Mary Shelley inventó un mito destinado a perdurar al tiempo que escapaba de los mandatos literarios de su época. Luego vendrá el cine para perpetuar y perpetrar su invención.
La deuda que contrajo la crítica del siglo veinte con la literatura del diecinueve es que el vacío enciclopédico para tratarla la redujo conceptualmente a un esquema. Vaguedades, líneas generales, cierto profesionalismo del error. Podríamos detenernos ahí. Tal vez eso quiere decir que la tratamos demasiado seriamente. O todo lo contrario. Seria o graciosamente, la herimos con destrato, como hoy nos obliga a decir la música del tiempo.
A su vez, uno de los dominios desparejos del acto de creación inherente a Frankenstein como poema sinfónico del siglo XIX [que despunta] es su volubilidad como imagen: su extraña confección aun taraceada por la carne del Adán de barro. Esa figura que adquiere dimensión en palabras de Mary Shelley tardará todo un siglo en adquirir una estatura comparable como imagen. Necesitará “un metro de escayola y un cine prosaico”, como Mauberley exigió que le exigiéramos; necesitará contribuciones tan poco mediatas como la de la RKO, Elsa Lanchester, Boris Karloff y James Whale.
En realidad, eso que (para andar con pies de barro] el cine se encargará de proporcionar propinarle, proporcionarle paulatinamente, en el supuesto caso de echar a andar —o a rodar— una anécdota, anudará simbólicamente de un solo trazo cada una de las dudas razonables para suspender cualquier indicio de incredulidad. A su vez, también cualquier indicio de obstáculo contra la “willing suspensión of disbelief”. Esa insinuación de Coleridge del prólogo de las Lyrical Ballads que es todo un manifiesto, debe ser usada a nuestro favor. A favor de ese genio venturoso que fue Mary Shelley.
Porque la apoteosis de un mito, y hasta de una mitología, puede nacer, en manos de un genio moderno como Mary Shelley, de la materia con que solo se sabría contar establecer un catastro inútil: la demografía de la carroña, la estofa y la sustancia de los fantasmas y los zombies.
Ahora bien, si nos detuviéramos aquí, ahora, uno o dos pasos después, ¿es la misma?
Esa materialidad sí supo tratarla bien la insistencia en la materia y la ironía de Occidente.
Mientras Byron insistía en su estrofa de Mazzepo y Polidori en su pesaroso Vampiro, Mary Shelley fue la única que se tomó en serio la historia inherente, las reglas nunca rígidas, la maleabilidad de la novela, del género, para traer al mundo una criatura capaz de habitarlo. Lo confiesa sin ambages en su prólogo de (1818): “Me ocupé de pensar una historia — un relato que rivalizara con los fragmentos que nos habían inducido a abordar esa tarea.”
Según consignan los testigos no muy confiables —entre ellos Trelawney—, el nacimiento de esa noche lo decidió un día caudaloso de nubes, que amaneció con toda la lentitud necesaria con una incendiaria vocación de víspera. Amanecer de un día agitado.
“Rivalizar, fragmentos”, acumuló la autora de Frankenstein luego. difícilmente el siglo diecinueve se dio el lujo de contar a dos escritores que rivalizaran con los fragmentos de perfección que pensaron Jane Austen, Mary Shelley y George Eliot.
Victor Frankenstein, a su vez, se obstina en hacer nacer en las alturas a su criatura: Ingelstadt, Ginebra, el Mont Blanc, todos nombres altos, escarpados: La indeclinable propensión al parto de los montes cuyo desenlace meteorológico sustituyó la cinematografía. La retórica del romanticismo no disimula la altura tampoco. Es una retórica de la hipérbole, que se ensaya hasta el hartazgo (o la hartura), de comienzos al fin del siglo diecinueve. Un poco necia empecinada y casi necia, cuyas cumbres, de Goethe a Hugo, no abrigan —no parecen siquiera albergar– incertidumbre. El diecinueve trae consigo su maleza, de De Quincey a Baudelaire y Poe, su espesura… y hata su otra blancura, con Arthur Gordon Pym y Mallarmé.
Mary Shelley, en cambio, con la inteligencia y el cuidado de escritora única, firme a la vez que estremecida, vislumbra, o tal vez ve nacer ya a su criatura, una noche desapacible en la Villa Diodati. Byron se encarga de establecer las reglas de juego para poder transgredir mejor el pacto (que cumplirá, sí, de manera intempestiva en Mazeppo). Mary Shelley sabe que se trata mucho más que de eso. Por lo tanto, relega las altas tareas intelectuales y líricas a los otros, para tener su historia, para engendrar al monstruo. Ella debe crear la chispa verdadera y suspender de manera voluntaria la incredulidad angustiada y angustiosa de los siglos venideros, nada menos.
La chispa, la ignición. En “Las ruinas circulares” Borges va a dar un gran rodeo para hacerlo, y va a comenzar con un órgano granate latiendo y luego probará con un tribunal de alumnos que descifre la razón verdadera. El poema japonés lo dice: “Mi hermana se apiadaba/ de mis ojos que ardían/ por la insaciable sed de conocimiento:/ me creía enamorado.”
Esa hermana confundida en nada puede confundirse con Mary Shelley.
Cyril Burt, quien puso en circulación una versión adaptada de la primera chispa de la creación y C. P. Snow, quien, con su valoración del realismo, supo saber y otorgar el valor verdadero a lo fantástico, concurren ahora en el mismo ritual de repudio y reprobación con que la fealdad de Frankenstein encarna su estatura verdaderamente humana. Irrenunciable.
Alberto Magno, Agrippa, Paracelso
La enciclopedia D’Alembert/Diderot consigna que el único evangelio que menciona el viaje de los Reyes Magos es el de Mateo. No busco equivalencia con la afirmación de Borges acerca de la afirmación de Gibbon sobre la falta de camellos en el Corán: no hay que recorrer un desierto entero, en este caso: basta consultar la entrada que corresponde a la palabra “Magia”. Esto nos lleva a un punto de discusión interesante que la melancólica actividad única del tiempo —pasar— nos excusará también de pasar por alto.
Borges escribió ya “El arte narrativo y la magia” para dejarnos sin palabras.
“El pasado es un país extranjero” —escribió L.P.Hartley— “se hacían las cosas de manera distinta ahí”.
Con torpeza, en un atisbo de rechazar esa certidumbre asertiva y alcanzar así alguna dignidad, trataré de proponer que el presente a su vez es un país equivocado, nunca matriz ni patria. En el que se habla un idioma incoherente, contradictorio, que nunca terminamos [del todo] de aprender… Y sin embargo, es el único con el que podemos hoy rendir homenaje a esa escritora y esa obra del pasado que irrumpe como nadie y que el futuro reconocerá para siempre.
The pninian conundrum underground.
Leído como apertura en las jornadas “Frankenstein 200 años”.