Los turcos –sufridos económicamente como nosotros- metieron un gol globalizador con una serie en Netlix mientras por casa padecemos la destrucción de nuestras industrias culturales. Nos queda para defendernos una larga historia de logros y luchas. Más lo que pelean les jóvenes.
La pantalla de Netflix la mostraba destellando en primer lugar y me dio curiosidad probar la serie. Por turca principalmente (apenas si vi alguna serie de ese origen, ningún culebrón o teleteatro), por género y porque amagaba con mostrar, de nuevo, alguna cosa turca posta. Se llama The Protector, igual que una película yanqui innecesaria de hace varios años.
The Protector, aunque alguno de sus principales hacedores es occidental y cristiano, es la primera producción turca para Netflix. Está basada en una novela de una guionista de televisión y académica llamada İpek Gökdel. Uno supone que debe ser una novela de nicho, de género, para audiencias vastas, con la típica combinación de fantasía, acción, Historia con mayúsculas pero bien por arribita, piñas y ciencia-ficción.
La serie tiene un guión más bien pavote, engancha un poco, es tan buena o tan mala como tantas series made in todas partes. Acaso es mejor que varias de su tipo porque ofrece algunos rasgos de autenticidad: ciertos escenarios, ciertas actuaciones, ciertos climas. Lo que importa de cara a esta nota es que la industria cultural de un país para nosotros relativamente exótico haga un producto “bien hechito”. Que Turquía tenga capacidad de exportación cultural. Es un país económica y geopolíticamente mucho más relevante que el nuestro. Pero como el nuestro –cuando puede y no soplan malos vientos-, exporta series, telenovelas o películas. Argentina exportó y exporta desde telenovelas “malas” a Rusia o Israel a Libertad Lamarque, Hugo del Carril, Sandro, Isabel Sarli, La hora de los Hornos, pelis premiadas con el Oscar, las de Ricardo Darín, pelis re cool y mucho más. Argentina tiene un larguísimo desarrollo en la materia. Desarrolló además con los años excelentes recursos humanos que son usados para nuestro propio cine y para el ajeno. Lo mismo sucede con las locaciones que se ponen a disposición para producciones de afuera.
Argentina –este es el punto y desarrollaremos- no puede darse el lujo de perder esas capacidades, puestas en riesgo por las políticas neoliberales del macrismo. Nota al pie acá: la capacidad de lucha y creatividad de los hacedores de (sobre todo) nuestro cine hicieron que incluso en tiempos menemistas se hicieran cosas buenas y se sancionaran leyes necesarias. El edificio donde funciona la ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica) fue comprado, caramba, durante la gestión de Julio Márbiz.
Salvemos a Estambul
The Protector tiene de muy bonito y ejemplar que arranca con gran astucia vendiendo Estambul a lo bestia, entra por los ojos. Se sabe que Estambul es una ciudad bellísima. No parece –no lo sé- que el Estambul filmado en la serie sea for-export. Hay una cosa como barrial en algunas secuencias. Como que el protagonista atraviese calles y zocos y ferias saludando: hola, Leyla; qué tal, tío Abdul. O encontrándose con pibes de la calle usados por un gordo feo y melenudo para que delincan para él. Para que orejeen si les interesa, acá va el tráiler:
Yo no creo que la siga viendo, allá ustedes.
Serie medio tontolona con alta clonación de clichés de guiones USA y gestos actorales igualmente USA. Clichés que por otro lado –para depresión de quienes buscamos diversidad cultural y presuntas autenticidades- practican de manera pareja producciones alemanas, chinas, francesas, suecas, brasucas y hasta el gran gigantón productor de cine para medio planeta: la India. Orgullín argento: incluso en pelis mediocres el cine argento promedio copia menos y a menudo es más audaz que el de otras industrias culturales mucho más potentes.
De manera que la serie turca es prescindible pero uno se queda a verla dos o tres capítulos por distintas razones. Porque se habla turco, por los escenarios, por sutilezas en las actuaciones alla turca, por el súper héroe y el suspenso, por las ropas otomanas de hace quinientos años. Al menos el súper chabón es turco y el centro de la guerra entre el Bien y el Mal es Estambul. De nuevo, una Estambul muv bien vendida, así como su historia lujosa, altura toma de Constantinopla. Guerreros musulmanes y su cultura. No importan entonces los lugares comunes, que la co-protagonista sea la típica piba guerrera: Niunamenista, mentalmente más madura que el protagonista, al que entrena para hacerlo súper héroe porque el grandulón es medio nabo. Hay afanos de todas partes, incluidas las novelas/ películas con Tom Hanks del tipo El código Da Vinci. Hay venganzas del huérfano, empoderamiento progresivo del súper héroe, sectas de gente muy buena, malos malísimos, y un millonario filántropo como Bruce Wayne y el otro señor de la serie Arrow.
Holis, Lombardi
Con esto es más que suficiente: Turquía exporta industrias culturales y nosotros ajustamos con Lombardi y exhibimos Argentum en el G-20. Peligran nuestras editoriales, nuestro teatro y nuestro cine. Se bajan de cartel cosas que se hicieron bien durante el kirchnerismo (recursos para el INCAA, aperturas de salas INCAA en todo el país, mayor producción de todo tipo, Encuentro, siguen firmas y también pifias).
El que escribe, apenas vio el primer par de capítulos de The Protector, ya medio había pensado en escribir algo parecido a esto. Pero se dio la no del todo casual casualidad que a los pocos días de ver la serie la hija del que escribe se diplomó en la ENERC.
