Los inicios de su vida sexual, su visión del mundo femenino, sus reflexiones sobre el machismo, la relación entre el universo de los sueños y las cosas concretas, todo ese le cuenta Jean Paul Sartre a Simone de Beauvoir. Un relato sorprendente en el que ella no tiene miedo a preguntar lo que sea y él responde desde la más absoluta franqueza.
En 1974, durante poco más de medio año, Simone de Beauvoir mantuvo y grabó extensos diálogos con Jean-Paul Sartre que funcionan como un mapa de la vida del autor de La Náusea. Allí se recorren exhaustivamente, entre otros temas, su formación intelectual, su trabajo literario y su pasión por la filosofía, junto a cuestiones más íntimas como los afectos y la vida sexual. Allí aparece la rara pero a la vez que muy intensa relación que los unía donde la sinceridad era la forma más alta del amor.
SB: Hablemos de sus relaciones con las mujeres: ¿qué diría sobre eso?
JPS: Desde la infancia fueron objeto de grandes demostraciones, de comedias, de seducción por mi parte, tanto en sueños como en la realidad; desde los seis o siete años ya tenía novias, como se decía. En Vichy tuve cuatro o cinco; en Arcachón me enamoré de una niña que murió un año después; era tuberculosa, yo tenía seis años; fue en esa época cuando me tomaron una foto con una pala dentro de una barca pintada; yo le hacía gracias a esa niñita, que era muy dulce y se murió más tarde. Me sentaba al lado de su sillón de ruedas; ella estaba acostada, estaba tuberculosa.
Y además en París tenía un teatro de títeres formado por un montón de personajes, en los que deslizaba mis manos; los llevaba al Luxemburgo, metía las manos en los muñecos, me colocaba detrás de una silla e imaginaba una escena en la que mis personajes actuaban. Mi público se componía de espectadoras, chiquillas de los alrededores que iban a los jardines por la tarde. Y, naturalmente, escogía a esta o a aquella. Todo aquello ni siquiera duró hasta mis nueve años, más bien hasta los ocho o los siete. ¿Habrá ocurrido porque me había vuelto claramente feo y no interesaba a nadie? En cualquier caso, desde los ocho años, y durante bastante tiempo, ya no tuve amistades con las niñas ni en las calles ni en los jardines. Además, en ese momento, hacia los diez o doce años, eso se convierte en algo ambiguo para los padres, ocasiona pequeños dramas, complicaciones; quizá sea ésa la razón. Por otra parte, alrededor de mi abuela y de mí madre había mujeres, mujeres jóvenes, de la edad de mi madre; algunas eran alumnas o amigas de mi abuelo y yo tenía cierta amistad con ellas.
-¿Quiere decir que las mujeres de la edad de su madre le parecían atractivas? ¿Al menos algunas de ellas?
– Sí, sólo que no podía imaginar tener relaciones de novio con mujeres que tenían veinte años más que yo. Ellas me acariciaban. Mis primeras sensualidades se desarrollaron sobre todo con las mujeres.
-¿Con mujeres mayores más que con niñas pequeñas?
-Sí, las niñas pequeñas me agradaban, eran mis verdaderas compañeras escogidas en un momento, pero entre nosotros no había mucha sensualidad; no tenían formas, mientras que las formas de las mujeres me interesaron desde muy pequeño: los pechos y las nalgas. Ellas me manoseaban y a mí me gustaba. Recuerdo a una chica de la que tengo dos recuerdos contradictorios: era una guapa y alta muchacha de dieciocho años, por consiguiente, demasiado mayor para mis jueguitos de marido y mujer. Y, sin embargo, había entre nosotros una relación de marido y mujer. Quizá se prestara por amabilidad y cortesía a este jueguito; a mí me parecía guapa y estaba bastante enamorado de ella; yo tendría unos siete años en aquella época y ella unos dieciocho. Era en Alsacia.
-Volvamos a las mujeres: ¿cómo fue eso en París?
