¿Cómo reconstruir la vida cotidiana del escritor sin su voz? En agosto de 1999, cuando se cumplían 100 años del nacimiento de Borges, Oscar Taffetani recogió laboriosamente el testimonio de varios miembros de su familia que estaban enemistados o no se podían ni ver. El resultado fue un retrato inesperado de un hombre simple que hizo de la literatura un universo fascinante.
Jorge Luis Borges era un hombre austero, ésa fue siempre una de las marcas de su nobleza. Si Fanny –la criolla Epifanía Ubeda, mucama de Leonor Acevedo y de Georgie por más de treinta años–, preparaba un puchero de pollo, la porción de Borges eran unas papas o batatas desnudas y un poco de carne hervida.
“Su gran placer en los restaurantes –cuenta María Kodama, segunda esposa del escritor y heredera universal de sus bienes– era pedir queso y dulce, lo que en la Argentina llamamos postre de vigilante. Él lo pedía como Romeo y Julieta y me decía que así había oído pedirlo en el Uruguay”.
“Hasta antes de casarse con la señora Elsa –cuenta Fanny–, el señor para dormir se ponía un camisón. Después, empapaba un pañuelo en agua colonia (nunca faltaba un frasco de la tienda Harrod’s o de la farmacia Franco Inglesa), lo doblaba y se lo pegaba al cuello, debajo la nuca. Así dormía”.
Cuando empezó a perder la vista, a mediados de la década del ’50, su madre Leonor o Fanny le preparaban la ropa en un orden muy preciso, para que pudiera ubicarla al tacto: una camisa blanca o celeste, planchada sin almidón, un par de medias ya desdobladas y listas para calzar y alguno de sus trajinados trajes (no tenía muchos), abolsados en las rodillas y con los codos algo lustrosos.
“La señora Elsa, que le compró los primeros pijamas –sigue Fanny– no se preocupaba por ponerle las cosas en orden. Un domingo el señor apareció en la casa de su madre con zapatos de distintos pares, porque no había distinguido el color…”
“El primer bastón –cuenta María Kodama– se lo regaló su adjunto en la cátedra de Literatura Inglesa, el profesor Jaime Rest. El segundo fue uno sencillo de caña, con el que siempre estuvo encariñado. En los últimos tiempos, usaba uno que habíamos comprado en el Barrio Chino de Nueva York, laqueado y muy bonito”.
En los años ’30 y ’40 –ha recordado su sobrino Miguel de Torre y Borges– el poeta de Luna de enfrente viajaba como miles de porteños en tranvía. “Soy un hombre más o menos enlutado –escribió su tío Georgie– que viaja en tramway y que elige calles desmanteladas para pasear, pero me parece bien que haya coches y automóviles y una calle Florida con vidrieras resplandecientes…”
Años después, cuando el celeste de los ojos de Borges comenzó a nublarse a causa de un desconocido mal (el mismo que volvió ciegos a su padre y al bisabuelo Edward Young Haslam), debió resignarse a viajar en coches de alquiler y caminar por barrios más cercanos a su domicilio.
“Caminar le gustaba mucho –recuerda María Kodama–, y por eso se compraba zapatos cómodos. En los últimos años, cuando descubrió los de Brooks & Braddox, una tienda de Nueva York donde también encargaba trajes, los prefería”.
“Yo era bajita y de brazos gorditos –hace memoria Estela Ubeda, hija de Fanny– y a veces lo acompañaba al señor a pasear por la plaza San Martín. El apenas apoyaba su mano en mi hombro, yo le decía ‘agárreme fuerte el brazo, no tenga miedo’…”
Cuatro décadas después de la infancia vivida con su madre en la casa de los Borges, Estela cuenta dos anécdotas graciosas, imborrables en su memoria: “Un día me regalaron un gato, al que bauticé Pepo. Borges entendió que yo decía Beppo, por el personaje de un libro que él había leído (el poema burlesco Beppo, de Lord Byron) y al gato le quedó Beppo…”
“Otra vez se había quedado solo en la casa y sonó el portero eléctrico. Una amiga nos estaba buscando a mi mamá o a mí, así que preguntó por Fanny o por Estela. El señor Borges respondió muy serio “Fanny ha muerto hace mucho ya, y lamento decirle que Estela también…” ¡El creía que le estaban preguntando por su abuela Fanny (Frances Ann Haslam) o por una tía lejana que también había muerto!
