La novela escrita por el británico George Orwell hace más de 70 años regresa con una cuidada reedición traducida por Ariel Dilon e ilustrada por Luis Scafati. Una distopía icónica que habla de un posthumanismo que se reactualiza y “cuadra muy bien con eso de que la naturaleza imita al arte”, dice el dibujante.

George Orwell (1903-1950), escritor, periodista y crítico que murió un año después de publicar “1984” sin llegar a conocer el impacto de su obra, “anticipó a los trolls y a nuestros haters, Los dos minutos de odio que narra en esa novela son una versión de lo que acá decimos grieta, de los paneles de opinadores. Toda la novela cuadra muy bien con aquello de que la naturaleza imita al arte”, dice Scafati.

El responsable de los dibujos que transforman la ficción en un novela visual estilizada y densa señala que en las sociedades contemporáneas, como hace 73 años describía Orwell, “hay un Big Brother que no vemos pero maneja descaradamente lo que llamamos economía, paradójicamente elegido por quienes luego serán sus víctimas” y que podría “vincularse al auge de la derecha y la ultraderecha más retrógrada en el mundo”.

La tapa que ilustró para el libro rescatado por la editorial Zorro Rojo invoca un imaginario atávico que se proyecta hasta el presente. Un borceguí con pinches en la suela pisa una cabeza separada de un cuerpo. “Muchas de las imágenes del libro pueden leerse como la representación de un escenario actual -dice el Scafati, de 73 años-, pero la portada, no se porqué, la miro y pienso en Patricia Bullrich o en Donald Trump”.

Esas ‘sociedades orwellianas’ a las que vuelve Scafati con su paleta -sociedades que reproducen métodos totalitarios y represivos, de vigilancia masiva y manipulación de datos- se popularizaron como término a partir de “1984”, la novela que siguió a “Rebelión en la granja”, bestseller que vendió más de medio millón de ejemplares en su primer año de lanzamiento, pero de la que Orwell no conoció el impacto. Publicada en 1948, él murió en 1950.

Cuando Eric Arthur Blair murió -ese era su nombre de pila- tenía 46 años. Fue consecuencia de una tuberculosis que contrajo en la década de 1930, cuando empezaba a escribir y hacía crónicas como “Sin un peso en París y en Londres”, donde describió sus días de indigencia en esas capitales, y por la que se cambió el nombre al que lo hizo conocido como escritor.

Hijo de un administrador del Ministerio del Opio del gobierno colonial de la India y descendiente de un esclavista, Orwell estudió becado en colegios de élite en Inglaterra, trabajó en Birmania, hoy Mnanmar, como oficial de la policía colonial británica, y luchó en la Guerra Civil Española contra los fascistas.

“Me parece increíble que parezca que esté contando este momento del planeta: la manipulación de las subjetividades a través de la tecnología, televisión, internet y un largo etcétera”, concluye Scafati sobre la obra que ilustró de Orwell. Allí, toma la posta Dilon, escritor nacido en 1974 en Buenos Aires, a cargo de la traducción al español de este clásico.

-¿Qué desafíos presenta traducir hoy una distopía tan emblemática, con tantas lecturas previas y tantas traducciones en escena?

-Decía Nabokov que muchos libros son menos conocidos que la sombra que proyecta su fama. Hay una especie de efecto teléfono roto, como si entre libro y lector se interpusiesen sobreentendidos, malentendidos y fantasmas. Tener la buena suerte y la responsabilidad de traducir uno de esos clásicos requiere hacer a un lado, en lo posible, todo lo que uno cree saber sobre el libro, e intentar leerlo por primera vez, como si nadie lo hubiese leído antes. Tras sumergirme en “1984”, no puedo sino rendirme a la evidencia de que vivimos en una realidad muy orwelliana, donde la verdad y hasta el pasado son objeto de perpetua manipulación, donde tendemos a perder nuestra autonomía vital y el dominio sobre nuestro cuerpo y nuestro tiempo, donde toda construcción personal de sentido está amenazada. El sistema de Orwell es piramidal: hay una autoridad absoluta que ejerce el control omnímodo. Pero el “cooperativismo oligárquico” detrás del Hermano Mayor tiene más en común de lo que parece con las corporaciones anónimas que rigen el presente. Que hoy sea más probable que el sistema no termine hasta que el planeta mismo sea inhabitable –y no por el agotamiento o la derrota de un régimen– es más triste, en el fondo, que el mundo de opresión implacable que presenta la novela.

