El último episodio fue protagonizado por un grupo de madres que celebró la expulsión de un chico con síndrome de Asperger del colegio al que van sus hijos. En realidad, una seguidilla del odio que incluso va más de las formas tradicionales de la inquina, como el racismo y el desprecio de clase, para enseñarse con cualquier forma de diferencia. Todo con la interesada colaboración de los medios.
Ah, pequeño, veo que te estás fijando en mis manos…
¿Quieres que te cuente la historia de la mano derecha y la mano izquierda?…
Aquí está escrito odio… Aquí está escrito amor.
Davis Grubb, La noche del cazador
En agosto de 1990 se celebró en Oslo un Congreso que respondía a un extraño título: “Anatomía del Odio”. El mundo vivía días difíciles (siempre los vive) con la caída del Muro, la desintegración soviética, las guerras intestinas en la ex Yugoslavia y la crisis del apartheid en Sudáfrica. Convocados por la Academia Nobel de la Paz, se congregaron prestigiosas personalidades, como los políticos y escritores Nelson Mandela, François Mitterrand, Jimmy Carter, Takako Dol, John Kenneth Galbraith, Anatoli Ribacóv, György Konrád, Günter Grass, Nadine Gordimer Y los disidentes chinos Chai Ling y Li Lu, entre muchos otros. La idea era trazar una suerte de radiografía que pudiese explicar la naturaleza del odio.
Una de las propuestas más agudas, fue la del dramaturgo y por entonces Primer Ministro checo Vaclav Havel –el mismo que integró a su equipo de gobierno a Frank Zappa– quien definió al odio como: “un trascendentalismo desesperado: los que odian quieren alcanzar lo inalcanzable y sufren sin cesar por la imposibilidad de alcanzarlo a causa, según ellos, de un mundo infame que se lo impide. El odio es la característica diabólica del ángel caído: es un estado del alma que anhela ser Dios e, incluso, cree serlo, pero se siente permanentemente atormentada por las insinuaciones de que no lo es o no puede serlo. Es la característica de un ser celoso de Dios que sufre con la sensación de que el camino hacia el trono de Dios, en el que él mismo debería estar sentado con todo derecho, le es negado por un mundo injusto que conspira contra él.”
Havel destaca asimismo que quien odia suele ser un individuo egocéntrico y esencialmente infeliz, y su odio se ve potenciado cuando se expresa colectivamente. Entre otras razones, subraya que “el odio colectivo libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su complejo de fracaso y de ser menospreciados. Al integrarlos a una comunidad, se crea entre ellos una hermandad basada en un principio aglutinador simple –ya que la participación en ella no exige nada–, las condiciones de la admisión se cumplen fácilmente, y nadie debe temer reprobar el examen de ingreso. Entonces, ¿qué puede ser más sencillo que compartir el objeto común de rechazo y adoptar la ‘Ideología de la Injusticia’ conjunta que nos impone el rechazo de ese objeto? Por ejemplo, afirmar que los árabes, los negros, los vietnamitas, los húngaros, los homosexuales, los gitanos o los judíos son culpables de toda la infelicidad del mundo.” Ellos tienen la culpa de todo. Además, es sencillo encontrarlos.
Cualquier parecido con la realidad no es simple coincidencia.
A comienzos del siglo XXI, en el barrio de Belgrano, una señora boliviana atiende su verdulería. El pequeño local da a la calle y se la ve atareada buscando zanahorias y lechuga capuchina para un cliente. El semáforo vira al rojo y un auto de alta gama es obligado a detenerse. El conductor observa el paisaje aburrido, cuando su mirada descubre a la mujer. “¡Negros de mierda…! Ya los vamos a exterminar a todos”, grita. En realidad no grita, ni siquiera vocifera; tampoco parece ganado por una cólera ancestral. Es más: casi sonríe. Es un odio preexistente el que lo domina. Luz verde. Se va. La mujer no dice ni demuestra nada. Apenas, en voz baja, el importe.
