Crónica de la visita de una Abuela de Plaza de Mayo a la ciudad de Marcos Juárez, uno de los bastiones cordobeses del PRO y ombligo de la producción sojera, en su incansable trabajo de Memoria, Verdad y Justicia.
Delia Giovanola es una de las 12 fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Con sus 92 años y una vitalidad desbordante, no para un segundo. Recorre el país difundiendo su historia de vida y el mensaje de que resta encontrar a casi 400 nietos que conviven con una identidad adulterada. Esta vez, soy yo quien en la mañana soleada del sábado 16 maneja el auto que la conduce a Marcos Juárez, en el sudeste de la provincia de Córdoba, un municipio de alrededor de 35 mil habitantes enclavado en el corazón de la producción sojera argentina. A la vera de la ruta ya no se ven los silos bolsa que conocimos en tiempos de la 125. “Ahora los esconden bien adentro en los campos”, me explicarán más tarde.
Convocada por los jóvenes de la cooperativa “Abya Yala” –activos militantes por los derechos humanos en Córdoba –, Delia toma mate, conversa y hasta duerme una siestita camino al pueblo natal de Eduardo Martini, Marta Martínez, Eber Oria, Eduardo Reale y María Rosa Baraño, los cinco desaparecidos registrados en el primer departamento cordobés en ser gobernado por el PRO, aun antes de que se desatara la oleada de Cambiemos a nivel nacional.
Para el fin de semana, la agenda de la abuela incluye una charla-debate en la cooperativa y visitas a dos escuelas para conversar con los alumnos. Al llegar al hotel “Portal del Este”, ve que bajo el extenso vidrio que cubre el mostrador se esparcen papeles con mensajes de anteriores pasajeros en los que agradecen las atenciones dispensadas en el lugar. Gente del espectáculo, la cultura, del deporte y la política despliegan sus buenos augurios manuscritos. Pero en el extremo derecho –dónde si no – y prolijamente enmarcados, se destacan los saludos de Gabriela Michetti y Mauricio Macri en campaña. “Quiero que al irme mi saludo quede al lado de esos dos”, dice una pícara Delia mientras la recepcionista atisba una sonrisa.
Delia Giovanola nació en La Plata en 1926. Casada con Jorge Ogando, tuvo a su hijo Jorge Oscar, un empleado bancario platense secuestrado el 16 de octubre de 1976 junto a su esposa Stella Maris Montesano, una abogada comprometida con la suerte de los militantes políticos en el amanecer de la dictadura cívico-militar-eclesiástica. “Mi nieta Virginia quedó sola en su cuna y una vecina se comunicó conmigo para avisarme lo que había ocurrido. Allí me hice cargo de ella, haciendo más de mamá que de abuela”, rememorará en cada charla.
Delia enviudó a los 37 años, cuando Jorgito tenía 15. Ya trabajaba como maestra, y entonces comenzó a formarse como bibliotecaria, lo que la dotó de recursos para organizar los ficheros en que clasificaba las cartas que recibía desde el exterior en apoyo a las denuncias de madres y abuelas. Con los años de servicio y la edad correspondiente, accedió a la jubilación como directora de escuela en la provincia de Buenos Aires.
En el momento en que un grupo de tareas se la llevó, su nuera estaba embarazada de casi 8 meses. Por eso un día, sin dejar de ser madre de la plaza, se convirtió en la abuela que buscó y buscó a su nieto o nieta sin respiro.
Las primeras rondas; las reuniones en la Iglesia de la Santa Cruz junto a Azucena Villaflor y Alfredo Astiz como infiltrado para marcarlas; el destrato en cada escritorio oficial en el que se presentaba para averiguar –”hoy eso sería violencia de género”, se enoja –; esta miembro fundacional de la institución que se mantiene activa en su seno junto a otras 5, deja fluir los recuerdos que son historia latente. Así evoca lo que escribió en un cartón antes de partir por enésima vez rumbo a la plaza, cuando en plena guerra de Malvinas la Junta Militar azuzaba el fervor patriótico: “Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”. La imagen recorrió el mundo, y hoy es una gigantografía en el Museo Malvinas de la que ella misma se sorprende.
