Piglia acababa de  publicar La ciudad ausente y el punto de partida de la charla fue aquella segunda novela. A partir de allí, todo se ramifica, se expande, la literatura lo invade todo y es una manera de hablar también de otras cosas: de Flaubert, de Macedonio, de Borges, de la política nacional y del arte de armar historias.

Historia de una amistad (una introducción necesaria)

Ricardo Piglia (Adrogué, Provincia de Buenos Aires, 1941 – Buenos Aires, 2017) había irrumpido en la revista El escarabajo de oro como un es­critor que rápidamente iba a ir más allá de la es­té­tica del grupo lidera­do por Abelardo Castillo. Sus dos prime­ros libros de relatos –La invasión (1967, Premio Casa de las Américas) y Nombre fal­so (1975)–, su actividad al frente de revistas como Literatura y sociedad, Los libros y la primera etapa de Punto de vista, y su trabajo en la legendaria colección de policiales Serie Negra, que dirigió para la editorial Tiempo Contemporáneo, lo convir­tieron en una referencia insoslayable del campo literario local. Pero fue Respiración artificial (1980), su primera novela, la que ubicó a Piglia en el centro de las discusiones sobre la literatura argentina pasada y pre­sente, en la medida en que el libro proponía una original y polémica relectu­ra de la tradición literaria argentina e incorporaba ele­mentos novedosos para la narrativa de estas latitudes como el cruce entre la teoría y la ficción, logrando que el ensayo literario y la reflexión histórica se involucren y desplieguen en una intriga de corte narrativo.Ello explica la gran expecta­tiva creada en torno a la aparición de La ciudad ausente (1992), el primer libro que la máquina de este escritor ofrecía a la impaciencia de sus lectores tras doce años de silencio –a excep­ción de Prisión perpetua (1988), buena parte de cuyos relatos ya habían sido publicados en sus dos primeros volúmenes de cuentos.

La charla que se reproduce a continuación tuvo lugar en el departamento que el escritor tenía en la calle Marcelo T. de Alvear de esta Capital, muy cerca de la Plaza Houssay. Se llevó a cabo a fines de julio de 1992 e iba a publicarse en el diario Clarín a manera de anticipo de La ciudad ausente pero, gracias a las intrigas de un editor sinuoso, fue reemplazada a último momento por un fragmento de la novela en el suplemento cultural de dicho diario. De modo que apareció por primera vez en mi libro de entrevistas con narradores argentinos La curiosidad impertinente, publicado en diciembre de 1993. Realizada antes de que la novela de Piglia estuviera en librerías, eso condicionó en cierto sentido el modo en el cual Piglia se refiere a ella durante la charla, pues sin dudas le resultaba difícil aludir a pormenores de un texto que los hipotéticos destinatarios de la entrevista no podían, en ese momento, conocer.

Más allá de ese detalle, la inteligencia de Piglia, nunca intimidatoria sino, por el contrario, hospitalaria y contagiosa, hizo una vez más lo suyo, no solo durante la extensa conversación sino también en el cuidadoso trabajo de revisión posterior al que sometió mi desgrabación y edición de esa charla, porque no concebía la entrevista literaria como el registro verista y espontáneo de una conversación, con sus inevitables ripios, reiteraciones e inconsecuencias, sino como una continuación por otros medios de su propia obra. Recuerdo por ejemplo que, en un torpe afán de conferir a la entrevista cierto gancho periodístico, yo se la había enviado con el desmesurado título: “Una novela contra el Estado” y él lo reemplazó prudentemente por “El estado de la novela”, protegiéndonos a ambos de una pretenciosidad que no había estado presente en el espíritu de la charla. Esa fue, lo comprendo ahora, una de las muchas formas en que Piglia contribuyó a una amistad que me enorgullezco de evocar hoy aquí. Una complicidad sin duda alguna asimétrica, alimentada sobre la base de conversaciones informales en cafés y restaurantes porteños, de recomendaciones de lecturas, en particular de autores noveles –como yo mismo por entonces–, a los que siempre apoyó; de profusas cartas –cuando él pasaba largos semestres en la Universidad de Princeton y aún no existían ni el fax ni el email–; y de la frecuentación en común de amigos como Andrés Rivera, Juan José Saer o Gerardo Gandini.

