Esta es la historia de Gonzalo Guerrero (1470-1536), arcabucero andaluz que viajó a América en busca de oro hasta que un naufragio y el contacto con la sociedad maya cambiaron su destino. Acabó sus días como líder militar indígena. En México le llaman padre del mestizaje.

En Flandes, en 147, Teofrastus me lo explicó todo. “Nos dieron la diversidad del mundo”, me dijo, “pero nosotros sólo queremos el oro. Tú encontraste un tesoro, una selva infinita, y sentiste infinita desolación”.

William Ospina, El país de la canela.

Jamás ha habido tanta crueldad en invasión alguna de griegos o bárbaros […] Entramos por la espada, sin oyrles ni entendeles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios.

Padre José de Acosta, De procuranda indorum salute.

UNO. Al menos tres veces lo dieron por muerto

Con los años cayó sobre su tumba una montaña de embustes. Al menos tres veces lo dieron por muerto. El renegado. Así lo llamaron. Algunos rumoreaban que había llegado antes que nadie a la mítica ciudad de murallas de oro que se alzaba tras las montañas. Otros lo hacían de vuelta en su hogar de Palos de la Frontera. Los fabuladores de mente más febril lo describían como un demonio pintado con los colores de la guerra, capaz de arrancar el corazón de sus hermanos cristianos o de sacrificar a su hija para ganar una batalla. Tanto se dijo sobre Gonzalo Guerrero y tanto temor llegó a inspirar su nombre que muchos quisieron borrarlo de la historia y poner en duda su misma existencia. Pero yo puedo dar cuenta de quién fue y qué hizo, pues fui el único testigo de su transformación insólita. Solamente yo, Jerónimo de Aguilar, siervo de Dios, natural de Écija y, por azares de la historia, primer traductor de Hernando Cortés, puedo narrar cómo un soldado de sus católicas majestades perforó su rostro, colocó argollas en sus orejas, cubrió su piel, desposó con una princesa y juró lealtad a la tierra y a los dioses mayas. Vi cómo rechazó unirse a los hombres de Cortés y se volvió contra sus antiguos compañeros de armas. Todo aquello pasó por mis ojos incluso si por un tiempo alimenté lo peor de su leyenda. Dirán de Gonzalo Guerrero que fue un traidor, un hereje, un idólatra. No faltan a la verdad quienes así lo describan, pero habrán de añadir acto seguido que durante una década hizo imposible la conquista del Yucatán, que vio antes que nadie que el verdadero tesoro de las Indias no estaba hecho de metales preciosos, y que tal vez llegó a ser el único hombre verdaderamente noble de todos los que hicimos el mismo viaje.

DOS. Levantaban sus tronos sobre una montaña de huesos

Su historia, que es también la mía, comenzó con un naufragio. Nos conocimos por azar, como siempre funcionan las cosas en este lado del mundo. La rueda de la fortuna gira en las nuevas tierras con la velocidad del demonio. He visto a porqueros convertidos en señores de imperios, y a reyes que se tenían por dioses rebajados a siervos. Como a tantos otros, a él lo puso rumbo a las Indias el deseo de alcanzar el oro y la gloria que se le negaba en Castilla. Corría el año 1508. Por los pueblos de Andalucía, de Extremadura, de Navarra, andaban de boca en boca las historias fabulosas de un mundo recién descubierto, repleto de tesoros al alcance de un puñado de temerarios. La mayoría no tenían apenas nada que perder. En su cabeza se tenían por héroes de novelas de caballerías. Hacían el viaje con un hambre de siglos, con la rabia en las entrañas de más de un siglo de guerras. La idea de abrirse camino a golpe de espada no sólo no desanimaba a aquellos codiciosos hidalgos; al contrario, les bendecía el papa de Roma y el bien del imperio.

Por entonces, tanto la reina Isabel de Castilla como el almirante Colón habían muerto. En la corte, los consejeros de Fernando de Aragón ya daban por sentado que aquellos territorios de ultramar no podían ser unas cuantas islas de camino a Japón, sino un continente distinto. El florentino Amerigo Vespucci ya había impreso su Mundus Novus y hablaba de una tierra distinta de Europa, Asia y África que, por burla de los cartógrafos, pasados los años terminaría llevando su nombre. Y aun así, a casi todos los que emprendimos el viaje nos traía sin cuidado cómo se llamaba el lugar adonde íbamos. Cruzamos el océano después de oír cuentos y cuentos, imaginándonos que nos esperaban arroyos de plata. Algunos, los que sabían leer, soñaban con la fuente de la eterna juventud o el reino de las amazonas. Pero todos –y en esto me incluyo– confiábamos en un futuro distinto y mejor, una vida diferente a la miseria que nos esperaba en nuestros pueblos. La libertad de no tener que bajar la cabeza ante reyes y alcaldes o la posibilidad de borrar de un golpe las culpas del pasado eran razones poderosas para embarcarse hacia lo desconocido.