Después de 39 años de búsqueda, el 5 de noviembre de 2015 Delia pudo encontrar a Martín, el nieto recuperado número 118, con el que a partir de ese día jamás dejó de comunicarse diariamente al menos por teléfono, ya que él reside con sus dos hijas en Miami.
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Cuando la abuela despierta de la siesta sabatina y baja al lobby, se encuentra con el corpachón de Mario Navarro, el nieto recuperado 119, que ha llegado desde la cercana ciudad de Las Rosas para fundirse en un abrazo con ella. También se topa con el locuaz encargado del turno tarde, oriundo de Salsipuedes, que al enterarse de que ella vivió durante unos años allí, desborda de emoción y la colma de besos.
Llegamos a la cooperativa. Afuera el frío aprieta, pero ya circulan el café y las tortas a precios populares. Mientras los leños empiezan a arder para asar los choris, Quique de María presenta su libro “Cine argentino y derechos humanos” y abre el debate. Enseguida, Donato Mónaco templa la viola y arremete con canciones de Silvio Rodríguez, León Gieco y Charly García, pero cuando llega a “Informe de la situación”, de Víctor Heredia, somos varios los que nos prendemos en el coro.
Parece ser que el temporal
trajo también la calamidad
de cierto tipo de langosta,
que come en grande y a nuestra costa
y de punta a punta del país
se han deglutido todo el maíz.
Estrenada en 1982, y cantada por multitudes como último empujón a la dictadura militar, su letra pareciera hablar de estos días. Y para hablar, mejor dicho, para contar historias, ahí está Claudia Montesino, coordinadora de “Narradores por la Identidad”, colectivo que colabora con Abuelas “porque los cuentos también encuentran”. Docente universitaria, hace días alcanzó notoriedad luego de que la gobernadora bonaerense María Eugenia “Virtual” arremetiera con su brutal sincericidio: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad”. “Esta no se le perdono”, respondió Claudia y el audio y el texto en el que relató su dura pero feliz infancia se viralizaron hasta culminar en la contratapa de Página/12. Ah, Claudia Montesino es además mi compañera hace 33 años y la madre de mis hijas. Y por eso hoy estoy con ella y con la abuela viajera en esta fría noche de Marcos Juárez.
Frente a más de 30 personas que desafían a la congelada noche, Delia Giovanola comienza el relato de su vida y de su lucha, y su tono jamás se altera. Tampoco la coherencia del relato, y si alguna pieza temporal no encaja, rápidamente se justifica en los daños colaterales “de mis primeros 92 años de vida”.
La cronología avanza y llega hasta el día en que le avisan que una liberada que compartió cautiverio con su nuera dijo que Stella había parido un varón rubio y de ojos celestes. “A partir de ese día, entonces, empecé a buscar un nieto varón, rubio y de ojos celestes, tal como los de mi nieta”.
Como al pasar, menciona que su hijo y su nuera están muertos. Alguien del público le pregunta; “¿Cómo muertos, no están desaparecidos?”. Entonces Delia afirma que, a poco de comenzar a funcionar, un integrante de la CONADEP se le acercó para decirle que un militar en actividad, a cambio de protección, podía informar con certeza qué suerte habían corrido Oscar y Stella Maris. Ese personaje habló “de un grupo de tareas integrado por nueve bestias cebadas en sangre humana e identificó con nombre y apellido a ocho, de modo tal que el restante era él”.
“Fue ese militar quién dijo que Jorge y Stella Maris habían pasado por diferentes centros clandestinos de detención, y que luego de matarlos los enterraron en Arana, en las afueras de La Plata, en terrenos del Regimiento de Infantería Mecanizado 7. Me ofrecieron la posibilidad de entrevistarme con él para que me indicara la localización de los restos, pero cuando supe que continuaba en actividad desistí de hacerlo. Vicky estaba a mi único cuidado y no podía exponerme a que me pasara algo y ella quedara solita”, refiere con voz firme.