A un año de su muerte, releer en esta entrevista las reflexiones de Ricardo Piglia sobre su propia obra o sobre la literatura en general, es algo más que un modesto consuelo. Es la confirmación de la extraordinaria posibilidad que tienen los grandes autores de reactualizarse a sí mismos cada vez que volvemos sobre sus textos.

 

Cuenta que trabaja por las mañanas, desde las 9 hasta las 2 de la tarde, porque “como decía Sade, en las cosas donde la pa­sión está en juego, lo mejor es poner un poco de orden”. Dice también que La ciudad ausente –la esperada novela que publicó a mediados de 1992– es el primer libro que escribió direc­tamente en una com­putadora y que esta, curiosamente, lo acercó mucho más a la experiencia de la escritura a mano. Reconoce que la nove­la fue originalmente escrita entre 1982 y 1985, que la leyó Enrique Pezzoni y que iba a salir en Sudamerica­na; pero que luego, “en un retroceso típicamente macedo­niano”, consideró que la novela todavía no estaba lista. De ese momen­to de la nove­la, quedan como testimonio un primer capítulo aparecido por esos años en el diario Clarín y “Pri­sión perpetua”, una de las historias originalmente incluidas en La ciudad ausente y que luego se publicó, en 1988, en el libro que lleva el mismo título del relato y en el que Piglia reorganizó todos sus cuentos anteriores. Cuando se le pregunta por la demora en publicar la ver­sión definitiva de La ciudad ausente, Piglia dice que el suyo no es un pro­blema de lentitud en la es­cri­tu­ra sino una necesi­dad de rodear de una espera cautelosa el momen­to de la apari­ción del tono que la historia está reclamando.

En la despojada tranquilidad de un departamento céntrico, donde libros, papeles y algunas reproducciones de cua­dros y fotos de escritores constituyen la única escenografía, Ri­car­do Piglia le imprime a la charla una tensión y una velocidad que obligan al interlocutor a cambiar de aire y a re­primir la tentación de querer ser más ingenioso.

Mientras el ladrido de un perro se hace oír con la insis­tencia de un remordimiento ajeno y la intensa luz de la mañana avanza como un crédito de los ojos, Piglia despliega un reperto­rio de afirmaciones contundentes pero atravesa­das por la cer­teza de que todo es, en el oficio de escribir, muy res­balo­so. Antes que nada –arriesga el cronista– porque se lee lo que se quiere y se escribe apenas lo que se puede, evocación borgeana con la que Pi­glia manifiesta estar de acuer­do.

–¿Hubo una idea, una imagen, una anécdota que funcionara como disparador inicial de La ciudad ausente?

–Creo que uno trabaja con un estímulo inicial que, de una manera rápida, podríamos llamar una metáfora o que, de un modo un poco más abierto, podríamos decir que es como un lugar de condensación. En mi caso, pensaba en la idea de la novela como una máquina femenina, tomando eso literalmente.

Me interesa mucho lo de tomar literalmente ciertas expre­siones y hacer de esa literalidad el origen de un relato. Yo siempre digo que, a mi juicio, Kafka escribe La metamorfosis porque toma literalmente la expresión “soy como un bicho”, y creo que muchas veces los relatos empiezan así. Basta atender a la literalidad de alguna expresión para salir de ahí con una historia. En mi caso, era la idea de una mujer/máquina que pro­duce relatos. Desde luego que esa idea se inscribe en una se­rie, ¿no? Desde Scherezade hasta Molly Bloom, pasando por la Hipólita de Arlt, que es uno de los grandes narradores de Los siete locos.

Por otro lado, estaba la figura de Macedonio Fernández que, para mí, funciona como la vida de escritor que habría que escribir en este país, en el sentido de que fue alguien que hizo de la novela una tarea de toda la vida y que ha puesto en esa novela lo que es uno de los fundamentos de la escritu­ra novelísti­ca: la idea de que un hombre pierde a una mujer y hace un com­plot; es decir, un hombre hace un complot porque pierde a una mujer.

–Pero ese nexo de causalidad entre uno y otro hecho lo repo­nés vos, en tu propia novela.

–Claro. Digamos que esa combinación está en el origen de todo el libro. Un origen que es también autobiográfico como el de toda nove­la, porque siempre hay, en ese origen, una emoción privada. Y creo que esa primera emoción privada es siempre una pérdida.