-En París apareció en mí una vaga tendencia homosexual: en los dormitorios me atrevía a bajarles los pantalones a los chicos.
-Una tendencia muy superficial.
-Sí, pero existía; fue aquel año cuando llevé al Louvre a una prima lejana de Nizan. No era muy guapa y pienso que no me encontró muy atractivo.
-¿Y cuándo se acostó por primera vez con una mujer?
-Al año siguiente. Yo estaba en el instituto Louis-le-Grand; había hecho mi segundo de bachillerato en el Henri IV, donde había un grupo muy bueno que preparaba el ingreso en la Escuela Normal, con Alain como profesor de filosofía. No sé por qué me sacaron de allí y me metieron en el Louis-le-Grand, donde había un grupo preparatorio muy serio, aburrido, en el que permanecí hasta mi ingreso en la Escuela Normal. Es algo complicado: en primero hubo una mujer, que venía de Thiviers, la esposa de un médico. Un buen día, nunca he sabido por qué, vino a buscarme al instituto; yo le había dicho que estaba interno y ella me respondió que era una lástima, pero ¿no salía los jueves y los domingos? Le dije que sí y me citó para el jueves siguiente a las dos de la tarde en casa de una amiga suya. Acepté, pero no lo comprendí; sí, comprendí que deseaba tener relaciones físicas conmigo pero no sabía por qué, pues no tenía la impresión de gustarle.
-¿Qué edad tenía ella?
-Treinta años y yo dieciocho. Lo hice sin mucho entusiasmo pues no era muy guapa; en fin, no estaba mal; me las arreglé como pude. Ella parecía contenta.
-¿Y nunca más supo de ella?
-Quizá no supiera dónde estaba yo. Nunca he comprendido nada de esta aventura, se la cuento tal como ocurrió. Fue en aquel curso o en el siguiente cuando con unos compañeros del Henri IV nos encontrábamos con chicas, chicas del Barrio Latino; entre ellas había una que era la hija del portero del Henri IV. Nos veíamos, salíamos con ellas —yo estaba interno—, les metíamos mano y luego ellas, casi todas, nos citaban en habitaciones. Nos acostábamos con ellas y, concretamente, yo me acosté con una chica que en mi recuerdo me parece guapa; tendría unos dieciocho años, se acostaba con facilidad.
-¿Tuvo una relación con ella o fue sólo una vez?
-Una vez, pero con los otros era igual. Era muy amable conmigo después y antes; por consiguiente, no quedó decepcionada, no buscaba algo que yo no pudiera darle. Estaba contenta así.
-¿Por qué, tanto para sus compañeros como para usted, las cosas no se prolongaban más?
-Porque al mismo tiempo sentíamos una especie de desprecio por esas chicas.
-¿Por qué?
-Juzgábamos que una chica no debía prodigarse de ese modo.
-¡Ah, vamos! Tenían una moral sexual. ¡Qué curioso!
-Es que comparábamos a las hijas de las amigas de nuestras madres con las chicas que encontrábamos en el parque; las hijas de burgueses eran, por supuesto, vírgenes. Si teníamos algún flirt con ellas, todo se reducía a un beso en la boca, y a veces ni siquiera llegábamos a eso. Mientras que, con las otras, si la ocasión se presentaba, podíamos acostarnos.
-¿Cuándo perdió esa estúpida idea de que las chicas que se acuestan fácilmente, libremente, son más o menos unas putas?
-¡Oh, enseguida! Cuando empecé a acostarme con algunas mujeres ya no tomé las cosas de esa manera; era sólo en aquella época, cuando aún estaba en el instituto.
-Las relaciones con Camille, con su novia, y con algunas estudiantes de la Sorbona las conozco bien, y nosotros hemos tenido lo nuestro, que fue un poco diferente.
-Sí.
-Pero no hay que perder de vista que existe para comprender sus demás relaciones con mujeres. Hablaremos de eso en otra ocasión. Lo que voy a preguntarle —dado que usted me dijo enseguida, cuando nos conocimos, que era polígamo, que no tenía la idea de limitarse a una sola mujer, a una sola aventura y así fue convenido; usted, en efecto, tuvo amoríos— lo que querría saber es: ¿qué le atrae más en las mujeres?
