Los herederos de Gabriel García Márquez acaban de firmar con Netlix un contrato para la producción de una serie televisiva sobre la novela que consagró al escritor colombiano. Partiendo de este hecho, el autor de esta nota pone en tensión la ambigua relación entre literatura y cine, focalizando, claro, en la obra de García Márquez.
El 6 de marzo, día de su cumpleaños, se dio a conocer el acuerdo entre los hijos de Gabriel García Márquez y Netflix para hacer una serie para la televisión -no es otra cosa- con “Cien años de soledad”. Para quien escribe, lo de menos es que participen como productores ejecutivos y la suma que puedan haberles pagado, lo que importa va por otro lado.
Los pollos de García Márquez se marcan como un logro que la serie se filmará en Colombia y en castellano, porque, dicen, Gabo se resistió siempre al pasaje de sus novelas al cine, si no era en castellano.
Presumo que ese no era el inconveniente de fondo. Basta con leer los dos libritos sobre guión cinematográfico que se editaron con las clases de García Márquez como profesor en la escuela de cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Cualquier lector asiduo de su literatura se decepciona por lo escueto y elemental de los guiones que acepta de sus alumnos, o que les propone.
En una segunda lectura uno termina por entender que esos guiones ponen en evidencia la mirada que Gabo tiene sobre el cine: un arte de masas, primario, incapaz de recrear la complejidad de la literatura. Un arte que debe ser consumido a un ritmo impuesto y que no permite ni la relectura ni el momento de reflexión que nos exige un texto literario que nos ha conmovido. Un arte que exige un consumidor pasivo.
Cuando muchos enamorados de “Cien años de soledad” festejan el acuerdo, lo hacen diciendo que, cuando leyeron esa novela, “vieron”, en imágenes, lo que se narraba, y ya es hora de que se lleve a la pantalla. En esa opinión está la respuesta y la refutación. Veamos.
La herramienta de un escritor son las palabras. Y las palabras movilizan la memoria emotiva del lector. Se podría decir que el autor escribe en la memoria emotiva del lector. Cuando las palabras enuncian pasión u odio, el lector les da cuerpo desde su capacidad de pasión o de odio. Capacidades que tienen que ver con su vida o, indirectamente, pero con la misma fuerza, de lo que hizo propio desde las narraciones de otros, en cualquier formato. Para un lector de una isla tropical que nunca vivió el invierno de ninguna clase, el crujir de los pasos sobre la nieve sólida de Moscú, muchos grados bajo cero, es una construcción imaginaria, pero igualmente vívida.
Y es así que tienen razón los que recuerdan haber visto en imágenes su lectura de “Cien años de soledad”. Construyeron, sin proponérselo, desde SU mirada, SU película. Distinta a la de cualquier otro lector posible en el universo.
El tema con el cine es que una película es la mirada de su director, no la de ninguno de los miles que asisten a ella.
Carece de sentido hacer una polémica para definir cual es mejor, si el cine o la literatura. Sí, hay que entender que son lenguajes distintos y que uno y otro tienen a su favor características de las que el otro carece.
Por ejemplo, la simultaneidad, propia de todo el cine y el teatro. El actor puede hacer algo, al tiempo que expresa algo con su actitud, y dice algo verbalmente, mientras la cámara suma fondo, espacio, perspectiva y sonido. Expresar eso, normal en cualquier escena cuando se narra con palabras, una detrás de la otra, exige, como en la enumeración precedente, una sumatoria de signos que insinúan, fingen, una simultaneidad imposible para la palabra narrada.
Por el otro lado, la literatura permite que un cierto tono narrativo inicial, coloque al lector en la posición de alguien que recuerda, quizás con melancolía, algo que sucedió hace mucho tiempo. El cine no puede hacer eso. El cine, como el teatro, es siempre tiempo presente, aunque suceda en el siglo pasado. El racconto, en el cine, intenta algo parecido, y lo que consigue es el traslado del espectador a un pasado en tiempo presente. Así, las diferencias entre uno y otro lenguaje determinan el producto final.
