La noticia de la “advertencia” (*) de una universidad británica sobre 1984, además de constituir una ironía feroz, permite releer por enésima vez a Orwell. Nadie supo prever que la distopía que proyectó no vendría de la mano de un “estado totalitario” sino de un capitalismo a la vez salvaje y domesticador.
En el transcurso del año 1984 tuvo lugar un acontecimiento literario que sacudió la vida de las academias del mundo anglosajón y que hoy, como sucede a menudo con este tipo de eventos, ya casi nadie recuerda. Durante todo aquel año, profesores, investigadores, eruditos de diversa calaña, entre otros, se volcaron a discutir hasta qué punto la distópica 1984 de George Orwell se había cumplido. Para hacerse una idea de la magnitud del interés que el texto del autor inglés, fallecido en 1950, despertó, basta conocer el fallido proyecto de juntar en Japón a todos los premios Nobel vivientes para desmenuzar la novela. ¿En qué contexto intelectual se produjo semejante barullo en torno a un texto que aún hoy, a 73 años de su publicación, aún sigue generando terribles pesadillas?
Hacía apenas cinco años, en 1979, había llegado al poder en Inglaterra Margaret Thatcher. Y al año siguiente, en Estados Unidos, vencía en las elecciones presidenciales el actor devenido político republicano, Ronald Reagan. A caballo de las teorías económicas de la escuela austríaca, ambos mandatarios estaban comenzando a desmantelar el estado de bienestar y dando el puntapié al modelo neoliberal que terminaría imponiéndose con distintos grados de salvajismo en todo el mundo occidental. En ese contexto, 1984 era un texto ideal para ser leído desde “el peligro” que implicaba, para las libertades individuales, una economía centralizada y un estado omnipresente.
Pero Orwell puso en ese texto cuestiones que iban mucho más allá de su crítica al stalinismo soviético desde su perspectiva trotskista. Lejos todavía de la era de los metadatos, los académicos anglosajones de los años 80 dejaron pasar la oportunidad de realizar una lectura cabal del texto. Pero el inusitado interés en la novela logró lo que Orwell nunca imaginó, cuando le dijo a su editor que no creía que su novela fuera a resultar un éxito de ventas. A 35 años de su publicación, 1984 había sido traducida a más de 60 lenguas y sus ventas globales se contabilizaban con ocho cifras.
La invención de la historia
Tantos lectores no bastaron para detener el verdadero mundo del “gran hermano” que estaba a la vuelta de la esquina y que terminaría volviéndose una inquietante realidad en las primeras dos décadas del siglo XXI. La clave de lectura errónea o, para ser más exacto, limitada por el contexto cultural de la época, tal vez explique la razón por la cual la novela no sirvió como semáforo rojo para anticipar el mundo que se estaba gestando a la par (y como consecuencia directa) de la implementación de las políticas económicas neoliberales.
Con excepción del brillante texto publicado en diciembre de 1983 en The New Yorker por George Steiner, pocos repararon en las alusiones que aparecen en la novela al managerialism, es decir: la aplicación de técnicas de gestión empresarial en otras esferas, un concepto que Orwell había tomado de James Burnham, quien ya en 1940 advertía sobre los peligros de la nivelación de las sociedades humanas por efecto de la tecnología. En el año 1984 esa invasión de managers en las áreas más insólitas de los estados, como la educación y la salud, apenas estaba comenzando a producirse y era difícil captar la magnitud de sus efectos.
Mucho menos posible era que los académicos que se volcaron a destripar la novela en ese año de gracia pudieran apreciar la aparición temprana en una ficción de lo que hoy conocemos como fake news. Y sin embargo ahí está.
Cuando Winston Smith, el personaje central de 1984, se ve obligado a “inventarse” a un personaje histórico que nunca existió, “el camarada Ogilvy”, con el objetivo de justificar una hagiografía del Partido omnipresente que explicara cambios políticos decididos en por el “gran hermano”, “Le pareció curioso que se pudieran crear hombres muertos pero no vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, existía ahora en el pasado, y, una vez que se hubiera olvidado el acto de falsificación, existiría de una manera tan auténtica como Carlomagno o Julio César y con las mismas pruebas”.