Poco tardaríamos en constatar que los vicios del mundo que dejábamos a la espalda ya habían gangrenado el nuevo. No habían terminado los castellanos en clavar sus banderas cuando ya se hacían la guerra unos a otros por ver quién era el señor de cada palmo de tierra. Así fue como Gonzalo Guerrero y yo supimos de las disputas fratricidas entre Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa sobre los respectivos límites de sus gobernaciones. No sería la primera ni la más grande ni mucho menos la última pelea. Años más tarde llegaría la mañana en la que el Perú se despertase con dos virreyes, cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro hicieran chocar dos ejércitos de conquistadores porque ni siquiera todo el oro del reino más rico de las Américas llegaba a la altura de su codicia.

Pero no debo anticiparme, aún faltaba tiempo para todo aquello, pues si en vida poco traté a Pizarro, sí conocí muy bien y muy de cerca a Guerrero, el único conquistador que dejó de conquistar. A su llegada no era muy distinto de tantos otros. También veía en sus ojos esa sed de un poder desmedido, y a fe mía que contaba con buenas cartas para lograrlo. Desde joven tenía condiciones físicas para la guerra. Era hombre de mar y buen soldado. Cuentan que con apenas doce años sabía manejar la espada. No había cumplido los diecisiete cuando ya luchaba a las órdenes del Gran Capitán. Participó en las campañas contra el último sultán de Granada, y después contra el francés en Nápoles. Tenía un cuerpo grande y robusto, tan alto que su cabeza siempre sobresalía, y su reputación de fiero hizo que los señores principales quisieran tenerlo a su lado. De tal modo que se ganó las simpatías de Vasco Núñez de Balboa en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, cercana al istmo de Panamá, y punto exacto donde comenzaron nuestras desgracias.

Monumento a Gonzalo Guerrero y Zazil-Ha, junto a sus hijos, en Chetumal, México.

No faltaré a la verdad. No fue un santo. Ni un ángel. Ya desde el comienzo vimos el trato brutal que se dispensaba a los nativos, y ninguna de esas crueldades provocó su repulsa. Hacía falta ser ciego o sordo o hipócrita, o las tres cosas a la vez, para ignorar los muchos abusos. En España, décadas después de que Gonzalo Guerrero y yo abandonásemos este mundo, los funcionarios habrían de redactar leyes que hablasen, sí, de evitar los excesos, bautizar a los conversos por las buenas y con argumentos teológicos, castigar el sadismo y procurar a los indígenas trato de cristianos. Al fin y al cabo, la conquista se justificaba por el mandato de llevar las almas al amparo del Señor.

Y sin embargo, pocos podían ser tan ingenuos como para ignorar que, desde el mismo momento en que se imprimían, las leyes no eran sino papel mojado sin efecto al otro lado de las aguas, pues el sistema de encomiendas no era sino una forma muy católica de disimular la esclavitud. Los abundantes y continuos tormentos, conocidos como “trabajos de sujeción”, eran, como años más tarde escribiría en su famosa relación el padre Bartolomé de las Casas, el único modo en que unos cuantos miles de barbudos podían tener esclavizados a millones de indios.

Una obra por los españoles en esta isla principiada y en todas las Indias muy usada y ejercitada; y ésta es, que cuando llegan o están en una tierra y provincia donde hay mucha gente, como ellos son siempre pocos al número de los Indios comparados, para meter y entrañar su temor en los corazones y que tiemblen, hacer una muy cruel y grande matanza.

O como escribió Fernández de Oviedo:

Cosas han pasado en estas Indias en demanda de aqueste oro, que no puedo acordarme dellas sin espanto y mucha tristeza de mi corazón. […] Cansancio es, y no poco, escribirlo yo y leerlo otros, y no bastaría papel ni tiempo a expresar enteramente lo que los capitanes hicieron para asolar los indios e robarlos e destruir la tierra, si todo se dijese tan puntualmente como se hizo; pero, pues dije de suso que en esta gobernación de Castilla del Oro había dos millones de indios, o eran incontables, es menester que se diga cómo se acabó tanta gente en tan poco tiempo.

En unas décadas había dado comienzo el exterminio de pueblos enteros. Entre los abusos, los castigos ejemplarizantes, el trabajo hasta quebrar el cuerpo y las plagas nuevas que desconocían en esas tierras, los conquistadores levantaban sus tronos sobre una montaña de huesos.

En aquellos tiempos, el espanto y la codicia convivían con la fascinación por completar en los mapas el dibujo del orbe. No en vano fue Vasco Núñez de Balboa quien contempló el mar del sur, el lugar donde se unían los dos océanos. Con esa buena nueva zarpamos Gonzalo Guerrero y yo de Santa María del Darién rumbo a la isla de la Española. Éramos decenas de hombres y dos mujeres, y viajábamos con las despensas repletas de oro. La misión se presentaba sencilla, pero no tardó en torcerse por la mano inexperta del capitán de la nao, Juan de Valdivia, un marinero ambicioso pero escaso de luces, ya que sus buenos contactos en la corte y el favor de sus familiares le habían llevado a ascender más alto de lo que aconsejaban sus méritos. Valdivia capitaneaba la Santa María de la barca con prisas, sin respeto por las aguas, desdeñando los vientos y los malos presagios mientras surcábamos las costas de Jamaica. Deseaba hacerse con un nombre que justificase su posición: llegar a Santo Domingo, impresionar al emperador con el oro del quinto real e informar a Diego Colón, el hijo del Almirante, que Vasco Núñez de Balboa había divisado un inmenso mar, de tal forma que quizás pudiera hacerse realidad el delirio de llegar al Oriente rumbo al Occidente, esa impresa quimérica que su padre, Cristóbal, jamás realizó y en la que insistió hasta el final de sus días, incluso cuando todos los cartógrafos le refutaban.

