Además de sus textos narrativos y críticos, Piglia fue un docente incansable. Las clases que daba funcionaban como máquinas de pensar, tanto para sus estudiantes como para él mismo. Aquí el recuerdo de uno de sus cursos.

Entre 1985 y 1988, Piglia dictó, en su estudio de la calle Marcelo T. de Alvear, un curso sobre narrativa argentina y latinoamericana. Alrededor de la larga mesa lo escuchaba más de una docena de alumnos: la licenciada en letras, el periodista, el sociólogo, la artista plástica, aun el ejecutivo bancario. Sus clases estaban cuidadosamente preparadas. Abrían unas perspectivas que él desarrolló en años venideros y otras en las que no llegó a avanzar. Algunos de sus alumnos, los que intentaban escribir literatura, le daban a leer textos, que él comentaba en contexto privado. Piglia no dictaba talleres literarios, y en aquel curso puso en práctica el criterio de que la formación del escritor se basa en activar un determinado modo de leer. Treinta años después, uno de aquellos alumnos revisa sus apuntes –el cuaderno Potosí, el cuaderno Gloria, las hojas sueltas–: no pretende recuperar todos los temas de aquel curso sino rescatar algunas de las marcas que dejó.

En el origen: “Matad”.

Los apuntes que el alumno tomó el 27 de mayo de 1986 se abren con una sinopsis donde la palabra “Matad.”, que refiere a “El matadero”, de Esteban Echeverría, se liga con la palabra “Facundo” mediante una llave que dice “Origen narrat. arg.”, y de allí una flecha lleva a la palabra “violencia”. “En el origen de la narrativa argentina está la violencia”, dijo esa noche Ricardo Piglia: “En ‘El matadero’, el lenguaje está marcado por la violencia”. “La prosa engolada del intelectual se enfrenta con la prosa oral, popular, del bárbaro”, agregó y comentó que “la unión de lo culto con el habla popular da lugar a grandes textos, como ‘El matadero'”.

“En el siglo XIX los escritores argentinos eran políticos, la política invadía la escritura”, decía Piglia en esas noches; “La novela argentina nace así híbrida, en textos que se autodesignan como verdad histórica pero están signados por la ficción”: los de Sarmiento. “Para la semana que viene, lean los capítulos 5 y 6 del Facundo, pero léanlos como relatos”.

Y “Facundo es también la historia (política) del sujeto capaz de escribirlo”, ya que “la ficción requiere construir un espacio ficticio de enunciación: alguien que no existe cuenta un relato; ése es el sujeto de la escritura”. Dicho de otro modo: “La clave, para la política como para la ficción, es la creencia del otro, y un discurso es verdadero en tanto uno cree en el que lo emite”.

A partir de esa clave política, Piglia vinculaba el procedimiento literario de Sarmiento con el de Borges, para lo cual recurría, ante la larga mesa de Marcelo T, a la metáfora de la cachetada en la cola: “Ningún escritor puede lograr una construcción perfecta de la ficción: en algún lado está la costura, el punto inverosímil. Borges, para disimularlo, hace aparecer su nombre propio en boca del narrador: ‘Entonces, Borges…’, dice el que narra y produce un efecto de sorpresa; es como el enfermero que, un momento antes de dar la inyección, para disimular el pinchazo cachetea la cola.” La construcción de toda ficción debería atender de un modo u otro a esa “costura”, ese punto de falla que Piglia teorizó en el curso mediante una versión del teorema de Gödel: “Todo sistema es incompleto; ningún sistema, tampoco el que constituye una ficción, contiene en sí las leyes de su propio funcionamiento”.

Y la técnica del enfermero también la aplicaba Sarmiento, según Piglia, “cuando, para que la ficción del Facundo sea creída como verdadera, apela a su nombre propio”: Sarmiento estuvo ahí, Sarmiento sabe, “es el sujeto de la verdad, necesario para que el libro se entienda como verdadero”. Claro que este sujeto, construido bajo el régimen de la ficción, tiene un proyecto político real: “Si la barbarie es el derroche, la improductividad, el azar, el problema de la barbarie es: ¿cómo conseguir que los gauchos se hagan obreros?”, resumió Piglia.