Vayamos a ella. La ENERC comenzó aun sin existir bajo el amparo de la primera Ley de Cinematografía que creó el Instituto Nacional de Cine en 1957. En 1999 pasó de “Centro” a Escuela. Creció, creció, creció. Siempre favorecida por la polenta de la gente de nuestro cine y dependiendo del Estado/ gobierno de turno. El 6 de Abril de 2015 iniciaron sus actividades las respectivas sedes NEA y NOA.
Por feíto que resulte la manera de contarlo, la ENERC tiene algo de Colegio Nacional de Buenos Aires en cuanto a la dificultad para ingresar y sus niveles de exigencia (o de Pellegrini o los respectivos colegios nacionales de La Plata y Manuel Belgrano, de Córdoba, si prefieren). Todavía hoy, pese a Macri y sus horribles funcionarios de Cultura, la ENERC es un oxímoron: tiene algo de lo mejor del kirchnerismo (mejor: de un Estado interesante en sus políticas culturales) pero sus docentes y alumnos no tienen nada de choriplaneros.
Se los exige a los pibes y mucho. Se los hace estudiar, laburar y practicar según los modos (no necesariamente los criterios estéticos) de la industria: a presión, con tiempos y rigores importantes. A veces se los reconforta con visitas o clínicas dadas por ilustres del mundo. El cuarto año de estudios es el de la tesis –en las diversas carreras: realización, fotografía, dirección, guion, arte, etc.-. La tesis es un corto de 14 a 16 minutos que los pibes (les pibes) tienen que presentar recontra bien resuelto.
Más o menos en la semana en que se entregan los diplomas se proyectan esos cortos, van las familias y les amigue, les pibes la pasan joya y tribunean. Es impresionante el respeto y la atención con que van siguiendo y luego ven la producción de todos, intercambian, se ayudan.
Como padre de sonidista flamante me tocó ir a esa proyección de cortos, con la suerte de que fuera en una sala del Gaumont. La experiencia de ver diez cortos de pibes jóvenes me exhumó unas cuantas vivencias anteriores y olvidadas: festivales de Súper 8, alternativos de los años 80, historias mínimas de los 90, el cine joven y humeante del estallido del 2001. Recuerdos imprecisos de apuestas de todo tipo, nack&pop o posmodernas, cortos buenos o flojitos, paso de los años y las estéticas.
En relación con aquellas des-memorias, esta experiencia fue de lo mejorcito de ese largo proceso de ver ciclos de cortos a saltos desde la recuperación de la democracia. Por calidad profesional y técnica, seguro. Como fruto del aprendizaje en la ENERC. Pero más o también por la polenta de los cortos y sus temáticas. No recuerdo qué cortos habré visto en los 90 pero seguro no fueron estos. Comprometidos los pibes, “bien influenciados” por un poco de todo, sedientos de salir de su propia extracción social y explorar otros mundos.
Varios de los cortos –no importa si el guion o dirección eran de pibe o piba- tenían que ver con temas de género. Previsible por la edad y pertenencia de les chiques pero de nuevo no importa. Jugados algunos. Una abuela zafada gozante de su lesbianismo haciendo una concha con la masa de una torta. Un beso intensísimo y bello de dos muchachos en un bosque de coronillo en la pampa húmeda, contra un tronco.
Otro grupo de cortos no tenían ni una pizca de urbano, ni un microgramo de “mundos tecnológicos de los chicos jóvenes”, ni la típica autoreferencialidad de las clases medias más o menos cultas. No: paisajes pampeanos, asados, diálogos y sujetos populares. El más aclamado por la crítica interna de los pibes –según supo de manera endeble el que escribe- es un corto muy bello que se desarrolla integralmente de noche en una pileta cubierta. Dos hermanas se llevan todo el amor y los aplausos dentro y fuera de la pileta y sus sonidos acuáticos en semipenumbra. Está la típica historia del boxeador de provincias veterano, bien resuelta. El montaje de la pelea final es alucinante, precioso. Hace recordar Toro salvaje, pero es más mejor. Porque se resolvió de otro modo a puro ingenio tercermundista, con un pibe que practicó meses los encuadres y planos apenas con un celular. Hay otra pelea, en otro corto, que recuerda las de Matrix, en versión irónica.
Filmar es redistribuir
Detalle que parece menor pero no: en los cortos de la ENERC laburan actores profesionales que se hacen sus manguitos. A menudo son buenísimos y vienen del teatro, es decir de la malaria. No es el sentido (o también lo es) de esta nota: pero hay mucha gente que estudió los recursos (divisas también) y los empleos que generan nuestras industrias culturales. Es mucha guita para el país y es a menudo mucho talento.
Eso es lo que hay que cuidar, junto al hecho de darnos una identidad por diversa y contradictoria que sea. Menos gestito fruncido por el hecho de que parte de los créditos que da (daba) el INCAA vayan a parar a películas opinables que a menudo ven pocos. ¿Cuánta mierda se consume en el mundo y no nos quejamos de tales “derroches”. ¿Cuánta mierda habrán producido las industrias culturales turcas hasta venderle la serie a Netflix?
Como buen integrante de mi generación cuando era chico consumí mucho western y mucho spaghetti western. Ya en la adolescencia me daba pena que nuestro cine no hiciera con nuestra historia y nuestro gaucherío, salvo excepciones clásicas, su propio western (chivo: mi novela sobre el padre Castañeda tiene bastante de eso aunque medio en solfa). Una respuesta a mi pena por la ausencia de un “western nacional” me la dio Aballay, de Fernando Spiner, película preciosa.
Si hay algo que nos apena del tiempo macrista a los veteranos es qué país le toca/ tocará vivir a nuestros hijos. Vamos al remate: ojalá –en lo que respecta a esta nota pero dicho también de manera simbólica- un día seamos un país en el que se filmen una, dos, tres, mil películas como Aballay.
Y vamos todavía les pibes de la ENERC.