-¡Cualquier cosa!
-¿Cómo es eso?
-Las cualidades que yo podía pedir a las mujeres, las cualidades más importantes, usted las tenía, para mí. Por consiguient,e eso eximía a las otras mujeres que, por ejemplo, podían ser simplemente guapas. Lo que ha ocurrido es que como usted ha representado mucho más de lo que yo quería dar a las mujeres, las otras recibieron menos y por lo tanto se comprometían menos. En general, porque alguna hubo que se comprometió bastante. Pero, por lo general, no era así.
-A pesar de todo, su respuesta “cualquier cosa” es extraña. Se diría que tan pronto como una mujer se cruzaba en su camino, usted estaba dispuesto a tener una aventura con ella.
-Dios mío…
-Claro que no es verdad, porque algunas mujeres se arrojaron en sus brazos y las rechazó. Y hubo bastantes mujeres que se cruzaron con usted con las que no tuvo una aventura.
-Yo había tenido cierto número de sueños, sueños de amor, que me habían proporcionado una especie de modelo; era una rubia y a lo largo de mi vida a veces me he encontrado con algunas que se le parecían. Pero nunca en aventuras importantes. Y, sin embargo, esa figura permanece aún en mi cabeza: era una rubia, guapa, vestida de niña; y yo era un poco mayor que ella y jugábamos al aro, al lado del estanque del Luxemburgo.
-¿Es una historia verdadera o soñada?
-No; es… lo que soñaba.
-¡Ah, bueno! Soñaba con amores infantiles.
-No, esos amores infantiles representaban el amor; sólo que yo llevaba pantalón corto y ella un vestido de niña, pero eso representaba acontecimientos de mi edad de entonces, de mis veinte años. ¿Lo comprende? Soñaba, a los veinte años, de forma simbólica, que una niña y yo jugábamos a los aros.
-Una niña y usted mismo era un niño.
-En realidad los dos éramos más mayores, y el juego del aro representaba las relaciones sexuales, probablemente porque el aro y el palo me parecen un símbolo típico. Además lo sentía así cuando lo soñaba. Es un sueño que tuve hacia los veinte años. Y en ese sueño no había prioridad alguna, el hombre no era superior a la mujer, no había machismo. He pensado, estos días, que los hombres ciertamente son machistas, muy profundamente, pero eso no quiere decir que quieran detentar el poder; se creen superiores a las mujeres, pero mezclan esto con la idea de igualdad entre el hombre y la mujer. Es muy curioso.
-Eso depende de cuáles.
-Bueno, son muchos. La mayoría de los que conocemos. Eso no quiere decir que la conclusión no sea machista, pero en las conversaciones y en la vida corriente, usan fórmulas igualitarias. Pueden decir cosas machistas, pero sin darse cuenta, y hay siempre un pie forzado en su definición igualitaria de las relaciones entre los sexos. Pero esto no impide que el machismo no sea algo que los hombres utilicen, al menos los que conocemos. Evidentemente sería necesario conocer otros ambientes.
-Pero volvamos a usted. ¿Qué es lo que lo ha atraído más en las mujeres? ¿En qué medida era igualitario? ¿En qué medida adoptaba, digamos, un cierto papel imperialista o protector con respecto a las mujeres?
-Pienso que he sido muy protector, y por consiguiente imperialista. Usted me lo ha reprochado con frecuencia. No respecto a usted, pero sí respecto a las demás mujeres que veía. Sin embargo, no fue así, porque con la más extraordinaria tuve una relación de igualdad, y ella no habría tolerado que fuera de otro modo. Pero volvamos a lo que yo pedía a las mujeres. Pienso que, ante todo, era una atmósfera de sentimentalismo. No de sexualidad propiamente dicha, sino de sentimentalismo con un segundo plano de sexualidad.