Fanny guarda otras dos perlas: “El señor trataba siempre de sacarse de encima los periódicos que leía la señora Elsa o también algunos libros que le regalaban. Una vez había levantado unas hojas del sofá y las llevaba sigiloso hacia la puerta, pero tiró una caramelera de vidrio y despertó a la señora, entonces, oyó que le gritaban desde el dormitorio ‘¡Adónde vas, ladrón de diarios!’. Desde ese día, no tocó más los periódicos… Con los libros que se llevaba pasaba lo mismo. Yo lo acompañaba siempre a tomar el taxi y la señora Leonor o Elsa me decían ‘vigílelo, Fanny, porque donde vea un hueco los va a tirar’. Pero no los tiraba, los dejaba ocultos en el asiento trasero del taxi. Una vez un chofer lo persiguió hasta una librería donde trabajaba la señora Elsa para devolverle un paquete de libros olvidados, pero el señor no quería saber nada con el paquete, decía que no recordaba esos libros…”
“En Buenos Aires –recuerda María Kodama– íbamos seguido a la confitería La Fragata o también a la Richmond de la calle Florida y a la Saint James. De los restaurantes, le gustaba mucho el del viejo hotel Dorá y también uno muy pequeño llamado Maxim’s, como el de París. Borges decía en broma que el de París era apenas una sucursal de éste (…) El mozo que atendía nos había contado que cazaba jabalíes y Borges, que en el horóscopo chino era jabalí, me decía ‘¡Qué horror, María, este hombre algunas veces me sirve la comida y otras veces me almuerza!’…”
Una tacita de barro cocido que exhibe la Exposición Internacional Jorge Luis Borges, la misma donde alguna vez Borges bebió el sake ritual de los sintoístas, es uno de los escasos testimonios del contacto entre Borges y el alcohol.
En la juventud, según él mismo recordaba, llegó a beber en exceso. Un día, en una velada, alcanzó a oír que alguien decía “¡Qué lástima, el hijo de Borges va a ser un borracho!”. A partir de ese día, sólo se permitió en ocasiones una copita de guindado o caña o los inevitables brindis con champán.
“Lo de la copita de caña –cuenta Kodama– era una muleta que usaba para aflojar la lengua y vencer su tartamudez cuando tenía que dar una conferencia. Un día me dijo que ya no necesitaba licor ni caña para darle ánimo, que bastaba con que yo me sentara en la primera fila…”
Del cigarrillo –se sabe– fue curado con uno de esos métodos algo brutales que se estilaban en las familias de antaño: enterado el padre de que fumaba a escondidas, lo convidó al jovencito con un toscano que lo hizo toser y toser.
“Sin embargo –Kodama dixit– yo vi a Borges fumar contento un cigarrillo a bordo de un avión. El comandante nos hizo pasar a la cabina para presenciar las maniobras de aterrizaje. El copiloto le ofreció un cigarrillo –en aquella época no estaba prohibido– y Borges aceptó.”
Si la literatura fue el máximo placer de Jorge Luis Borges –aun cuando había perdido la vista y estaba obligado a usar los ojos de los otros– la música fue una compañía ininterrumpida, que abarcaba desde el barroco de Vivaldi y Gesualdo hasta el tango y la milonga orilleros (es decir, anteriores a Gardel), pasando por la música étnica o folklórica, los negro spirituals y los Rolling Stones.
¿Los Rolling Stones? Sí, los Rolling Stones. Cuentan que estando en Madrid, a mediados de los ’70, Borges y Kodama fueron invitados a un recital de la popular banda inglesa de rock. Antes de empezar la función, un desgarbado melenudo bajó del escenario para decir “–Maestro, quiero decirle que lo admiro”. “– Y quién es usted”, preguntó Borges. “–Soy Mick Jagger”. “Ah –dijo Borges– usted es Jagger de los Rolling Stones, un placer conocerlo, gracias a María he escuchado mucho su música…” En el filme Performance y en algunos reportajes, el vocalista fundador de los Stones ha devuelto la gentileza citando obras o versos de Borges.
A Borges –recordaba su gran amigo y compinche literario Adolfo Bioy Casares– le gustaban los tangos de la Guardia Vieja. “Entonaba El choclo, La viruta, La morocha, El pollito y desde luego Ivette, en cuya predilección coincidimos siempre”.