Por otra parte, me interesaba considerar la imagen de una máquina femenina, no sólo como una idea sino también como un objeto concreto. Es decir, un objeto también puede ser un gran con­densador de un relato y, a la vez, ser tomado literalmente.

Yo trabajé con la idea de que esa máquina existe. Y en un sen­tido, creo que la máquina es real y que no he hecho otra cosa que una novela de no ficción. Y tengo la sospecha de que hay una convención por la cual nadie se refiere a esa máquina por­que eso pondría en crisis ciertos textos de la literatura ar­gentina. Si uno hablara realmente de la máquina de Macedonio, tendría que aceptar que los cuentos de Borges, entre muchas otras cosas, son resultado de esa máquina.

–La idea de tomar literalmente una frase o la existencia de un objeto, ¿acerca la novela a la práctica de la tautología?

–La narración siempre tiende a trabajar en el interior de la tautología y del estereotipo. Eso se ve claramente en Flaubert y en Puig. Yo diría más bien –ahora que la novela está escri­ta y puedo pensar sobre algunas cosas que están funcionando en ella– que la idea fue narrar una cosa que está dada; casi como si dijéramos: vamos a hacer una novela sobre el museo de Lu­ján; o: e­sto que todos sa­ben –que la má­qui­na exis­te– no lo voy a ex­pli­car. Algo así como lo que Hitchcock llamaba el MacGuf­fin, un elemento perfectamente conocido y sobreentendido por los per­sonajes que funciona como un momento de alta condensa­ción de la trama.

–¿Cómo fue desarrollándose la escritura a partir del mo­mento en que tuviste clara la imagen de la máquina de narrar?

–El primer problema fue cómo incorporar los relatos de la máquina. Allí apareció una cuestión que siempre me interesó mucho en la organización de una novela que es la idea de la interrupción como un factor central en el arte de la narra­ción. Es algo que tiene que ver con el suspenso, por un lado y, por otro, con el folletín.

–Y, desde luego, con Scherezade.

–Claro, y también con el efecto macedoniano. Pero, al pensar en la interrupción, yo tenía más presentes refe­rencias como Scherezade y una serie de textos que podríamos pensar que cir­culan en esa misma tradición, hasta llegar a una novela de Ita­lo Calvino que me inte­resó mucho: Si una no­che de invierno un viajero. Es decir, una tradición que piensa la novela como un género fundado en la interrupción y que, a par­tir de allí, ve la ligazón con lo que podríamos llamar la experiencia de la vida, que es centralmente una experiencia de la interrupción y del cor­te.

–Es decir, a través del corte y la inte­rrupción, confiabas en alcanzar un efecto de realidad mayor que el del realismo tradicional.

–Exacto. Para redondear, yo diría que quería escribir sobre la máquina de Macedonio con la convicción de que me estaba ocupando de algo que realmente existe y de lo que nadie habla. Y que, a partir de las caracterís­ticas mismas de esa má­qui­na, la idea de los relatos producidos por ella se conver­tía en una necesidad. Por lo tanto, la aparición de esos relatos iba pro­duciendo en la historia ese efecto de interrupción, y eso me permitía mantener ese ritmo de la relación entre la narra­ción y la vida que es, para mí, este juego del suspenso, de la des­viación, del corte.

–¿Qué criterios funcionaron para organizar los relatos en una estructura mayor capaz de contenerlos?

–Por un lado, algo que de un modo naïf podríamos llamar un criterio musical. Admiro mucho la capaci­dad de los músicos para trabajar con motivos y con cortes, con una estructura común que sin embargo es una estructura desar­ticulada, que está hecha de variaciones y de pasajes. Si no fuera demasiado suntuoso, diría que el modelo de construcción que estuvo más presente fue el de la construcción musical, en el sentido de que obras como los cuartetos de cuerdas de Beethoven, por e­jemplo, son grandes modelos de forma. Esta especie de intui­ción musical, también me permitía alejarme de la exigencia de continuidad, de linealidad que suele imponérsele a la narra­ción. Y eso fue inevitable, sin duda, porque yo creo que la forma es siempre invisible, es siempre una pulsión, algo que organiza desde adentro a la novela, y no la organiza porque tenga el aire de una linealidad o la continuidad numérica de un sistema de fragmentos o capítulos.