-Por ejemplo, usted tuvo una aventura en Berlín, con una mujer que usted llamó la Mujer Lunar. ¿Qué le agradaba de ella?
-Me lo pregunto.
-No era muy guapa ni muy inteligente.
-No.
-¿No sería que estaba un poco chiflada?
-Sí, eso contaba, y también otra cosa: hablaba la jerga de un barrio próximo al mío. No hablaba argot de Montparnasse, que es el nuestro; hablaba el de los barrios próximos al Barrio Latino. Eso me daba la impresión de un pensamiento menos desarrollado que el nuestro en el fondo, que era, sin embargo, del mismo orden. Lo cual era completamente falso, pero esa era la idea que tenía en la cabeza. Era un caso un poco especial. Sí, creo que de una manera general, yo debía de ser machista, porque me había formado en una familia de machistas. Mi abuelo era machista.
-La civilización era machista.
-Pero en mis relaciones con las mujeres no era el machismo lo que predominaba. Es evidente que cada uno tenía su papel; el mío era un papel más activo y razonable; el de la mujer era la afectividad. Eso es lo clásico; pero yo no consideraba esta afectividad como inferior a la práctica y al uso de la razón. Eran disposiciones diferentes. Eso no quería decir que una mujer no fuera capaz de emplear la razón tan bien como un hombre, o que una mujer no pudiera ser ingeniera o filósofa. Simplemente, quería decir que la mayor parte del tiempo tenía valores afectivos, sexuales algunas veces; era este conjunto lo que me atraía, porque pensaba que tener relaciones con una mujer así era, en parte, adueñarse de su afectividad. Tratar de sentirla, de experimentarla, era poseer esa afectividad y yo me la concedía.
-Dicho de otra manera: usted pedía a las mujeres que lo amaran.
-Sí. Tenían que amarme para que esa sensibilidad llegara a ser algo que me pertenecía. Cuando ellas se entregaban a mí veía esta sensibilidad en sus rostros, en su expresión, y encontrarla en sus rostros era como adueñarme de ellas. Prácticamente he declarado, algunas veces en mis apuntes, otras en mis libros —y lo sigo pensando—, que la sensibilidad y la inteligencia no están separadas, que la sensibilidad produce inteligencia, o mejor dicho que también es inteligencia y que, finalmente, un hombre racional, ocupado por problemas teóricos, es un abstraído. Pensaba que tenemos una sensibilidad y que el trabajo en la niñez, en la adolescencia, consistía en que esta sensibilidad se hiciera abstracta, comprensiva, investigadora, de suerte que poco a poco hiciéramos con ella una razón de hombre, una inteligencia que trabajara en problemas de orden experimental.
-Quiere decir que en las mujeres esta sensibilidad no era desviada en beneficio de la razón.
-Sí, lo era, a veces, cuando eran ingenieras o profesoras. Eran muy capaces de hacer las mismas cosas que los hombres, pero cierta tendencia, la educación recibida en la infancia, y más tarde lo que sentían en su interior, hacía que la afectividad estuviera en primer término. Y como, por lo general, no alcanzaban niveles altos, por razones de orden material o social, o del tipo de mujer creado y alimentado por esa sociedad, guardaban su sensibilidad intacta. Esta sensibilidad comprendía la inteligencia del otro. Por consiguiente, desde el punto de vista intelectual, ¿cómo eran mis relaciones con las mujeres? Les decía las cosas que pensaba, con frecuencia era mal comprendido, pero, al mismo tiempo, era comprendido por una sensibilidad que enriquecía mi idea.
-¿Podría dar ejemplos? ¿Qué clase de enriquecimiento le aportó?
-Un enriquecimiento en casos precisos, concretos; eran interpretaciones afectivas de lo que yo decía en un plano intelectual.
-En conjunto, usted se consideraba, a pesar de todo, más inteligente que todas las mujeres con las que había tenido relaciones.
-Más inteligente, sí. Pero consideraba la inteligencia como un cierto desarrollo de la sensibilidad y pensaba que ellas no habían llegado hasta mi nivel porque las circunstancias sociales no se lo habían permitido. Pensaba que, en el fondo, la relación original era la misma entre su sensibilidad y la mía.