“Decía –cuenta Kodama– que con Gardel el tango se había vuelto sentimental y llorón, por eso le gustaba más el tango de los primeros tiempos, la milonga, la música que se oía en los bailongos y prostíbulos…”
“Durante muchos años –cuenta Fanny–, la señora Silvina (Ocampo) y el señor Adolfo (Bioy Casares) pasaban a buscar al señor en un auto con chofer y lo llevaban a cenar a su casa. Después de la medianoche, lo traían…”
“Una diversión que tenía Borges con Silvina –recordaba Bioy– era canturrear a dúo algún tango sentimental, como ése que dice Rosa de fuego los hombres la llamaban / porque sus labios quemaban al besar…”
Bioy, aunque más joven que su amigo, fue un auténtico testigo de la evolución literaria e intelectual de Borges. En la mocedad, como improvisados publicistas, redactaron los folletos para la leche cuajada La Martona, que producía el establecimiento Casares (los patos Vi-Ca –de Vicente Casares–, alimentados con leche cuajada, eran gordos y musculosos; de allí salió en la Argentina el mote de patovica, aplicado a fisicoculturistas y hombres que sacan pecho). En la década del ’40 la colaboración entre ambos escritores llegó al punto de crear un autor ficticio (H. Bustos Domecq) para firmar una legendaria saga policial.
“Yo siempre me incliné –decía Bioy– por la simplificación de la prosa, apartándola de cualquier barroquismo o amaneramiento. Con Borges pasábamos noches y sobremesas discutiendo si Quevedo o Lope de Vega, por ejemplo”.
Para el autor de La invención de Morel, la dificultad que le imponía a Borges su ceguera –que lo obligaba a dictar– no le hizo ningún mal a su prosa. Por el contrario “lo ayudó a despojarla de citas eruditas y descripciones que a veces son innecesarias…”
“Borges –opina el librero Alberto Casares– tenía una memoria prodigiosa, que cualquiera que lo tratara podía advertir. Muchas veces aquí en la librería, después de escuchar una cita o un poema recitado de memoria por Borges, íbamos al texto original y encontrábamos que lo había dicho tal cual, con alguna pequeña variación”.
“El señor reconocía algunos libros –recuerda Fanny– por el olor”. Idéntica observación hicieron viejos empleados de la Biblioteca Nacional, que trabajaron con Borges a fines de los ’50.
“En su casa –precisa Alejandro Vaccaro, tal vez el más importante biógrafo de Borges– no tenía una gran biblioteca: algunos diccionarios, una Encyclopedia Britannica que le habían regalado, la Espasa-Calpe y los diecisiete tomos de las Noches Arábigas (Las Mil y Una Noches) en versión del capitán Burton, que era una obra que le gustaba mucho. Yo creo que la biblioteca mayor estaba en su memoria, en los libros que había leído a lo largo de su vida y que podía evocar con la facilidad de quien saca o pone un volumen en un estante…”
Adolfo Bioy Casares, Mick Jagger, María Kodama, Alejandro Vaccaro, Fanny Ubeda y su hija Estela, el librero Casares, el sobrino Miguel de Torre, todos son parte de la familia intelectual o afectiva de Jorge Luis Borges, una familia que crece y se multiplica con cada nueva edición, con cada nuevo dato que se aporta a un imaginario libro que, como Las Mil y Una Noches y como La Biblia, acaso contenga todos los libros.
“Yo tuve el honor –dice Alberto Casares– de organizar una pequeña recepción a Borges en mi librería, el 27 de noviembre de 1985, cuando estaba por partir hacia Ginebra. Aquí se despidió de su amigo Bioy, de todos nosotros y de la Argentina…”
“En la Agrupación Azul y Oro del club Boca Juniors –dice Vaccaro– le hicimos un lugar a Fanny, que necesitaba una casita tranquila donde vivir y recibir a sus nietos. La semana pasada vinimos a cenar con Alberto (Casares) y en la próxima lo vamos a traer a Roberto (Alifano), a Tony (por Antonio Carrizo) o a Víctor Hugo (por el uruguayo Víctor Hugo Morales)…”
La palabra clave de esta familia –que se pelea y reconcilia, que se distancia y aproxima, como una auténtica familia– es “Borges”. Todos lo han conocido de algún modo. Ninguno termina, mientras pasan los años, de conocerlo.
Publicado originalmente en Nueva, 21/02/1999, a inicios del “Año Borges”