Hay una larga historia de resistencias encarnada por las diversas comparsas del paisito, que arranca desde principios del siglo pasado y llega hasta hoy. Cuando la fiesta y la protesta  desfilan de la mano.

La tarde se ha desvanecido y es perceptible cierta agitación en el clima del barrio. En el Defensor Sporting ya prendieron las bombitas del frente y el viejo pizarrón anuncia con impecable caligrafía a los diversos grupos carnavalescos que animarán la velada. En tanto, las decenas de personas que ya iniciaron una prolija fila ante la boletería, analizan con detenimiento el nombre de las murgas y parodistas que esta noche se llevarán como trofeo el aplauso de un público que se pondrá de pie para saludar a aquellos que por pocas horas serán sus voceros pero también sus críticos más feroces.

Adentro, el botijerío se adueña del escenario ante la desesperación de algunos padres y la indiferencia de otros, mientras la tribuna popular de la cancha de básquet va poblándose lentamente de jóvenes y las plateas -en verdad, rudimentarias sillas de plástico- comienzan a recibir a familias enteras munidas del infaltable termo y los paquetes de bizcochos. Ya se llevan vendidas varias series de rifas y la densa neblina provocada por el humo de la parrilla donde se doran los chorizos, lo ha invadido todo. De pronto, un rumor crece desde el pie: ha llegado el micro que transporta a los integrantes de Falta y Resto, Araca la Cana, Contrafarsa, Agarrate Catalina La Reina de la Teja o Los Diablos Verdes seguido de cerca por otros vehículos que transportan a la hinchada. Falta muy poco para que un colorido aluvión de caras pintadas seduzca a una concurrencia dispuesta a ejercer la complicidad.

Quienes durante cuarenta días recorren centenares de tablados y levantan las banderas de estas agrupaciones son guardas de ómnibus, canillitas, obreros del vidrio, textiles, de los frigoríficos o desocupados, viven en La Teja, La Unión, el Cerro, y como por arte de magia se transforman durante el carnaval en músicos, coreutas, actores, coreógrafos, mimos, parodistas.

Según Pepe Alanís -murguero y murgólogo- la cosa viene de lejos, de la andalucísima Cádiz para ser más precisos, un lugar donde el carnaval también convocaba multitudes. El primer grupo de esas características que se constituyó en Montevideo data de 1909 y se llamaba precisamente La Gaditana. Avanzada la década del 30 del siglo pasado, a puro bombo redoblante y coro desafinado, comenzaron a brillar, entre otras, A la Gran Muñeca, Patos Cabreros, Asaltantes con Patente y La Milonga Nacional. Sus líderes, aunque no siempre las dirigían, eran personajes legendarios como Pepino, Cachela, Pianito, Tito Bermejo, Tito Pastrana, Canario Luna, y la estructura habitual del espectáculo que ofrecían, que se repite hoy con pocas variantes, comenzaba con la presentación, continuaba con los cuplés -piezas costumbristas cargadas de humor ingenuo y alusiones autorreferenciales-, proseguía con la crítica o salpicón -sátira acerca de situaciones o personajes vinculados con la actualidad política y social- y culminaba con la retirada, verdadero manifiesto donde se ponía toda la carne en el asador.

Un personaje central fue y sigue siendo el letrista, capaz de combinar en sus temas -montados sobre remedos de las canciones más populares de cada época- la nostalgia por el pasado, cierta sensiblería, los avatares del amor romántico, el respeto por los valores familiares, el fútbol omnipresente y la esperanza en una sociedad mejor.

Por entonces ya se manifestaba la fortaleza del mensaje contestatario, como lo demuestra esta cuarteta de Los Saltimbanquis que data de 1940: “Que bonito es ser soldado de la patria/y que linda es la instrucción militar/más bonito son escuelas, no cuarteles/elevando la cultura nacional”. Pero los cambios más trascendentes en esa temática repleta de pierrots y colombinas comenzaron a evidenciarse en la década del 60 del pasado siglo, cuando Raúl Sendic, símbolo de la lucha de los trabajadores azucareros del departamento de Artigas, encabezaba masivas marchas campesinas, se extendía la rebelión obrera y estudiantil y el derrumbe del “estado de bienestar” batllista, que se extendiera durante más de 50 años, daba por tierra con el mito de “la Suiza de América”.