Y fue entonces, en los arrecifes de las Víboras, cuando el cielo se abrió sobre nuestras cabezas.

TRES. El hombre de fe y el hombre de espada

Estatua de Gonzalo Guerrero en Akumal, México.

Quienes lean este relato sospecharán que invento, y hasta cierto punto he de advertir que la historia que aquí se cuenta siempre estará coja. Ningún relato puede ser fiel espejo de lo ocurrido, en tanto seguimos ciegos al testimonio de los mayas. La historia no sólo la escriben los vencedores, sino también fabuladores portentosos. Los años y la distancia entre lo vivido y lo leído obligan a recelar de crónicas y de cronistas, no digo ya de las cartas de relaciones manuscritas por los propios conquistadores, que más que con la historia emparentan con los cantares de gesta.

Según lo que se escribió tiempo después, al tercer día de nuestro viaje el cielo se cubrió con la madre de todas las tormentas. El necio Valdivia, que debía puesto y carrera a la intercesión de su padre, nos condujo al ojo de la tempestad. La nao se partió en pedazos, los diez mil pesos de oro se fueron al fondo del océano y apenas dieciocho desgraciados y las dos damas pudimos subir al batel de salvamento y arañarle tiempo a la muerte. Bien me gustaría que la crónica terminase aquí, pero ese no fue más que el prólogo de nuestras penurias.

Francisco Gómez de Gomara recoge así el testimonio de nuestras desdichas:

“Sin vela, sin agua, sin pan, y con ruin aparejo de remos; y así anduvimos trece o catorce días, y al cabo echónos la corriente, que allí es muy grande y recia, y siempre vas tras el sole a esta tierra, a una provincia que dicen Maia. En el camino se murieron de hambre siete, y aun creo que ocho”.

Otros cronistas añaden que nos asaltó un banco de medusas y hasta un tiburón en busca de merienda, que bebíamos nuestros orines para engañar a la sed y de milagro no morimos todos de inanición.

Si bien en aquellas fechas yo no había sido ordenado sacerdote, me vi confesando los últimos pecados y dando la extremaunción para dar alivio a las almas. Guerrero no fue de los que tuvo interés en confesarse. Pronto caí en la cuenta de que el de Palos era del tipo práctico, más dedicado a salvar el cuerpo que el espíritu.

Como digo, nos faltaban por vivir unas cuantas desgracias. Poco más de la mitad alcanzamos al cabo de unos días eternos la costa de Yucatán. Caímos en la playa al borde de la muerte y vencidos por el sueño, con la suerte funesta de caer en la tribu de los Cocomes, descrita por todos los cronistas como belicosa y enemiga de los extraños. El recibimiento no fue amistoso. Recuerden que habían pasado ya dos décadas desde el viaje de la Pinta, la Niña y la Santa María. Los nativos ya no nos tenían por dioses, y muchos ni siquiera podían considerarnos posibles amigos. Las historias sobre los barbudos cruzaban las selvas. En dos generaciones, los españoles pasarían de ser descritos con la voz de “teotl”, equivalente a dioses en la lengua de los aztecas, a la voz en idioma mapuche en Chile de “huinca”, la palabra con la que se designaba a los ladrones.

En resumen; nos recibieron a palos. Los cocomes portaban lanzas, arcos y flechas, y grandes varas rematadas en piedra. Hubo a quien le concedieron la gracia de seguir viviendo por haber sobrevivido a heridas tan hondas cuya sanación no podría explicarse sin intercesión divina. Respecto a mí, todavía no acierto a entender por qué azares quiso Dios que esos hombres de piel pintada y perlas en los dientes se decidieran a salvarme la vida. Quiero pensar que se extrañaron de mi atuendo, y que al ver mi libro de horas y escuchar mis rezos en latín debieron pensar que disponía de un vínculo cercano con los dioses. No importaba si era la primera vez que veían la imagen del crucificado: sus tradiciones les desaconsejaban enojar a chamanes, espíritus o dioses ajenos.

A Gonzalo lo salvó su corpulencia y la furia con la que se defendía. Los cocomes quedaron impresionados por sus hechuras de gigante, ya que ni el más alto de todos ellos llegaba a los hombros del onubense. En cuanto al resto de la expedición, ya pueden imaginarse. Su aventura en busca de palacios y esmeraldas terminó en aquella playa alejada del Santo Espíritu, en un lugar que aún no aparecía en los mapas.

Quedábamos un puñado y pronto solo seríamos dos: el hombre de fe y el hombre de espada.

Imagen de apertura: Theodor de Bry, grabado.

Continuará mañana.