Una vez más es Steiner uno de los pocos que capta la profundidad de lo que implica este fragmento, sólo que en vez de enfocar su mirada hacia el peligro de las fakes news, termina preguntándose si “esta ingeniosa argucia” de Orwell no implica “que nuestra historia pasada es una invención imposible de verificar”. A la luz de lo que está sucediendo en pleno siglo XXI con los “criterios de realidad”, está claro que Orwell había ido mucho más allá de una simple crítica a un estado autoritario en este texto.
Ya no será necesario pensar
Aunque el elemento más perturbador de 1984 estaba lejos de ser visible hace 38 años atrás. Por más que fueron muchos los textos que se centraron en la cuestión de la “neolengua”, que el estado va creando a lo largo de la novela con el objetivo de vaciar al lenguaje de contenido, reduciendo el vocabulario y descontextualizando el origen de las propias palabras; fueron pocos los que percibieron esta cuestión en la dimensión que el tema habría de asumir en las décadas venideras.
La tarea de vaciar el lenguaje de contenido está en manos de personajes como Smith. Su trabajo consiste en que frases consideradas como subversivas por el régimen (como “te amo”) puedan ser dichas en un futuro perdiendo su significado. Incluso las palabras largas se consideran “malas” y el lenguaje pierde de ese modo cualquier potencial peligroso para el poder. Pero la cuestión no es tan sencilla y -atención aquí- en la novela se estima que recién para el año 2.050 estará concluida la tarea. Entonces ya no hará falta el lenguaje tal y como lo conocíamos, porque “ya no habrá pensamiento tal y como lo entendemos, no será necesario pensar”.
No creo que sea necesario explicar de qué modo el mundo de las redes sociales y la hiperconectividad actual están produciendo este vaciamiento. Ni de qué modo la falta de contexto forma parte de la crisis general de la educación (en todos sus niveles) que afecta al mundo actual. Pero la gran pregunta que queda flotando en el aire es ¿cómo pudo ser posible que toda esta distopía horrorosa se haya dado en un contexto de gobiernos neoliberales, con estados supuestamente adelgazados hasta el extremo, sin economías planificadas a la vista y con gobiernos que se inscriben (a sí mismos) dentro de un sistema democrático (cada vez más vaciado)?
Es necesario entonces volver a aquel lejano año de 1984 y preguntarnos sobre los resultados del extraordinario interés académico que el libro suscitó entre aquellos catedráticos inmersos en el clima cultural del neoliberalismo. Lo que salta a primera vista es algo más bien aterrador. Utilizado como caballito de batalla para fustigar a los “estados gigantes” y sus “burocracias limitadores de la libertad individual”, el libro absorbido por el complejo entramado cultural que el neoliberalismo fue construyendo, primero en los ámbitos académicos y mediáticos y por último en la construcción de sentido común general, hasta quedar reducido a una metáfora “simplificada” de los supuestos peligros que entrañaban los gobiernos “totalitarios”.
Pero el neoliberalismo lleva intrínseco en sus propios postulados ideológicos un “doble pensamiento” (para decirlo en términos orwellianos), que separa de forma cínica y para nada inconsciente, lo que se proclama públicamente de lo que busca como objetivos políticos, sociales y económicos. Porque al mismo tiempo que los economistas hablan de las virtudes del libre mercado, por el otro lado las desregulaciones puestas en marcha por los gobiernos que lo asumieron como “único camino posible” terminaron generando la consolidación de grandes monopolios, que son quienes hoy tienen en sus manos la casi totalidad de la cadena de producción mundial de bienes de consumo. ¿Y de qué manera se manejan hoy estos monopolios? Instalando a nivel planetario una economía “centralizada” de facto, mil veces más refinada y perversa de la que Orwell pudo haber llegado a imaginar o percibir en el mundo soviético.
Por otro lado, la burocracia (tanto estatal como empresaria) más que eliminada fue transformada radicalmente. Y al mismo tiempo que se eliminaban las viejas estructuras fueron surgiendo nuevas y más poderosas herramientas de control social que invadieron ámbitos de la vida privada que hasta el momento permanecían lejos del alcance del control estatal. Como bien señala Mark Fisher en su luminoso libro Realismo capitalista, los ámbitos de la educación, la salud pública y hasta el mundo de las empresas fueron invadidos por un sinfín de técnicas de autovigilancia que han llegado a un nivel de paroxismo en pleno siglo XXI del que puede dar fe cualquiera que se desenvuelva en estos oscuros laberintos en la actualidad.
