Después de la pandemia, esa bomba llamada normalidad parece haber sepultado los gemidos del fin del mundo que un día llegamos a sentir. Entre estruendos y negacionismo se ignora la crisis planetaria.
El estertor de las bombas de la guerra de Ucrania no nos deja escuchar el fin del mundo. Los estallidos refuerzan el significado de la palabra apocalipsis, recogido en el Diccionario de la lengua española: “Situación catastrófica, ocasionada por agentes naturales o humanos, que evoca la imagen de la destrucción total”. El escritor T. S. Eliot ya había advertido en 1925 en su célebre poema The Hollow Men, escrito con la desesperanza de la Europa de entreguerras, que el fin del mundo podría no ser el imaginado: “This is the way the world ends / Not with a bang but a whimper” (De esta forma acaba el mundo / No con estallido, sino con un gemido), escribió al final del poema de los hombres vacíos.
Durante la pandemia, con la hiperactiva dinámica del ser humano detenida, descubrimos las ruinas que dejan nuestras huellas sobre el planeta. Después de las ruinas, intuimos en aquel paréntesis otros mundos posibles. Paradójicamente, el presente, tras el apocalipsis del covid–19, parecía sugerir otras formas de habitar la tierra. La Bienal de Lyon de 2022, titulada Manifiesto de la fragilidad, daba espacio a todo un repertorio de apocalipsis tranquilos: insectos habitando muebles viejos, moldes de yeso roto por una bomba en Mayo del 68, óleos de artistas anónimos cubiertos con tiras de papel japonés, un camping abandonado sin rastro humano cubierto de polvo y ceniza (como esta instalación de Hans Op de Beeck). Tuvo que llegar la pandemia para que consiguiéramos detectar los susurros, los ecos y los gemidos de un declive imperceptible, por su propio gigantismo. Oíamos, por fin, las señales de la gran crisis: la forma de habitar el planeta de Occidente.
Otro fin del mundo es posible
Al inicio de la pandemia, una pintada apareció en las calles de Buenos Aires y de Santiago de Chile: otro fin del mundo es posible. La frase, según el equipo curatorial de la magnífica muestra titulada Giro Gráfico y acogida por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, abría “al menos el intersticio de la elección de cómo queremos morir, que nos lleva al cómo queremos vivir, sin minimizar ni menoscabar la gravedad de lo que nos está sucediendo”. Uno de los apartados de la muestra, La Demora, estaba dedicado a la técnica ancestral del bordado. “Hay visualidades que piden lanzarse al espacio público para intervenir como relámpago; otras provienen de una temporalidad dilatada, de sesiones de bordado en el espacio público, en medio de conversaciones”, me contaba entonces la mexicana Sol Henaro, una de las comisarias de la exposición. Los bordados de las comunidades salvadoreñas desplazadas por las masacres de los años ochenta, los pañuelos mexicanos para homenajear a las víctimas de la violencia o las telas del colectivo brasileño Linhas do Horizonte, que evoca la conexión cielo–tierra de los orixás exhibidos en Giro Gráfico, son fruto de una temporalidad dilatada, de un acto político que consiste en reducir la velocidad.
Después de la pandemia, esa bomba llamada normalidad –el regreso del turismo masivo, la retomada de la producción, los festivales a tutiplén, el odio transmitido en las fake news, el espíritu bélico, los negacionismos varios, la extrema derecha desbocada, el ruido– parece haber sepultado los gemidos del fin del mundo que un día llegamos a sentir. En realidad, los escuchadores-del-fin ya estaban ahí. Los brasileños Eduardo Viveiros de Castro y Déborah Danowski publicaron hace casi una década ¿Hay un mundo por venir?, traducido al castellano recientemente por Caja Negra Editora. Una de las líneas argumentales del ensayo consistía en valorar las formas de vida y cosmovisiones de los pueblos indígenas, ya que estos son especialistas en los apocalipsis del mundo. En dicho ensayo emana la necesidad de encontrar “una tecnología de freno, una deseconomía liberada de la alucinación del crecimiento continuo y una insurrección cultural contra el proceso de zombificación del ciudadano consumidor”.
Desde el sur de Viveiros de Castro y Danowski, evocar el fin del mundo es hablar de imaginación. Desde el norte del mundo, especialmente desde Europa, soplan nuevamente vientos de pesimismo. Las mismas ráfagas llenas de gemidos que se levantan cíclicamente desde la entreguerra de los hombres vacíos. Pocos han descrito, como el italiano Fracesco Pecoraro, ese estancamiento desalentador que estaba ahí antes de la pandemia. En su espectacular novela La avenida, en la cual el ritmo de las traducciones quiso que se publicara en castellano en el vírico año 2021, Pecoraro narra el fragor de un estilo de vida insostenible, ese fin de un mundo tan occidental. Desde una ciudad globalizada que se asoma al mar Mediterráneo, la vida de un jubilado, entregado al supuesto sistema del bienestar, sirve de metáfora de ese mundo agónico que no termina de explotar con un estallido: “Es un apocalipsis lentísimo que se prolonga desde hace años. Es muy probable que no prevea ningún tipo de resurrección, absolución o asunción en el cielo ni ninguna condena; tan solo una auténtica decadencia irreversible caracterizada por la vejez y el paso del tiempo, a la que hay que añadir un pasado de tipo XX carente de estética, calidad urbana, tendencia a la creación y verdadero progreso civil y mentales […] El pasado permanece con toda su consistencia en el Estancamiento, a la espera de un cambio que no llegará nunca o que será para peor, y que para nosotros, habitantes del Cuadrante, se asemeja a una espera hipnótica de la muerte”.
En medio del estruendo y de los negacionismos, que ignoran la crisis múltiple del planeta, algunos como Pedro Bravo piden silencio. Solo así, alejándonos del ruido, conseguiremos escuchar los gemidos de otros finales del mundo posibles.
Imágenes: Chris Burkard.
FUENTE: CTXT.