Veamos un ejemplo taxativo. Truman Capote escribió en 1951 una novela titulada “El harpa de hierba”. En el comienzo coloca al lector en actitud de recordación y narra una historia sucedida en su primera adolescencia. Algunos años más tarde (1953) esa historia se llevó al teatro, pero no fue una adaptación ajena, el propio Truman Capote reescribió su novela para el teatro. Truman Capote asumió la imposibilidad de practicar la recordación en un formato de presente absoluto, y narró la historia en el tiempo en que se producía.
En rigor, las mejores adaptaciones al cine de novelas no son adaptaciones, sino que la novela movilizó resortes del director guionista que se expresan en una narración propia que, en todo caso, debe el inicio de su gestación a una lectura que dejó su marca. Un magnífico ejemplo de esto es “Apocalypse Now”, Inspirada por, y no en, “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad. Más precisamente en Kurtz, el europeo representante de una firma comercial en África que ha sido abducido, transformado, en un semidios, por un entorno primitivo y salvaje, sin que pueda ser de otra manera. Ese es el origen del coronel Kurtz de “Apocalypse Now”, interpretado por Marlon Brando.
Al mismo tiempo, otros pasajes de esa película hablan de elementos que dejaron otras huellas en el director guionista. Por ejemplo, la escena en que el escuadrón de helicópteros de combate aterriza en una playa de Vietnam para que algunos soldados surfeen sus olas.
Cuando se produjo el último desembarco aliado en Italia durante la Segunda Guerra Mundial, en las playas de Anzio, el avance hacia el interior se empantanó. Los alemanes no podían echarlos al mar otra vez y los aliados no podían avanzar. En ese tiempo sin resolución las fuerzas norteamericanas montaron teatros, orquestas de aficionados y practicaron esquí acuático traccionados por camiones anfibios de seis ruedas que habían servido para el desembarco.
Presupongo que Francis Ford Coppola director de “Apocalypse Now”, recordó o tuvo una emergencia de la memoria profunda, aquella en que se recuerda como propio lo que ya se ha olvidado, para recrear a los esquiadores acuáticos de Anzio. De una u otra manera los surfistas de la película y sus antecesores de Anzio reflejan lo mismo: el delirio prohijado por una realidad donde la muerte, la propia, está a la vuelta de las horas.
Otra película, “Blade runner”, muestra el mismo punto de vista creativo. Basada en “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick, traslada el protagonismo a personajes secundarios en la narración original, y cuenta, al fin, la mirada, el punto de vista de su director, Ridley Scott.
Los dos casos son ejemplos de adaptaciones “no adaptaciones”, sino de resultados originales reflejos de una lectura. Muy alejadas de la traslación imposible de un lenguaje a otro y, por eso mismo, fieles a la esencia, al alma de la narración original.
Cuando Netflix estrene su versión serial de “Cien años de soledad” sucederán dos cosas, por lo menos. Una, que los admiradores de la novela, que “la vieron” en imágenes, se sentirán defraudados, porque no estarán en ella sus imágenes, sino las de otro; pensadas para un consumidor de bajas exigencias, el televisivo. Otra, que los que encaren la lectura de la novela después de ver la serie, no podrán despegarse de las imágenes vistas ni de sus actores. Algo que ya sucede, y que es inevitable, con las canciones de Joan Manuel Serrat que musicalizan los versos de Antonio Machado. Es imposible leer ciertos versos de Machado sin que se te cuele Serrat.
Alguien dijo que los enemigos siempre son fieles; que los que traicionan son los amigos. En este caso, los hijos de Gabriel García Márquez, que lo hacen por dinero, o porque no entendieron que su padre, como todo escritor, no quería ser leído desde una película. Porque eso es inevitable. A partir de que se ponga a correr esa serie, Gabriel García Márquez será leído desde Netflix. Feo destino para un escritor, pienso.
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