-Teniendo en cuenta que los libros tienen tantas lecturas como lectores y sus épocas ¿qué es lo que más te conmovió de este reencuentro, año 2021?

-La historia de amor entre Winston y Julia, la pareja de protagonistas. Son dos cuerpos que se encuentran pese a la represión más absoluta, desde sus soledades totales. Sin esperanza, pero también sin engaño acerca de un futuro posible, viven un presente frágil y secreto, un breve remanso de autenticidad. Julia, especialmente, representa la fuerza revolucionaria de la libertad sexual, de la pasión física: hay una lucidez arrebatadora en la autonomía que ejerce sobre su deseo. En eso también este libro tiene una enorme vigencia.

-¿Trabajar esta traducción en pandemia significó algo?

-La pandemia me encerró en casa durante gran parte del tiempo que demandó la traducción. Eso agudizó la sensación de estar viviendo en una distopía futurista y alucinante. Uno aprende a vivir bajo el acecho de desgracias reales o hipotéticas. Pero lo verdaderamente insoportable es sentir que no solo el futuro personal, sino también el futuro colectivo y hasta humano están en jaque: ahí también el presente pierde sentido. Eso es lo que tienen de pesadillesco las distopías: nos avisan que no podemos contar con un mañana, ni siquiera como especie. La pandemia nos susurra al oído una amenaza parecida.

-Ese Gran Hermano pensado por Orwell hace 70 años, aparece traducido como Hermano Mayor.

-Me parece una traducción más exacta, que además me aleja felizmente del abuso que un programa de televisión muy estúpido hizo del nombre. El personaje es una representación que nos puede resultar simplista o ingenua frente a nuestra realidad más compleja y ramificada. Ya no hay Dios ni Estado ni partido ni Hermano Mayor al que confrontarnos, y parecemos incapaces de recuperar la razón, de torcer el rumbo y caminar en dirección opuesta a nuestra destrucción. Vivimos como quien corre hacia un acantilado, sin saber por qué y sin poder detenernos. Eso no quita que efectivamente existen poderes que están en contra de la vida, y que sus numerosos representantes trabajan incansablemente por controlar nuestras cabezas y deseos y ahogar la escasa autonomía y solidaridad que nos quedan. Usan para eso métodos muy orwellianos.

-La propuesta de Orwell parece poder extenderse, evolucionada, en lo que hoy definimos ‘fake news’, ‘haters’ y ‘trolls’ por ejemplo.

-Winston Smith es solo una pieza más del engranaje. No censura nada, solo cumple con la rutina del escriba al servicio del poder. Él no inventa las palabras de la ‘parlanueva’ –así opté por traducir newspeak–: solo las aplica, ‘traduce’ a la lengua oficial el discurso que el poder impone como verdad. En eso, no es tan distinto de los modernos peones que nos intoxican a diario con fake news en los medios y las redes. La línea que bajan no es la del partido, como en la novela, pero es la que conviene a los intereses de sus anónimos patrones. Su lenguaje empobrecido, como la ‘parlanueva’, reduce nuestra capacidad de pensarnos de modo autónomo. En la televisión, el odio se transmite las 24 horas. Orwell anticipó muy bien a nuestros trolls y a nuestros haters. La novela no es una representación de la realidad, pero ofrece claves para entenderla.