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Nicolás Daga es hiperactivo y generoso anfitrión. Va a recibirnos a la ruta con su auto blanco para guiarnos hasta el hotel, cuando no existe posibilidad alguna de que nos perdamos, GPS mediante. En el local de la cooperativa, cuelga las banderas de la FM comunitaria y de la incipiente agrupación “La Giovanola”. El mediodía pasó hace rato, las críticas a la selección por el pobre empate contra Islandia están a flor de labios y entonces aparecen, mágicamente, los sanguchitos de peceto que otra compañera preparó la noche anterior en la olla Essen. Delia come despacito, pero come lindo. Y menciona que tiene una olla similar pero perfectamente embalada hace 30 años, “porque lo mío es el delivery”.
Nico no para, ahora atendiendo a la pequeña Evita para darle un poquito de respiro a Sofía, su compañera en la familia ensamblada que en total suma a cuatro hijas. Nicolás es cerebral, parece tener todo bajo control y va midiendo los tiempos con obsesión. Pero detrás de esa concentración, esconde una preocupación que ya no puede reprimir y ahora escupe con bronca y dolor. “Esta semana arrancamos con turnos reducidos en la fábrica, trabajando al 50% de la capacidad operativa”. Él es periodista, pero el escaso campo laboral local lo convirtió en metalúrgico y hoy trabaja en la fábrica de llantas más grande del país, que por estos días vende bien poco. “La semana pasada un compañero, ¡firmando la notificación de su despido! bancaba a Macri y me toreaba diciendo que lo que pasaba en el país era por culpa de los kirchneristas como yo… hay veces que hago esfuerzos tremendos para no empezar a repartir puñetes”.
Nico es, también, un avezado asador. El domingo nos recibe en su casa con picada, chorizos, cerdo, asado, matambre y dos postres diferentes. Es el Día del Padre, y por eso Delia lo abraza entregándole un botellón de tres litros de un tinto que en minutos desplegará toda su generosidad. Completan la mesa Cacho, el papá de Nico y eximio escultor que más tarde nos mostrará su prolífica obra expuesta en su casa-taller, y su hija también ingeniera recién llegada desde Rosario para compartir el almuerzo. Delia, como siempre, es el centro de atención cuando abre el arcón de sus anécdotas. Pero no menciona ninguna vinculada a Jorge y sus Días del Padre. Eso sí: cada cosa que cita o rememora guarda relación con el pasado o el presente de Martín. Nico explica cuán difícil es alquilar una vivienda en el Marcos Juárez dolarizado por influjo de la soja, y confiesa que una familia como la de él necesita como mínimo “40 lucas para vivir, y eso que no prendemos los calefactores y hasta las nenas duermen con un buzo puesto”.
Entonces, Nico me dice “acompañame”. Caminamos unos doscientos metros por un típico barrio de clase media, y de pronto nos introducimos en una suerte de country privado. Pero este es especial: no hay barrera de contención, casilla de seguridad ni vigiladores circulando. Hay, sí, la obscena exhibición de mansiones que caracteriza a estos predios en Miami, el conurbano bonaerense o este Marcos Juárez desbordante de soja. Las construcciones compiten por ser la más fastuosa, y las cámaras nos siguen con su ojo de gran hermano. “No entiendo nada”, le digo mientras Nico saluda a los vecinos que salen a hacer running por las callecitas internas. Y completo: “Nunca entré a un barrio cerrado así, como si nada, y en el que estamos caminando lo más panchos”. “Sí, claro, pero mandate con un auto desconocido o hacete el loco”, me corta Nico y asegura que si eso pasa, “en menos de cinco minutos llega el patrullero de la Policía de Córdoba”. El mismo que todas las noches monta guardia en el acceso, y que como paradoja de la angurria de los “Barones de la Soja”, ofrece una seguridad privatizada “que pagamos todos los contribuyentes de Córdoba”, lamenta un indignado Nicolás.