-Decía que, de todos modos, quiso dominar a las mujeres.
-Sí, porque mi punto de vista no era simple. La dominación procedía de la infancia. Mi abuelo dominaba a mi abuela. Mi padrastro dominaba a mi madre.
-Sí.
-Y conservé eso como una estructura abstracta…
-Y además en todos los libros, en todas las historias de hombres célebres, en las que usted se inspiraba mucho, el hombre era siempre el héroe.
-Evidentemente. Por eso me interesaba el caso de Tolstói. Era un caso escandaloso. El hombre abusando de su poder. En cualquier caso, lo que quiero decir es que se trataba de un arquetipo, de un esquema. Pero, por último, ya pensaba que se debía a la educación. Lo que pensé más tarde, hacia los treinta y cinco años, es que la inteligencia y la afectividad representan un momento del desarrollo del individuo. No se es inteligente y sensible a los cinco o seis años; se es afectivamente sensible e intelectualmente sensible. Pero eso no va muy lejos. Y poco a poco la sensibilidad puede seguir siendo considerable y la inteligencia desarrollarse, o la sensibilidad puede prevalecer sobre la inteligencia, o desarrollarse exclusivamente la inteligencia y la sensibilidad quedar frustrada. Fue ella la que engendró la inteligencia, pero quedó anulada. De suerte que esta dominación, que era un esquema, un símbolo social, no estaba justificada para mí, que intentaba implantarla. No creía que por el hecho de ser más inteligente tenía que ganar y dominar en la pareja. Más bien sucedía en la práctica, porque tendía a eso, porque era yo quien buscaba a las mujeres que tuvieron relaciones conmigo. Por consiguiente, yo era quien debía guiarlas. Era el amo de esas relaciones y tenía que conducirlas. En el fondo, lo que me interesaba era empapar mi inteligencia en una sensibilidad.
-Usted se apoderaba de los rasgos específicos de las mujeres…
-Me apoderaba de los rasgos específicos de las mujeres, tal como se las representaba en aquella época.
-Y tal como solían ser con frecuencia. ¿Nunca se sintió atraído por una mujer fea?
-Si era real y completamente fea, no; nunca.
-Incluso se podría decir que las mujeres con las que estuvo vinculado eran muy guapas o al menos muy atrayentes y llenas de encanto.
-Sí; me importaba que fueran guapas, porque era una manera de desarrollar mi sensibilidad. La belleza, la seducción, etc., eran valores irracionales. O, si se quiere, valores racionales, porque se los puede explicar, interpretar racionalmente. Pero cuando uno ama el encanto de una persona, ama algo irracional aunque el encanto en un nivel más profundo se explique mediante conceptos e ideas.
-¿No hubo casos en los que las mujeres le atrajeran por razones distintas a las cualidades propiamente femeninas: la firmeza de carácter, algo intelectual o moral, algo más que lo puramente encantador y femenino? Hay dos personas en las que pienso, una con la que usted no tuvo ninguna aventura pero a la que los dos hemos querido, a la que usted quería mucho: era Christina. La otra es la que usted ha nombrado hace poco.
-Sí; estimaba la firmeza de carácter de Christina. No hubiese comprendido a Christina si no hubiera tenido el carácter que tenía. Y al mismo tiempo eso me desconcertaba. Pero era una cualidad secundaria. La primera cualidad era ella, su cuerpo, no como objeto sexual, sino su cuerpo y su rostro, que resumían esa afectividad incognoscible, imposible de analizar, que era el fondo de mis relaciones con la mujer.
-¿No habría también en sus relaciones con las mujeres una faceta de Pigmalión?
-Depende de lo que entienda por faceta de Pigmalión.
-Moldear a las mujeres, enseñarles cosas, hacer que progresen, que aprendan algo.
