vida con Aziza, su hijo, su marido. Hacerles mil preguntas. No es poco quedarse al pedo mirando los videos, de lo más bonito que hemos visto en estos tiempos delicados, sin necesidad de acudir saturados a Netflix, Prime Video, HBO. Con el silencio, la naturaleza y el fuego, basta y sobra.