Y dio un paso más: “Ya en el siglo XX, Macedonio Fernández somete la política misma al registro de la ficción”. Piglia lo formulaba así: “Una sociedad es también un conjunto de ficciones sociales y esas ficciones tienen su estructura, hay modos de narrar. Aquí se ve claro que la ficción es algo que uno le hace a otro con el lenguaje”. El curso se dictaba pocos años después de la caída de la dictadura tras la guerra de Malvinas: “Porque ya nadie creía en sus ficciones, los militares tuvieron que irse”.

Foto: Rafael Calviño

La siguiente cuestión técnica se planteó respecto del tratamiento de la oralidad en Eugenio Cambaceres, que en la década de 1880 escribió novelas como Potpourri o Sin rumbo. “La autobiografía había sido el gran género del siglo XIX en la Argentina; estaba entre la ficción y el texto político, por ejemplo,  en Recuerdos de provincia. Pero Cambaceres pone fin al género autobiográfico. En Potpourri trabaja la forma de la charla, del chisme, une la intimidad de la autobiografía con la distancia de la ficción”. Para eso, “trabaja con la oralidad, pero no en lo lexical, sino en tanto situación narrativa, por ejemplo,  al presentar el relato en tiempo presente usando la segunda persona del singular”: Cambaceres le habla al lector, y allí Piglia encuentra la oralidad, antes que en los enunciados, en la enunciación; antes que en las palabras, en cómo y para qué son dichas. Y ya se ve que la “caja de herramientas” del escritor, a la que él sabía aludir, no la entendía como almacén de recursos sino como una disposición crítica: de la problematización de la técnica emergerá el recurso a utilizar.

Epifanías y estrategias

De entre los críticos, Piglia priorizaba a los formalistas rusos y a Walter Benjamin. Los formalistas, porque “ellos preguntaban no por el qué sino por el cómo: cómo está hecho cada texto; para ellos, la forma define el contenido. Por ejemplo, para Tiniánov, en las novelas de Dostoievsky las discusiones filosóficas tienen la función de demorar la acción”. En cuanto a Benjamin, porque “con él entra en crisis el concepto de experiencia, el conocimiento subjetivo de la realidad. La experiencia está filtrada por los medios y, para acceder a la experiencia de la realidad, lo único que queda es el arte”. Ese acceso ha de ser “mediante la ostranenie, como la planteó Viktor Shklovski: el extrañamiento, la mirada extraña ante lo cotidiano”. En el mismo orden Piglia mencionaba, en Brecht, el distanciamiento, en Benjamin la iluminación profana; en Ezra Pound, la definición misma del arte: “Para Pound, el arte es un resplandor fugaz entre uno y otro cliché”. Y la epifanía.

“En Joyce, la epifanía se presenta como el momento donde el sujeto percibe, en una situación trivial, algo que significa más”, “un instante de realidad: la luz que permite una condensación del sentido más allá del hábito”. “Es un momento excepcional. Es la magdalena de Proust.” “Es una forma de acceso a lo otro; en literatura, desde Madame Bovary, se plantea la cuestión de lo cotidiano versus lo otro.” Claro que “hay epifanías negativas, como el crimen de Raskolnikov. La epifanía puede ser la irrupción de lo siniestro, como lo planteó Freud: alteración en lo cotidiano donde se hace presente una verdad oculta”.

Y puede iluminar el debate sobre los géneros literarios. “La epifanía replantea la relación entre la narrativa y la lírica; ahí la importancia de las prosas de Rimbaud y Baudelaire”. En narrativa, “la epifanía se plasma en el cuento contemporáneo, luego de la ruptura de la forma canónica que había fijado Poe. El cuento no tiene ya un final cerrado: se trata de capturar el momento epifánico. En Hemingway, en Borges, ese momento suele ser aquel donde el sujeto encuentra su destino”, como Benjamín Otálora en “El muerto”. Piglia se detenía en este cuento de Borges, donde la epifanía es el acceso a la ficción que sólo a uno le está destinada.