El escritor Ricardo Piglia, en su casa.Sociólogo y ensayista Chistian Ferrer.

–En el caso de una novela que encuentra en la crea­ción del suspenso un elemento básico, es difícil ol­vidar la hermosa relación que establece Barthes entre la intriga policial y el arte de la fuga.

–Desde luego. Sobre todo para alguien como yo, que ha toma­do el policial como un género ejemplar de lo que es la eco­no­mía de toda narración. Me refiero a la idea de que todo re­lato empieza con una investigación. En este caso, esa investi­gación gira en torno a la máquina.

–Podría decirse que en La ciudad ausente se reemplazan los cadá­veres que van puntuando el avance de la no­vela policial por los re­latos de la máquina.

–La analogía es buena e, incluso, podría pensar ahora que mi problema al escribir fue cómo convertir los rela­tos de la má­quina en cadáveres.

–Más allá del efecto constante de interrupción, la novela tiene una gran unidad; ardua, compleja, pero al fin y al cabo os­tensible.

–Sí. Eso se debe, creo, a que las historias que la componen son muy diferentes por el tono pero son, en el fondo, la misma historia. No en el aspecto más externo y anecdótico, sino des­de el punto de vista de ciertas constantes. Yo no me propu­se que fuera así pero, cuando terminé el libro, me di cuenta de que hay algunos elementos que están en todas las historias, dándole a la novela cierta continuidad propia de una estructu­ra clásica. Incluso diría que demasiado clásica.

–¿En verdad te parece tan clásica?

–Sí, en el sentido de que es una novela que tiene una es­tructura muy fuerte; desde cier­to punto de vista, es casi una pi­caresca cortada por los relatos que, desde luego, no se cuen­tan alrededor de un fogón como en Mansilla.

–Claro. Y ese es el elemento de ausencia, digamos, o de con­temporaneidad, que aleja la novela de lo clásico. Imagino que sos consciente de que la dificultad cen­tral del tex­to pasa por no saber, en muchos momentos, si el relato lo está contan­do la máquina u otra voz, y por ignorar quién es el verdadero destinatario de ese relato.

–Sí, claro. Es evidente que el libro se juega de tal modo que puede ser leído creyendo que toda la novela, incluso Ju­nior, es un producto de la máquina misma.

-Recién mencionaste tu preocupación por imprimirle a cada historia un tono particular. ¿A qué te referías con eso?

–Lo digo cada vez que me preguntan en qué consiste mi preo­cupación concreta al escribir: para mí, se trata de encon­trar una voz, un tono, un determinado tipo de ritmo. En esta nove­la, lo que había era un punto de arranque que era la máquina/mujer, la máquina en el museo. A partir de esa imagen, me di­go: alguien inves­tiga. Y, cuando tengo definido el sujeto de la in­vestigación, viene el verdadero problema, que es encontrar un punto en que la historia se desarrolla en un tono, algo que no tiene nada que ver con el estilo. Me parece que el tono es más bien el ritmo y la distancia que uno tiene respecto de lo que narra. Y es evidente que, si uno a la historia le cambia el tono, cam­bia la trama.

En este libro, las cosas se volvieron un poco más comple­jas, porque necesitaba disponer de más tonos y registros na­rrati­vos que los que he manejado en otros textos. Porque, cada vez que empezaba uno de los relatos de la máquina, tenía que des­cubrir el ritmo a partir del cual podía escribirlo. No me podía asentar en un tono; si bien había un estilo básico que mantuve a lo largo de todo el texto, tenía que encontrar las variaciones parciales que pudieran hacer funcionar cada uno de esos temas.

–Supongo que esos temas en sí mismos deben haber consti­tui­do también un problema.

–Desde ya, también estaba la dificultad concreta de tener que in­ven­tar muchas historias y la consigna de que, cuando una historia estaba construida y con ella cualquier otro hubiera podido escribir toda una novela, yo la cortaba. En este senti­do, no podía dejar de tener presente la historia central de Las mil y una noches, sin duda. Y otro texto que me aparecía y que no releí mientras estaba escribiendo fue el “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges, que yo admiro muchísimo. Es un texto es­crito de una manera supercondensada y con un sistema labe­rín­tico, donde siempre hay una esquina que te tira para otra his­toria. Esa idea de que la trama es como una calle donde abrís una puerta y cambiaste de vida, me gustaba mucho. De ahí, quizá, mi decisión de utilizar la metáfora de la ciudad como el espacio de la novela.