Además, en el ámbito político, el neoliberalismo trajo como consecuencia inmediata la aparición de la figura del “consultor”, cuyo objetivo primordial fue el de entrenar a los nuevos dirigentes para que pudieran elaborar discursos cada vez más vacíos de contenido, detrás de los que ocultar las “verdaderas intenciones” acerca de las impopulares medidas que habrían de tomar una vez que ganaran las elecciones. Así fue como fueron viendo la luz campañas electorales signadas por un simple slogan (“Síganme”, “Cambiemos”, “Make America great again”, etc.).
A su vez, estos tecnócratas de la mentira fueron construyendo a lo largo de las últimas décadas sofisticadas herramientas de análisis de datos que permiten segmentar discursos para decirle a cada ciudadano lo que quiere oír, al mismo tiempo que se perdía cualquier tipo de consideración ética en la relación con la verdad y se imponían las fake news como un modo de destrucción eficaz de los adversarios.
La profecía que vino desde el otro lado
Cuando se comienza a jugar el gran juego de las mentiras ya no hay vuelta atrás. Bastó con que un número significativo de dirigentes políticos “mintieran” acerca de lo que se proponían hacer, para que la opinión pública comenzar a sospechar que “todos mienten”, borrando así las diferencias ideológicas y los vínculos entre los intereses reales de los ciudadanos y los dirigentes a los que votan, ya que da igual a quien se elija, si todos al final “harán algo diferente a lo que han prometido en la campaña”. El proceso de despolitización de la sociedad no ha debido esperar al año 2050 para verse cuasi completado.
El camino que va del uso indiscriminado de la mentira en la política moderna a la puesta en duda de palabras autorizadas en el ámbito de la ciencia o de la cultura es muy corto. Hoy se puede dudar con total impunidad de la verdadera existencia de Carlomagno y se puede creer con la misma irreverencia en mentiras históricas que han sido previamente manipuladas con objetivos muy precisos. La aparición en los últimos años de movimientos extremistas como la secta Quanon nacida en Estados Unidos bajo el influjo de Trump, que hacen de la conspiranoia su principal bandera, es fruto de estas manipulaciones sistemáticas.
Para llevar adelante una operación cultural de semejante envergadura hizo falta sumar un elemento que, curiosamente, también fue tenido en cuenta en su momento por el genio de Orwell, en el apéndice de la novela. Porque es evidente que no se puede socavar la identidad de los seres humanos de manera radical sin generar un sentimiento de desarraigo y angustia colectiva que terminaría por poner en jaque las bases mismas de todo el sistema.
Para resolver este problema (percibido como un efecto indeseado de la política que se impulsa desde arriba), la solución ha sido fomentar diversos tipos de fanatismo. Orwell lo resume de manera magnífica: “Lo que se requería en un miembro del Partido era un punto de vista similar al del hebreo de la Antigüedad, que sabía, sin saber mucho más, que todas las naciones que no son la suya adoraban a ‘falsos dioses’. No necesitaba saber que esos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch, Astaroth y demás: probablemente, cuanto menos supiera de ellos, mejor para su ortodoxia. Conocía a Jehová y sabía, por tanto, que todos los dioses que tuvieran otros nombres y otros atributos eran dioses falsos”.
Las grietas políticas modernas y los fanatismos religiosos que se expanden a gran velocidad por el cuerpo de nuestras sociedades en pleno siglo XXI demuestran lo perturbador de la distopía orwelliana publicada en el lejano 1949. Lo que nadie supo prever es que la pesadilla no vendría de la mano de un “estado totalitario” construido por un Partido comunista, sino por un conglomerado de grandes corporaciones que dirigen en la práctica una economía fuertemente centralizada en la que la proclamada “libertad de mercado” es sólo una consigna más vaciada de contenido. Y que además son capaces de transformar, si no se interpone nada en su camino, a 1984 en un inocente, aunque premonitorio, cuento de hadas.
(*) En un nuevo capítulo de las polémicas cancelatorias en el campo de la cultura, la Universidad de Northampton (Reino Unido) emitió un aviso de advertencia a la lectura de la novela “1984” de George Orwell. Sostuvo que incluye “material explícito” que algunos estudiantes pueden considerar como “ofensivo y molesto”. La advertencia incluye otros libros, como “Final de partida” de Samuel Beckett y la novela gráfica “V de vendetta” de Alan Moore.
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