Tres lustros más tarde, el odio parece haberse instalado en cualquier rincón de la ciudad: la mesa familiar, el café, la calle, el subte, la televisión. En Socompa ya hubo varios y valiosos acercamientos al tema (“El proselitismo del odio”, de Marcos Mayer, “El odio en memes”, de Mariano Nicolás Donadío, entre otros), y el fenómeno sigue llamando al asombro y el espanto. Aunque no deja de ser curioso que en no pocas oportunidades quienes se muestran más sorprendidos son aquellos que divulgan abiertamente y sin tapujos su resentimiento e inquina. Ya no es sólo el clásico encono xenófobo o clasista, sino que ahora se abrió una canilla inagotable de la que brota un registro más amplio y generoso: en los últimos meses se vieron claras manifestaciones contra un jubilado suicida, contra los pueblos originarios, contra niños con síndrome de Down y todo tipo de discapacitados en general, incluso contra sus padres por procrear con cromosomas equivocados. Hace apenas unas semanas, un grupo de madres celebró por Whatsapp la separación de un niño que sufría síndrome de Asperger de cuarto grado del Colegio San Antonio de Padua, en Merlo. Una de las “mamus”, seguramente mujer abnegada, sensible y buena ciudadana (además de creyente, claro), dio claras muestras de “solidaridad” al expresar: “¡Al fin una buenísima noticia! Era hora que se hagan valer los derechos del niño para 35 y no para uno solo.”
Para estas señoras, como para tanta gente –incluido el inefable conductor de los domingos por la noche, que demuestra su odio contra un chico de la calle o cualquier víctima que altere al poder o sus patrones, a la vez que se altera y denuncia el de los demás–, el odio está “afuera”, pertenece al “otro”. Lo graficó a la perfección una cronista de modas de la señal TN luego de la marcha por la desaparición forzada por el estado de Santiago Maldonado: “Esta es una guerra de buenos contra malos”, diagnosticó. Por supuesto, ella está del lado de los buenos.
El sociólogo François Dubet analiza en Lo que nos une (Siglo Veintiuno, 2017) las condiciones para una mejor convivencia a partir de un reconocimiento positivo de la diferencia. Esto, en un país enfrentado a una constante discriminación de las minorías, no resulta nada sencillo. De hecho, al cabo de un estudio cuantitativo, Dubet encuentra que las raíces del odio se vuelven aún más intolerables cuando el otro se siente o aparece como “un igual”: lo que se experimenta allí es una fuerte negación, por la que se le impide al otro el mérito de parecerse a nosotros. El reconocimiento de las minorías interpela de hecho la representación que la mayoría tiene de sí, es decir, su identidad.
No obstante, Dubet pudo comprobar que la discriminación proviene de ciertos prejuicios hostiles hacia ciertos grupos: personas que son percibidas como “diferentes”, inferiores, no confiables, o fuente de problemas. “Darían una mala imagen de la empresa o el barrio, los demás no querrían juntarse con ellos, sería peligroso contratarlos o vivir cerca de ellos: Yo no soy racista, pero los demás sí”, afirma uno de los consultados. (P. 21) La mayoría de los encuestados por Dubet, al igual que ocurre aquí, niegan ser discriminadores, y ante la verdad de los hechos no les queda más camino que admitirlos con alguna sorpresa, o bien justificarlos como “un accidente”. Después de todo, dirán, “sólo queremos vivir tranquilos”. Como las mamus que celebraron la expulsión del niño “diferente” como si fuera el gol que la Selección no consigue.
En el excelente ensayo La indiferencia como práctica política (Socompa, julio 7), Martín Kohan expone con claridad los resortes del odio que implementa actualmente esta gestión: “La indiferencia (…) sirve también para comprender a qué se debe tanta disposición inicial al diálogo, tanta apertura al que piensa distinto, tanto ejercicio de tolerancia: qué fácil es dejar que el otro hable, cuando lo que pueda llegar a decir no importará en lo más mínimo.”
Es así. El problema comienza cuando lo que el Otro dice, hace y reclama, se escucha, se torna evidente, perturba “mi individualidad”. Mis impuestos. Entonces, hay que exterminarlo. El ángel caído no duda: mano dura. Con amor.