El otro problema que me interesó fue la idea de impri­mir­le una cierta velocidad a la narración; una preocupa­ción que sin duda se vincula con la manera en que se producían las transiciones entre uno y otro relato, y que está ligada al problema de los cortes, de las in­terrupciones y del suspenso. Esta idea de la veloci­dad fue para mí algo novedoso respecto de mis li­bros anterio­res, en el sentido de que traté de traba­jar aquí con un grado de conden­sación y de rapidez extremas, prescindiendo en lo posible de todo recurso a la ironía, un rasgo que a mí me sale naturalmente y que en Respi­ración arti­ficial es la marca de la escritura.

–La ironía, sobre todo en la literatura argentina, aparece siempre para atenuar los riesgos que asume el narrador.

–Digamos que la ironía siempre está presente; no se puede escribir una novela sin ironía, eso es así. Pero yo no quería repetir registros y zonas que ya había usado en otros libros. Ante todo, porque tenía claro que quería contar la historia de un amor, la historia de una pérdida. Una historia que casi podría resumirse en un tango, en el sentido de que para mí los tangos son interesantes como relatos porque la con­dición para que el tipo pueda mirar el mundo es la pérdida de la mujer. La condición de que el tipo se convierta en un filósofo barrial es justamente la pérdida de la mujer, y en eso todos esos per­sonajes son parecidos. Un hombre pierde una mujer y cons­truye un universo; un hombre pierde una mujer y ve el universo meti­do en una mujer: ésa podría ser también la síntesis de “El aleph”, ¿no?

–En lo que respecta a los núcleos conceptuales de la novela, me gustaría llamar la atención sobre el sistema de oposiciones que se arma en ella. Me refiero a que, por un lado, se presen­ta un Estado omnipresente que está todo el tiempo imponiendo discursos y relatos y, frente a eso, se va armando una suerte de contrasistema informático que trabaja desde las antípodas de lo que la novela misma llama Estado para proponer otros relatos, un punto de fuga respecto de la narración oficial que tiende, si cabe el término, a la utopía.

–Creo que es así. Si tengo que describir rápidamente, con un chiste, esa oposición, yo diría que se trata del Estado de Lugones contra el Estado de Macedonio. Desde luego, no me re­fiero a Lugones como el gran poeta que fue y uno admira sino a su idea de un Estado militar y paranoico, una idea, por otro lado, narrativamente muy a­tractiva. Frente a ese modelo, la figura impercepti­ble, mi­croscópica, casi ausente de Macedonio, ese hombre que habla­ba en un susurro con las chicas que iban a visitarlo a Tribu­na­les, mientras dejaba oír los bordoneos de la guitarra.

–Frente a lo estentóreo de las fanfarrias milita­res de Lu­gones, los murmullos inéditos de Mace­donio.

–Claro, esa presencia casi inaudible de Macedonio que, sin embargo, nunca ha dejado de hacerse oír. Para volver nuevamen­te al princi­pio, la idea fue construir alrededor de la figura de Macedonio una suerte de contrarrealidad y, por lo tanto, de contraestado. Estas son cosas que ahora puedo pensar, más allá de la novela misma, como problemas que efectivamente se están dando en el ámbito de lo social, donde se produciría una suer­te de disputa secreta entre el Estado y la novela por imponer un mundo imaginario, por hacer valer cierto tipo de relatos, de narraciones, de modelos hipotéticos.

–En cierto sentido, La ciudad ausente propone una analogía donde nove­la y Estado parecen funcionar de manera similar. Me refiero a que, por un lado, toda novela es de algún modo “policial” puesto que se construye siempre a partir de una investigación; y, por otro lado, la policía misma funciona como un inductor permanente de relatos, a fuerza de apremios o torturas o por su sola presencia.

