Corría 1975 y Jorge Luis Borges firmaba ejemplares en una librería de la calle Florida. Enrique Raab trabajaba en La Opinión y fue hasta ahí para escribir sobre eso. El resultado es esta crónica donde la Marcha Peronista se mezcla con Debussy y la política de la época recorre todo el texto.
Las mojadas baldosas de la Galería del Este de Buenos Aires comenzaron a ensuciarse con el barro de la calle cuando, cerca de las 18 del jueves, unas doscientas personas confluyeron desde Maipú y desde Florida y se ordenaron disciplinadamente frente a las vidrieras de la librería La Ciudad. Casi a las 18.30, el escritor Jorge Luis Borges avanzó por la galería, pálido, con los labios musitando alguna inaudible plegaria y sostenido por su ocasional cicerone y secretaria Anneliese von der Lippe. La pequeña multitud se abrió y Borges, vacilante, fue empujado hacia una mesa. Sus manos se aferraron intuitivamente a una forma discernible: un florero -que él no veía- lleno de rosas rojas. Iba a comenzar la firma de ejemplares de su último libro de poemas, La rosa profunda.
La ceremonia no transcurrió sin incidentes. Por razones desconocidas, la disquería El Agujerito, ubicada frente a la librería, interrumpió sus emisiones de Pink Floyd y de Mae MacGraw y esperó la entrada de Borges a La Ciudad para colocar en el plato del tocadiscos la versión de La marcha peronista cantada por Hugo del Carril. Borges decidió no darse cuenta, aunque luego, ya en pleno trámite de firmas, demostró poseer un oído finísimo al alabar cinco compases de Claude Debussy, provenientes de otro parlante. “Me gusta Debussy”, acotó, “y también Stravinsky… Hay una gran felicidad en esa música…” La servicial señora von der Lippe, ajetreada con el trámite del recambio de volúmenes bajo las manos del escritor, consintió: “Sí, Borges… claro… Pero yo soy muy anticuada… Prefiero a Haydn, Mozart, Bach…”.
Esta polémica musical no fue la única: minutos después de su entrada, Borges utilizó el inglés para protestar contra esa rutina mercantil que la fama le estaba imponiendo. Al firmar el tercer volumen, levantó su rostro inquisitivo hacia la señora von der Lippe y estimó: “This will last for ever…” Y luego, más enfáticamente, con cierta desesperación: “For ever and a day…” . El idioma de los británicos no tiene término más vasto para definir la eternidad, pero allí estaba, tranquilizadora, la señora von der Lippe: “Don’t worry, Borges… It will be short…“.
Fue una mentira piadosa: a las 20.15, Borges seguía estampando, maquinalmente, firmas sobre libros que no veía. Un señor depositó sobre la mesa con el florero la edición alemana de sus poemas. Advertido sobre la variante lingüística, Borges chanceó: “¿Debo firmar en letra gótica?”. Y aprovechó la pausa para acotar: “Los alemanes… Un pueblo equivocado… Pero no es el único… Hay otro, que emitió siete millones de votos…”.
Un filólogo japonés, una alumna del colegio Champagnat y señoras de variada índole intentaron entablar diálogos. Borges se excusó siempre, aduciendo estar resfriado. Diligente, la señora von der Lippe hizo traer una naranjada y ofreció: “¿Un Desenfriol, Borges?”, a lo que Borges contestó con una sonrisa cansada.
La misma sonrisa cansada con la que contestaba a quienes, aparte de la firma, querían una dedicatoria. “No puedo… Estoy ciego”, repitió una y otra vez. Hasta que, en medio de los fotógrafos, un joven intimó con voz arrogante: “Una dedicatoria… Para Sánchez Sañudo… Sobrino del almirante…”. Borges inclinó la cabeza y preguntó: “¿Para quién?”. “Sánchez Sañudo”, repitió el muchacho. “Sobrino del almirante.” Borges esperó un momento, estampó su firma, apartó el libro con cierto fastidio y repitió: “No puedo… Estoy ciego”.