El propio Piglia propuso una función de la epifanía, en la perspectiva de la construcción del texto, a propósito de Juan Rulfo: “Cada fragmento de Pedro Páramo es una epifanía y eso le permite elidir los tiempos muertos de la novela”. El reverso de la epifanía como respuesta constructiva es la pregunta por la introducción de la epifanía en un texto: “¿Cómo construir una estructura que permita pasar de una a otra epifanía? En Joyce, el recurso es el collage. En Sombras suele vestir, la nouvelle de José Bianco, se define una sola situación epifánica. En Rulfo, cada fragmento es una epifanía”. Y Piglia ensayó una definición, aforística, de la nouvelle: “Si el cuento conduce a la epifanía, en la nouvelle la epifanía ya pasó”.

La atención prioritaria a la construcción del texto integra lo que Piglia llama lectura del escritor, que teorizó a partir de una cita de Baudelaire: “Nadie puede ser un gran artista sin ser un gran crítico”. Por de pronto, “el escritor lee todo en función de su obra en marcha. Y todo escritor tiene un crítico personal dedicado a su propia obra”. La lectura del escritor “es de uso, apunta a su caja de herramientas”. ¿Qué teoría la anima?: “La forma; la teoría es la forma. No se trata de buscar un sentido profundo, es una lectura de superficie, una lectura técnica; no le interesa el sentido sino la función. Se detiene en lo que en el texto no se cuenta, en lo elidido. El crítico, en cambio, busca un sentido oculto; procura definir la verdadera intención del texto, aunque el autor la desconozca, mientras que el escritor cambia el eje de lectura: Borges, en ‘Pierre Menard…’, propone leer La imitación de Cristo como si la hubiera escrito Céline. Grandes críticos del siglo XX han sido poetas: Pound, Valéry, Brecht. Y narradores: Calvino, Conrad en sus prólogos, Butor; Nabokov, en sus Lecciones de literatura“.

Pero, también, la del escritor “es una lectura estratégica. El escritor forja alianzas y establece rivalidades con otros escritores. Hay robos, hay asesinatos: Borges asesina a Dostoievsky, Nabokov a Faulkner. El escritor es un estratega de la lucha literaria, y todo escritor tiene sus conceptos acerca de para qué sirve la literatura, acerca del mercado y del éxito. Todo escritor establece redes con otros textos, y sin duda usa los textos de otros para escribir los propios. Borges toma de Henry James y de Robert Stevenson un procedimiento, el recurso a un narrador que no termina de entender lo que está narrando. Pero también hay un uso para ser leído. Cuando Borges, en el prólogo a La invención de Morel, escribe contra la ‘novela psicológica’, contra Proust, está sosteniendo su propia obra”.

Es que “el escritor lee mal: cambia el programa del texto. Busca otras entradas que las que se construyen desde el sentido; lee los bordes. cambia las cosas de función; su mala lectura interpreta, no en el contexto en que la obra fue escrita, sino en un contexto privado”. El escritor es el lector salteado de Macedonio Fernández, “es la mirada desviada sobre la cultura que señaló Borges en los argentinos, los irlandeses, los judíos. Se trata de estar en un lugar desplazado. En literatura, a diferencia de lo que sucede por ejemplo en la ciencia, la mala lectura alumbra el texto”.

–¿Le ponemos comillas, Ricardo? ¿Se trata sólo de una “mala lectura” estratégica, destinada a sostener la propia obra, o el escritor se compromete existencialmente en esa mala lectura?

Pero quien pregunta es el que hoy relee su cuaderno Gloria, y Ricardo Piglia ya no está para responder.

 

El curso incluyó un extenso desarrollo teórico sobre la nouvelle, con análisis de Pedro Páramo, de Rulfo, Los adioses, de Onetti, y Sombras suele vestir, de José Bianco. Hubo clases dedicadas a Joyce y a Faulkner.

En cada clase, Piglia proponía una nueva bibliografía. Algunos títulos ayudan a intuir qué inquietudes la orientaban: Alberdi, Sarmiento, el 90, de Milcíades Peña; Los vencidos, de Nathan Wachtel; prólogos a El sonido y la furia y a Santuario, de William Faulkner; La sociedad contra el Estado. Ensayos de antropología política, de Pierre Clastres; Aspectos económicos del federalismo argentino, de Miron Burgin; Cuadernos de notas, de Henry James; Estructuras topológicas, de Murray Eisenberg; Ya lo sé pero aun así…, de Octave Mannoni; Kafka. Por una literatura menor, de Giles Deleuze.