–Es cierto. Eso me parece que es el resultado de llevar al lími­te una idea que está implícita en el funcionamiento de los rela­tos en el plano social. Porque estoy convencido de que contar es una obligación social. “Contame”, le dice uno a la gente. Y ese “contame” no se da solamente como uno de los grandes momentos íntimos donde se narran realida­des au­sentes, sino que también está el “contame” como una o­bligación social que supone reconstruir realidades visibles. De modo que yo haría una distinción entre lo que es el secreto y lo que es lo au­sente, sin ponerme demasiado metafísico.

Es decir, ese “contame” como obligación social supone que el otro tiene un secreto y que yo puedo hacer que me lo reve­le. De modo que en la esfera de lo social está la punta de una cadena donde también están el psicoanálisis, la policía, y esos momentos de cualquiera de nosotros, cuando viene la mujer que amamos y a la que estuvimos esperando y le decimos: “Conta­me dónde estuviste”, que no es lo mismo que decirle: “Contame qué fantasía tenés” o cualquier otra cosa que tenga que ver con una complicidad y un juego de narrar entre dos.

Podría decir, para insistir con lo del comienzo, que en un sentido tal vez me dejé llevar por la sospecha de que tam­bién hay una novela policial en el sentido literal. La socie­dad es criminal. Y habría que acotar, también, que el mundo de la litera­lidad es algo muy macedoniano. Él era un tipo muy capaz de quedarse quieto, muy atento a la literalidad. Por eso hacía tan buenos chistes, basados casi siempre en ofrecer la literalidad cuando el otro está esperando el sentido figurado de una expresión.

El escritor Ricardo Piglia, en su casa.

–Otra alternativa metafórica de resistencia que la novela plantea es oponer a ese mundo donde los discursos del Estado son abrumadores y omnipresentes dos autores que, junto con Macedonio Fernández, funcionan como los Virgilios de ese in­fierno de frases y relatos: Joyce y Dante. Incluso podríamos decir que, a partir del relato de la isla incluido en la novela, el Finnegans Wake se postula como El Libro.

–Bueno, yo estoy convencido de que el Finnegans Wake es una divina come­dia medio psicótica, contemporánea, pero basada en el mis­mo modelo.

Pero en este libro, pese a tus sospechas, hice un esfuer­zo deliberado por no poner teoría, lo cual no quiere decir que no las haya. Pero estaba cantado, yo tenía que agarrarme la mano para no repetir el efecto de Respiración artificial.

Por otro lado, sí me interesaba en el momento de escri­bir la cuestión de la narratividad, en el sentido de que la narra­ción como movimiento es algo que me parece sobrevaluado como problema. Narrar es fácil. Hay un discurso acá que insiste sobre ese asunto, como si narrar fuera algo complicado, algo que sólo ciertos elegidos pueden hacer. No me parece que sea así. Si nosotros bajamos ahora al bar de la esquina y lo ce­rramos con toda la gente que está adentro, ahí tenemos todas las historias que se te puedan ocu­rrir. Es que no está ahí el problema. Todo el mundo tiene por lo menos una historia. El problema es qué se hace después con eso, qué se quiere buscar, qué otra cosa se quiere hacer.

–Hace un rato te referías a la pertinencia de la metá­fora de la ciudad. Me gustaría hablar de la otra palabra del título, de la ausencia. En la novela, esa ausencia es siempre femenina –la mujer, la patria, la lengua– y, por otro lado, es­tá sujeta a for­mulaciones que hacen muy difícil no pensar en Wittgenstein.

–Sí. Digamos que esto va a contramano de lo todo lo que pue­de entenderse como el gusto de un novelista, pero uno de los libros que a mí me parecen más novelísticos son las Inves­tiga­ciones filosóficas. Un libro que, como se sabe, está cons­trui­do sobre movimientos artificiales, abstractos, de uso de la lengua en situaciones determinadas.

–Además, en Wittgenstein tenemos uno de los casos más nota­bles del uso de la literalidad del lenguaje y también una teo­ría de la ausencia.

–Claro. Según Wittgenstein, sería: lo que no es literal está ausente, que es, otra vez, la diferencia entre secreto y au­sencia. Porque lo que es literal permite llegar al secreto. Por lo tanto, los secretos se pueden descubrir, aunque sea policialmente. Y la policía suele escuchar y ver de un modo, digamos, clásico. Por eso se lleva en cana a tipos por cues­tiones tan laterales como tener el pelo largo, por ejemplo. Por otro lado, siempre me fasci­nó esa imagen de Wittgenstein como una especie de amnésico, al­guien que ha olvidado todo y tiene que empezar de nuevo, con cada objeto y con cada palabra que nombra a ese objeto.