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Pablo Daga preside la cooperativa que brinda talleres de capacitación en oficios y cuenta, como herramienta clave, con la radio comunitaria “soberana y popular” FM LU-K 101.9, desde la que emiten mensajes esclarecedores respecto a las agresiones de los agroquímicos contra el ambiente y la vida saludable…en un mar de soja como es la ciudad plantada en la ruta 9, casi a mitad de camino entre Rosario y Córdoba. Da clases de comunicación popular en el IPEM Nº 93 “República del Perú”, y cuenta que en noviembre de 2015 “la cooperativa fue reconocida legalmente, por lo que el funcionamiento de la radio está contenida en ella”. Lamenta, eso sí, no haber llegado a tener la habilitación de la entonces AFSCA, del mismo modo en que sufre la discriminación del municipio en la distribución de publicidad oficial.
Junto a los primos Nicolás y Pablo, Silvina Zamit, una artista plástica esmirriada y de pelo ensortijado, dan vida no sólo a la incipiente agrupación “La Giovanola” sino que hacen frente a la desmemoria pueblerina. “Acá tenemos cinco desaparecidos y cada 24 de marzo pasa sin pena ni gloria, oculto tras el silencio de las autoridades municipales”, se enoja. Por eso ella y otros compañeros empezaron a pintar murales conmemorativos para azuzar el avispero. Como el que pintó con el rostro de Santiago Maldonado en el centro de la ciudad a poco de su desaparición, y que algunos vecinos indignados hicieron retirar. “Entonces, para canalizar la impotencia, lo volví a pintar en la medianera de mi casa”, relata junto a una emocionada Delia, que en simbiótica actitud de vida funde su mirada en los ojos del solidario artesano.
“La lucha de Delia es un ejemplo que levantamos como bandera”, dice Pablo y así justifica la presentación en sociedad de la agrupación “La Giovanola”, que no sólo mueve a sorpresa a la propia abuela sino que ya empezó a hacer ruido en la política local, donde el 9 de setiembre próximo habrá elecciones municipales y ellos aspiran a hacer valer su trabajo territorial en el armado opositor al oficialismo PRO.
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Es lunes de mañana, y la abuela parte hacia la escuela primaria “Patricias Argentinas”. Claudia rompe el fuego narrando historias para reforzar la memoria, en la búsqueda de verdad y justicia. Allí reiterará el ritual de contar su vida y responder las consultas de los chicos. Hará una pausa para almorzar en la casa de Silvina, y sin respiro, partiremos hacia a la secundaria “República del Perú”, donde la escucharán estudiantes de 1º, 2ª y 3º año.
Tras su reseña cronológica, se suceden las preguntas de los ávidos alumnos. “Encontró a su hijo y a su nuera?”, “Vive la señora que le invitó a ir a la plaza por primera vez?,” “Su nieta todavía vive con usted?”. Esa es la única pregunta que consigue incomodarla un poco. Y no es para menos. “Mi nieta vivió conmigo hasta que se quitó la vida, deprimida por tanto buscar y buscar al hermano con el que no se pudo reencontrar”. Al chiquito que le formuló la pregunta, de unos 13 años, se le nubla la vista por las lágrimas reprimidas, mientras algunas docentes las dejan rodar por sus mejillas.
Virginia Ogando, hermana de sangre de Martín, fue una pieza fundamental en su búsqueda. Antes de suicidarse el 15 de agosto de 2011, ella había dejado una muestra de su sangre en el Banco Nacional de Datos Genéticos, lo que permitió determinar en un 99,99 por ciento el vínculo filiatorio.
“¿Y cómo es su nieto, es lindo?”, interrogan tímidamente unas chicas desde el fondo del aula. Entonces Delia busca una foto de Martín en la galería de imágenes del celu y las pibas se arremolinan para conocerlo.
Termina la charla en la escuela, y ahora la abuela, los estudiantes, docentes y miembros de la cooperativa “Abya Yala”–nombre con el que el pueblo kuna llamó a lo que hoy se conoce como América – comparten un chocolate caliente de despedida.
Anochece, y nos quedan una seis horas de viaje hasta la casa de la abuela en Villa Ballester, en los que la vital Delia tomará mate, dormirá un ratito y contestará decenas de WhatsApp de sus centenares de contactos.
Y entonces ahí, antes de retomar la ruta, la abuela inquieta recuerda que en su próxima visita a Marcos Juárez irá al hotel a ver su firma al lado “de la de los otros dos”.