-Seguro que sí. Lo que suponía una superioridad provisional. Era una etapa; después ella se desarrollaría con otros o sola. Yo la hacía llegar a un cierto estadio. Y en ese momento las relaciones propiamente sexuales eran un reconocimiento de este paso y de su superación. Hay mucho de eso, ciertamente.
¿Y por qué le interesaba ese papel de Pigmalión?
-Ese debería ser el papel de todo el mundo respecto a aquellos a quienes se puede ayudar a desarrollarse.
-Sí, eso es muy cierto. Pero ese papel lo atraía de una manera que no era tan moral y dialéctica como usted parece decir. Era algo mucho más sensible para usted. Era un verdadero placer.
-Sí, si volvía a encontrar a la semana siguiente cosas que yo había comprendido y en las que ella había ido más lejos, me gustaba.
-Eso no fue así con todas las mujeres.
-No.
-Hubo algunas que fueron completamente rebeldes a cualquier clase de formación.
-Absolutamente. Las relaciones sexuales con las mujeres eran obligadas, porque las relaciones clásicas implicaban esas relaciones en un momento dado. Pero yo no les daba tanta importancia, Y, hablando claro, no me interesaban tanto como las caricias. Dicho de otro modo: yo era más un masturbador de mujeres que un cogedor. Y eso se relaciona conmigo y además con mi manera de ver a las mujeres. Es decir, que pienso que muchos hombres son más avanzados que yo en su manera de concebir a las mujeres. En cierto modo están más retrasados, y en otro más avanzados, porque parten de lo sexual y lo sexual es “acostarse”.
-¿Y usted llama a eso estar avanzado, o retrasado?
-Avanzado. Avanzado a causa de las consecuencias que lleva consigo. Dicho de otra manera, para mí, la relación esencial y afectiva implicaba que yo besara, acariciara, paseara mis labios por un cuerpo. Pero el acto sexual, que también existía y que hacía con mucha frecuencia, me resultaba un poco indiferente.
-Hablamos de esa indiferencia sexual a propósito de las mujeres, pero tiene cierta relación con su cuerpo… Me gustaría tratar de comprender por qué tuvo siempre esa especie de frialdad sexual, pese a que le gustaban enormemente las mujeres. Nunca fue el deseo bruto lo que lo impulsaba…
-Nunca.
-Era más bien lo novelesco. La mujer siempre ha sido para usted lo novelesco, en el sentido stendhaliano.
-Sí, lo novelesco era indispensable. Se podría decir que en la medida en que el hombre se las arregló para perder una parte de su sensibilidad, para desarrollar ulteriormente su inteligencia, se vio obligado a reclamar la sensibilidad del otro, de la mujer, es decir, a poseer a las mujeres, que eran sensibles, para que su sensibilidad llegara a ser una sensibilidad de mujer.
-Dicho de otro modo, usted se sentía incompleto.
-Sí. Pensaba que una vida normal suponía una relación constante con la mujer. Un hombre se definía a la vez por lo que hacía, por lo que era y por lo que era para la mujer que estaba a su lado.Todas las mujeres que tuve, cuando trato de recordarlas, las veo siempre vestidas, nunca desnudas, aunque la mayor parte del tiempo me fuera muy grato verlas desnudas. No; las veo vestidas, como si la desnudez fuera una relación particular, muy íntima, pero…, para llegar a ella hay que franquear algunas etapas.
-Como si la persona fuera más real…
-Cuando está vestida, sí; no más real, pero sí más social, más asequible, como si se llegara a la desnudez sólo por medio de desnudamientos, a la vez físicos y morales. En eso yo era como muchos mujeriegos. En cualquier caso, vivía con ellas en una historia, en un mundo; quien me impedía vivir en el mundo era usted.
-¿Cómo?
-El mundo yo lo vivía con usted.
-Sí, ya comprendo. Usted vivía en mundos que están en el seno de ese mundo.
-Mundos, en el seno de este mundo. Eso hacía que esas relaciones fueran inferiores, además, por supuesto, del carácter de las personas y todo lo objetivo que hay en ello. Eso estaba cortado de antemano.
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