Ahora –para ligar esto con algo que puede estar presente en la novela, pero que la trasciende totalmente– creo que Ma­cedonio avanza en una direc­ción que es parecida a la de Witt­genstein, a par­tir de la ilusión de una lengua propia, de un lenguaje privado. Que es, según creo, la gran ilusión del poe­ta, aquel que quiere hablar con una lengua que sea sólo de él, a diferencia del novelista que trata de hablar con toda la gente.

–A pesar de la evidente importancia que en La ciudad ausente se le concede al lenguaje, en un momento un per­sonaje le dice al prota­gonista: “Un relato no es otra cosa que la repro­duc­ción del orden del mundo en escala verbal, una ré­plica de la vida, si la vida estuviera hecha solo de pa­labras. Pero –usted sabe– en la vida también está la emoción, está el do­lor…”. Por un lado, se podría leer como otra manifestación de la im­pronta de Wittgenstein en el libro, pero esa declaración tam­bién supone una novedad dentro de tu obra.

–Sí, es posible que se trate de una declaración muy abierta de la impotencia del lenguaje frente a ciertos aspectos de la experiencia, la sospecha de que la emoción es extralingüísti­ca. Hace poco veía Shoah, que es un gran film sobre la narra­ción de la experiencia. Porque se cuentan las experien­cias límites a las que un sujeto puede estar sometido, pero algunos cuentan experiencias que parecen imposibles, no ya de contar, sino incluso de haber sido vividas.

En un momento del film, uno de los sobrevivientes, un peluquero, cuenta que los nazis lo usaron para cor­tarle el pelo a los que iban a la cá­mara de gas. De modo que el tipo sabe que, mientras pueda seguir cortándole el pelo a los con­de­nados en la antesala de los hornos, va a estar a salvo. Pero en un momento aparecen su prima y la hija. El tipo –que sigue trabajando de peluquero en Israel, que es donde le están ha­ciendo la entrevista– trata de contar que su drama era si de­bía decirle a esa gente que la iban a matar, porque todos cre­ían que los pelaban y los llevaban a bañarse. Trata de contar lo que fue para él ver a la hija de su prima. Y en ese momento de su relato se larga a llorar. No puede se­guir contando. Es decir, hay un momento en que la experien­cia tiene una cualidad que no se puede narrar; entonces la gente lo úni­co que puede hacer es mostrar directamente la emoción, y llo­rar.

 –¿Cuál es la experiencia que en La ciudad ausente no se pue­de narrar?

–Bueno, creo que de algún modo ya quedó dicho. Se trataba de esa emo­ción vinculada a la pérdida de una mujer. Yo creo que esa emo­ción –que es la de Macedonio– de algún modo ha mar­cado el li­bro.

–¿Podría decirse que esa marca se hace sentir en el títu­lo mismo de la novela?

–Creo que sí. En un sentido, una fórmula como La ciu­dad au­sente es lo más macedoniano del libro; demasia­do macedoniano, incluso, para mi gusto. Me refiero a que alu­de, aunque no se note, a una idea fundamental de Macedonio: lo que está ausente en lo real es lo que importa, ¿no? En esa idea, se expresa la ética no pragmática de él, que me parece muy apropiada para estos tiempos.

–¿Y qué es, en definitiva, lo que importa en la novela? ¿Eso que está ligado a una emoción?

–Sí. La idea de un hombre enamorado que camina por una ciu­dad que es la de él pero donde está perdida la ciudad en la que caminó con la mujer que amaba. Porque la ciudad es una máquina de recordar. Desde luego que esa ciudad perdida o au­sente in­cluye también otros momentos de la vida, no necesaria­mente relacionados con una mujer. Así me pare­ce que funciona, por ejemplo, el Dublín de Joyce.

En ese sentido más amplio, creo que la novela intenta in­si­nuar esos lugares invisibles sin evocarlos del todo. Por eso trabajé, en este caso sí deliberadamente, con lugares muy pre­cisos y reconocibles de Buenos Aires, para intentar construir algo que era lo contrario del realismo; una suerte de irreali­dad, de ausencia, que se manifiesta justamente por aquello que sí está presente.