El “paisito” se lamía las heridas y la nueva camada de poetas y músicos (Rubén Lena, Pepe Guerra, José Carbajal “El Sabalero”) encontró en la murga una herramienta a la medida de sus utopías transformadoras. El punto de inflexión lo marcó la entronización de la dictadura militar en 1973. Las viejas agrupaciones se reconvirtieron con el fin de asumir el nuevo desafío: enfrentar al despotismo sin abandonar el espíritu original ni tirarle carne a los leones. El ingenio gambeteaba la imbecilidad de una censura que procuraba sin éxito sepultar la gestualidad, el grotesco, la crítica despiadada de esa expresión cabal de la uruguayez. Un tema, “A redoblar” -música y letra originales- se constituyó en emblemático himno de la rebeldía: “Volverá la alegría a enredarse con tu voz/a medirse en tus manos/y a enredarse en tu sudor. /Borrará duras muecas pintadas/sobre un frágil cartón de silencio/y al aliento de murgas saldrá. /A redoblar, a redoblar, muchachos esta noche/cada cual sobre su sombra/cada cual sobre su asombro/desterrando la falsa emoción/el la la la/el beso fugaz/la mascarita de la fe. /A redoblar, muchachos que la noche/nos presta sus camiones/y en su espalda de balcones y zaguán nos esperan otros redoblantes, otra voz/cansados de sentir la mordedura del dolor/porque el corazón no quiere entonar más retiradas”.

Araca la Cana, fundada en 1935 por un grupo de canillitas, repetía en el tablado sin abusar de la sutileza: “Araca es la murga compañera/de un pueblo que construye su senda verdadera. /Pueblo, tu arrogancia es una flor/que aún marchita vive en su aromar/nunca vivirás como un mendigo/porque tu mismo encuentras/para el traidor castigo”. Falta y Resto  no se quedaba atrás y en 1983 presentaba un cuplé titulado “Murga la…”, donde trazaba un desopilante cuadro de la situación que se vivía bajo la dictadura: “Luego de haberlo estudiado y después de meditar/allá en mi barrio formamos una murga sin cantar/una murga que no tiene presentación ni cuplé/y que no tiene siquiera director que diga “tres”/que no se pinta la cara, que no tiene batería/que no aleja las tristezas trayéndonos alegría/que no baila, que no ríe/que no tiene despedida/que no sale por los barrios para no ser aplaudida./Era un lujo el escuchar aquella murga callada/único caso en la historia, ninguno desafinaba. /Tuvo mucha aceptación, porque todita la audiencia/imaginaba la murga de acuerdo con su conciencia”.

Los uniformados se debatían en la desesperación, intimidaban, perseguían, prohibían letras, vedaban murgas enteras, encarcelaban a sus directores -tal el caso de Antonio Iglesias de Los Diablos Verdes- pero no lograban detener el vendaval carnavalero. Las agrupaciones participaban de las movilizaciones, recorrían los barrios y extendían su auditorio a todo el territorio nacional. También modernizaron su estructura musical incorporando instrumentos como la guitarra eléctrica o el bajo y el coro desafinado de otrora se transmutó casi en un polifónico que incluía voces femeninas. El discurso de barricada comenzaba claramente a primar por sobre el humor y la frescura de la crítica de costumbres.

Después de la pesadilla dictatorial, la democracia formal y condicionada liberó las compuertas expresivas y comenzó un debate del que dieron cuenta los periodistas Milita Alfaro y Carlos Bais, en una extensa nota publicada por el semanario “Brecha” en febrero de 1986. El centro de la polémica: una presunta antinomia entre la “murga-murga” y la “murga-mensaje”. Para el extinto Tito Pastrana, numen de La Nueva Milonga, “el pueblo está amargado, muerto de hambre, ¿va a venir al tablado a que le digan lo mismo?”. En las antípodas, Pepe Morgade, de La Reina de La Teja, replicaba: “Mayoritariamente le cantamos a un público de extracción proletaria y nuestra preocupación es que comprenda por qué estamos sumergidos. La Reina conforma un comité de base frenteamplista con compañeros de todos los sectores. Más que una murga es un grupo político que tiende a la consolidación de un movimiento popular de vasto alcance”. Catusa, un mito del Carnaval, terció en la discusión con una afirmación tajante: “No existen la ‘murga-murga’ ni la ‘murga mensaje’, existen las murgas con coraje y las murgas sin coraje”.

Como sea, en estos días las bombitas del Defensor Sporting y la de decenas de tablados volverán a encenderse y miles de montevideanos sentirán que, como dice una letra de Contrafarsa, “volvió la murga a seducirlos otra vez/sin que se dieran cuenta, cayeron en la red”.

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