A 45 años de la muerte de Mario Roberto Santucho y otros integrantes de la dirección del PRT-ERP, el autor de esta nota – militante del Partido – recuerda sus sensaciones al saberla noticia y los trae a un presente muy diferente, en el cual se extraña cierto tipo de militancia, que entregaba su vida a la política y de ninguna manera vivía de la política.
El titular de La Gaceta de La Plata, leído así, de sopetón, en las manos del canillita que lo exponía sabiendo que iba a vender en esa esquina, fue una patada – no, patada no: un tiro – en las bolas. “Mataron a Santucho”, decía la portada del diario, a seis columnas, con letras obviamente catástrofe.
Venía caminando por la calle 1, desde 53 hacia 47, cerca de las tres de la tarde para encontrarme con Beto (Alberto Peón, desaparecido) para que me llevara tabicado a una reunión. El canillita me puso en la cara el titular en 1 y 50 -frente al ex comedor universitario, casi llegando a mi colegio Nacional – y, casi al mismo tiempo que el tiro en las bolas o apenas después, me dije que era mentira, que no podía ser.
En 1 y 48 la cara de Beto me dijo todo. Es mentira, insistí, desde el optimismo voluntarioso de mis veinte años apenas cumplidos pero anclado en el pesimismo de la 45 que llevaba calzada atrás, en la cintura, entre el culo y la espalda, para hacer la contención si se daba el caso.
No, es cierto, me dijo Beto, ahí, parados en 1 y 48, casi congelados, mirándonos. Y recuerdo cómo lo miré. Lo vi con su cara un poco colorada en los cachetes, su bigote rubio que avanzaba sobre los labios y su incipiente pancita que a mí me parecía condenable para un militante revolucionario, aunque ya tuviera 27 años.
No, es cierto, me dijo Beto y yo no contesté. La Gaceta – que él tenía en sus manos – decía que habían caído o matado también a Benito Urteaga, a Domingo Menna y al Pelado Gorriarán Merlo.
No puede ser, dije. Todos juntos en un departamento sin escape, dije. No puede ser, dije.
Beto no me contestó eso; sólo me dijo: El Pelado no cayó.
Y ahí Beto me puso un brazo sobre los hombros, yo bajé la mirada y cerré los ojos, y me empezó a llevar caminando, tabicado, a la casa donde íbamos a tener la reunión, guiándome con su brazo, sin hablar. Había que seguir.
No recuerdo mucho de esa reunión. Estábamos los responsables políticos de los diferentes frentes (en mi caso, el universitario), creo que también estaba Federico (Carlos Martínez, también desaparecido) con su mirada clara y ese día húmeda. Sí me acuerdo de que lo que estaba planificado cambió de repente. Y lo que sí recuerdo claramente es que esa noche, esa misma noche, la tarea fue salir a pintar.
Las pintadas no fueron todas iguales. Del Frente Universitario salieron cinco o seis grupos, por facultad. El grupo del Museo estaba a cargo del Nene (Alberto Farías, desaparecido); el de Medicina lo armó Lucía, La Cuñata (Marlene Kreguer Krug, desaparecida); el responsable de Ingeniería era Le Duan (que sobrevivió y le decíamos así porque se parecía a lo que creíamos que era un vietnamita); del resto no me acuerdo.
En la reunión previa, Le Duan propuso pintar “Comandante Carlos, hasta la victoria siempre” (Lo de Carlos venía por Carlos Ramírez, el nombre de guerra que Robi Santucho había utilizado en el libro del IV Congreso del PRT). Le dije que no, que eso no lo sabía nadie, y que había que pintar “Mario Roberto Santucho, hasta la victoria siempre. AVOMPLA”.
Para terminar con ese día, todos pintamos eso (yo salí con un grupo de Arquitectura) menos los compañeros que salieron con Le Duan, que pintaron como veinte Comandante Carlos sobre las paredes de la calle 2. Al día siguiente lo acusé de cortarse por la libre y llegué a putearlo, lo que era un exceso para el estilo respetuoso que cultivábamos.
Pero eso no importa. Lo que importa es que esa noche, la noche del día que mataron a Santucho, en un momento en que la represión era terrorífica en todo el país y alcanzaba niveles extremos en La Plata, nadie dejó de salir a pintar, con apenas unos cuantos aerosoles y unas pocas armas que de poco podían servir.
Lo que acabo de contar arriba es apenas una anécdota, una de las tantas que pueden contar todos y cada uno de los militantes del PRT-ERP que sobrevivimos al terrorismo de Estado peronista y a la dictadura que lo continuó.
Es un recuerdo personal.
Cuarenta y cinco después de la muerte de Mario Roberto Santucho, sólo quiero interrogarme sobre su legado.
No me refiero a su capacidad de análisis político, ni a su (a veces de manera excesiva) indiscutible liderazgo, ni a sus decisiones político-militares.
Me refiero a su legado revolucionario. A lo que su ejemplo – el ejemplo que imprimió en cada uno de los militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores y de los combatientes del Ejército Revolucionario Pueblo – nos dejó, aún a los militantes más jóvenes en aquel entonces. Y nos lo dejó para siempre, como una manera de posicionarse y actuar en la vida.
Santucho nos enseñó que la política es una herramienta revolucionaria; y con su ejemplo nos mostró que se puede y se debe entregar la vida a la política revolucionaria. Que se estudia, se trabaja y se vive para esa militancia política. Que se entrega todo sin esperar nada para sí. Que se vive y se muere para la política revolucionaria, pero que jamás se vive de la política como lo hacen los políticos burgueses. Porque un militante revolucionario jamás vive ni saca beneficios personales de ella.
Cuarenta y cinco años después de la muerte de Mario Roberto Santucho, secretario general del PRT y comandante del ERP, sus restos siguen desaparecidos.
No es una casualidad, tampoco una simple revancha de los genocidas civiles y militares.
Es un intento – que les ha resultado, pero que a la larga será fallido – de hacer desaparecer también su ejemplo. Un modelo de militante revolucionario que hoy hace mucha falta.
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