–Por otro lado, sin ligarla de un modo realista a la actua­lidad concreta, ese anclaje espacial permite que algunas cues­tiones de la novela puedan pensarse en relación con esta so­ciedad.

–Sí. Yo tuve en cuenta eso, desde luego.

–Si me permitís esa posibilidad, yo diría que en La ciudad ausente se reformula esa suerte de divisa tuya que es: “La literatura es una forma privada de la utopía”. Tal como se plantean las tensiones entre novela y Estado, como vos decís, La ciudad ausente parece afirmar que la literatura no es “una” sino “la” forma privada de la utopía. Más aún: que en estos momentos solo puede pensarse en utopías privadas y que esas utopías solo pueden ser literarias.

–Creo que esa lectura me excede a mí, como autor del libro. Y tal vez exceda al libro mismo. No por inapropiada, sino por­que no soy yo quien puede contestar a eso. En todo caso, como ya dije, la novela intenta juntar el ámbito privado, que es el de la pérdida amorosa, con la esfera política, donde se podría llevar a cabo el complot.

Un elemento que tuve muy presente en relación a la figura de Macedonio fue el anar­quismo. Me refiero a que los anarquis­tas dan una lección que a menudo los marxistas no percibimos bien, porque solemos mirar­los con cierta condescendencia, des­de cierta lectura pragmá­tica. Lo cierto es que los anarquistas hacían, en su vida cotidiana, en su lugar privado, el tipo de sociedad que querían. Eran como microsociedades. Vivían en los barrios obreros, se levan­taban a las cinco de la mañana para hacer gimnasia, eran vegetarianos, a la noche se sentaban con los hijos a leer Bakunin, le daban la mitad de su sueldo a los obreros en huel­ga. Sin duda, eran relativamente ingenuos pero hacían ese tipo de cosas casi antagónicas con el modelo de comportamiento que propone el mundo moderno. Y aun­que hoy algunos de los elementos del modelo anarquista se ha­yan con­vertido en cli­sés publicitarios –como la comida vegetariana o ciertos ele­mentos de la ecología– lo que a mí siempre me im­presionó es que tipos como Macedonio o el mismo Juanele Ortiz, sin duda, hacían de sus vidas un modelo de la sociedad que querían.

En este sentido, sí podría decirse que, a través de la figura de Macedonio, en la novela se rescata esa forma de uto­pías privadas, como vos decís. Se revaloriza la actitud de estos tipos que fueron capaces de decirnos: ¿ven que es así, que es posible, que no necesariamente hay que caer en la con­vención generalizada y en los modelos standards que todos los tarados consideran que son los modelos de felicidad posi­bles?

Y en lo que hace a la literatura, la figura de Macedonio es casi un paradigma. Su ética literaria es casi la única en la que uno puede pensar si tiene que unir a un sujeto con la literatura. Uno puede no exigir esa unidad y gustar de grandes textos de tipos que son unos cínicos hijos de puta. Pero, si a uno se le ocurre la idea de hacer esa relación, creo que no hay nadie en la literatura argentina que pueda empardar a Ma­cedonio, más allá de la discusión sobre el valor de sus textos, que es un debate que siempre se puede abrir. Esto fue algo que estuvo presente para mí, volviendo a la metáfora musical, como un leit motiv que yo tenía que tocar siempre en esa par­titura; un tono anarquista que tenía que ver con la idea de por qué no hacer de la vida una microscopía de la sociedad que uno quie­re, después de todo.

No digo que estas cuestiones se plan­teen abiertamente en la novela; no me acuerdo, pero no creo que aparezcan persona­jes que hagan o propongan estas cosas. Pero esto venía a cuen­to de qué polémicas o cuestiones que tuvieran que ver con lo social están de algún modo circulando en el texto.

–Lo que sí se plantea abiertamente en la novela, como ya vimos, es que la única forma de enfrentar los relatos que el Estado quiere im­po­ner es construyendo otros.

–De algún modo, es como si en la novela se dijera que los tipos que resisten en esa sociedad alternativa, secre­ta, lo único que hacen es evitar que se cieguen ciertos usos del len­guaje. Si me apu­rás, yo digo: hay que dejar que la literatura argentina siga actuando.