Alguien carga una maleta en la avenida Colón de Mar del Plata. Tal parece que esa maleta o es inmensa, o es muy pesada, o es muy extraña. Y es que todos observan con alguna rara inquietud a la maleta y a quien la carga. El trayecto y el destino son igualmente inquietantes.
Tras una hora de buscar y tomar cosas en el departamento, me detengo y observo con calma. Es importante no olvidarse de nada para luego no arrepentirse, son nuestras vacaciones después de todo. Me inclino, tomo la valija por debajo y sin demasiado esfuerzo vuelvo a colocarla en la cama. Tomo el cierre y lo muevo en tres trazos, lo justo y necesario. Tras contabilizar las remeras, camisas, pantalones –de varios tipos–, ropa interior, pañales, accesorios, elementos de higiene personal, computadora portátil, revistas de autodefinidos, libros, lapiceras y demás, me doy cuenta de que no había olvidado nada. Tras devolver todo a su lugar, hago el espacio necesario para Clara, la acomodo con cuidado y así cierro la valija por última vez.
Considero que la Avenida Colón es la más bella de la ciudad. Tan magnífica como extensa, con más de cien cuadras en su haber, varias plazas repartidas de manera bastante equitativa, emplazamientos de lo más variado y sus vientos, que van desde brisas veraniegas a ráfagas sorprendentes. La avenida comienza en la costa marplatense con un ascenso y descenso vertiginosos, cumplen con la misión de desafiar al más entrenado y brindar toda la perspectiva necesaria para que el ciudadano promedio continúe viaje.
Solo caminé tres cuadras y ya siento el sudor acumulándose en mi espalda. La valija es más pesada de lo que calculé, y mis brazos van venciendo ante la tarea. Voy alternando el izquierdo y el derecho, confiando en que servirá en el futuro cercano. Sin embargo, al cabo de treinta cuadras recorridas, ya dos personas me ofrecieron ayuda. Parecían sorprendidos cuando les contestaba que nos íbamos de vacaciones, aunque quizás era tan solo por la falta de un medio de transporte motorizado. Hubo otras personas que observaban la valija con curiosidad, algunas lo hacían incluso con recelo.
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La plaza no está desierta, pero considerando que hoy es sábado, en primavera, el clima no está mal y son casi las cuatro de la tarde, imagino que esto es lo más cercano posible. Algunas familias se dispersan por los seiscientos metros cuadrados de parque, dando lugar a muchos claros donde uno puede gozar de cierta tranquilidad. Incluso tengo la suerte de dar con la sombra de un árbol, lejos de las miradas de la avenida. Aún en días de no tanto calor, disfruto sentarme debajo de un árbol y compartir su aire. Apoyo las manos en el pasto y estiro las piernas, esperando encontrar un poco de paz corporal. Aun así, continúo con esta sensación de agotamiento. Intento controlar mi respiración, con pausa, eso ayuda. Ningún marplatense parece prestarme atención en esta tarde primaveral, soy tan solo un hombre a punto de irse de viaje e intentando descansar sobre el pasto. Abro la valija y dejo salir a Clara, que al parecer se encuentra exhausta por la travesía. La coloco en mis brazos y nos quedamos así. Me pregunto si existe algo más hermoso y delicado en el mundo, aunque de sobra sé la respuesta a esa pregunta.
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–Mirala cómo duerme, no puede ser más hermosa –la voz de la señora es ronca y sus ojos desbordan de calidez, casi que puedo sentirla.
–Sí, realmente lo es.
–¿Cómo se llama? Tiene cara de Anita –me mira fijamente mientras se aventura.
–Se llama Ana Clara –dibujo una sonrisa cómplice.
–¡Lo sabía! –sus arrugas también se mueven, acompañan su sonrisa–. Es un hermoso nombre.
–A mi mujer le gustaba Ana y a mí me gustaba Clara.
–¿Estás bien, querido? –de repente dirige su atención hacia mí–. ¡Tenés una cara de cansado tremenda!
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La vista de la terminal de ómnibus me devuelve un poco de aliento. A pesar de ser más espaciosa y moderna que en su anterior versión, disfrutaba más de la original, por su estilo, su mística y –por qué no– también su cercanía a mi domicilio. Después de todo, los viajes realizados han representado los momentos más álgidos de mi vida, lo que explica por qué me encuentro donde me encuentro, cargando con una valija que evapora lo último que me queda. Mis brazos, mis piernas y mi espalda. Todo mi cuerpo ha cambiado en el proceso. Atravieso el umbral de entrada, adquiero el boleto en un puesto cercano y recorro los metros necesarios. Ahora me hallo a la espera, en la fila necesaria para abordar el tren. A diferencia de mi estadía en la plaza, mi presencia ya no pasa tan inadvertida. Percibo cómo capto miradas provenientes de las personas que me rodean, esperando para subirse al tren o bien acompañando a los que lo harán. El calor me invade desde abajo, recorre mi cuerpo hasta llegar a lo más alto, y el ciclo vuelve a iniciar. El servicio de las 18 horas parece estar demorado. Pienso que Clara no aguantará mucho más. Con delicadeza, coloco la valija en posición horizontal y la abro. Clara sigue durmiendo y yo la abrazo, la abrazo sin miedo a hacerle daño porque este amor sé que no puede destruir a nadie. Mis ojos se cierran. Mis músculos se relajan. La gente parece inquietarse y se acerca. El volumen ambiente aumenta y comprendo que a estas alturas ya no hay vuelta atrás.
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Siento la brisa, el calor ya no existe. Clara y el mar, que va y viene como tantas otras cosas, acarician mis oídos y me devuelven la paz. Sonrío, no entiendo cómo sin abordar un tren alcanzamos semejante destino. Estamos solos. Clara se llena las manos de arena, yo completo una de mis revistas de autodefinidos. Me reta a una carrera sobre la playa. Doy mi mayor esfuerzo, pero al final me vence con facilidad. ¿Dónde está la gente que observaba en la estación? Como si todo este tiempo lo hubiera sabido, me volteo y los veo sobre la loma de Colón, me saludan con un pañuelo. Nos desean un viaje sin tormentas ni tormentos. La línea del mar, que venía asomando con el tiempo, nos cubre los pies y nos quedamos así, quietos, absorbiendo una parte de la inmensidad que se despliega en nuestro frente. No veo dónde dejé mi valija, pero no importa porque Clara no pretende volver a ella. La observo, se encuentra a unos metros de distancia, construye un nuevo castillo sobre la arena y la admiro, sonrío, pienso un posible aporte en el proceso de construcción. Una vez que termina, contemplamos la obra final y nos quedamos así. Me toma de la mano y me insta a seguir. Ella sabe –tan bien como yo– que hay más destinos por visitar y el viaje no puede terminar así.
FUENTE: lapalabraprecisa.com.ar