Un texto de cuando hacía poco que De la Rúa se había ido en helicóptero, El Adolfo había anunciado alegremente el default, los esbirros de Duhalde habían ejecutado en una estación de tren a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, y el cronista – sin laburo – volvía medio en pedo de una cena gratis en el último tren de la noche con destino a Burzaco. Y hoy parece casi de actualidad.
Ultimo tren al sur: Constitución – Glew, 00:40. Los baños de la estación son un asco: tengo ganas de mear pero me contengo. No importa.
Siete vagones de tren eléctrico. Las reglas no están escritas pero sí claras: los tres de atrás para los cartoneros: carritos de supermercado, rostros oscuros (lo que uno espera, supone, predice), pero también claros, rubios, ojos celestes (uno también lo sabe, pero…).
Tres vagones invisibles: desmentida práctica de la miseria. Transporte especial: campo de concentración sin guardias. Ese orden, aceptado así, desde abajo, aterroriza (pobre Malraux, a qué ha quedado reducida aquí la condición humana, que ya ni se interroga a sí misma). ¿Cuál es la mirada para esto? ¿Cómo construirla, articularla? Riesgoso voyeurismo en el cual el ojo de la cerradura puede tragarte.
Táctica para la autoconservación del viajero trasnochado: mirar, evaluar. Ahí, en esos tres vagones violentos, no hay violencia de abajo. O mejor: no hay peligro; sí violencia contenida y sin embargo clara, evidentemente imposible (¿ellos lo saben?). No hay condiciones subjetivas para la consumación. El sistema siempre – aún hoy, en la Argentina en este instante – absorbe sus márgenes (Releer a Foucault, ¿para qué?). ¿Dónde están los extremos? ¿Cuáles son los límites? La miseria se pasea por la banda de Moebius. Querido Groucho (perdón, quise decir Carlos), es mejor no interrogarse sobre las contradicciones. Ya no hay teoría. ¿Es posible construirla?
Los vagones invisibles enarbolan un mensaje. Brutal consigna del aplastado complaciente: Los cartoneros son buenos. Los cartoneros han asumido el papel políticamente correcto de ser buenos (“¡Mírennos, no le hacemos mal a nadie! Somos un producto de esta sociedad que no es injusta sino que ha sido mal dirigida; pero no se equivoquen, no queremos cambiarla, sólo queremos comer, ni siquiera mejorar”). No, allí, en esos tres vagones, no hay peligro…
¿O sí? Uriah Heep – ¿de dónde sale el personaje? – arremete contra mi cabeza. Lo expulso: ninguno de ellos ha leído a Dickens (Claro, mucho menos a Maiakovsky, mal poeta de la dialéctica disfrazada de esperanza). Ni tendrá la ocasión. Tampoco la comparación sirve. Uriah por lo menos pudo intentarlo, tuvo la oportunidad (movilidad social ascendente, ¿de qué se trataba eso?). Ellos nunca; o, por lo menos, hoy no (¿O quieren, sin saberlo, ser un Uriah Heep lumpen, poscapitalista?: “Somos buenos, somos buenos, ¡déjennos entrar! ¡No tengan miedo, no hay peligro!”. Y una vez adentro… ¡paf!). No, ilusos, no hay espacio. Alienación, en última instancia: en la periferia no hay Estado benefactor. Ni buenos burgueses, ni siquiera aquella mítica, plusválica, dignificante explotación… Así nadie se salva.
(Nota al margen: si es Dickens, compasivo crítico de la vieja miseria industrial, quien aparece en estas circunstancias, la situación – mi alcoholizada condición intelectual – es grave. De verdad.)
Elijo (¿?) viajar en los vagones de adelante: gente con (no de, sino con) trabajo. División de clases: tres vagones – los de atrás, ya lo dije – para lúmpenes obligados pero complacientes; cuatro – los de adelante – para prolesqué.
El tren arranca. Constitución – Burzaco es mi ruta. Mi vecino de asiento – recién remozado (el asiento, claro) por Ferrocarriles del Sur bajo amenaza estatal de perder la concesión – duerme alegremente. Lleva unos pantalones azules que, seguramente, conserva de un trabajo anterior (quizás también estatal, quizás blanqueado) y una camisa blanca de puños sucios, inevitable imagen de final de jueves en un empleo semanal con vestimenta sin recambio. A la altura de Hipólito Yrigoyen eructa un pancho ensoñado; en Avellaneda se tira un pedo, también dormido (no se trata de pintar un desagradable arquetipo, es la pura y olorosa verdad impresa en los sentidos de su ocasional acompañante).
Dos asientos más adelante, hacia el sur, hay dos hombres de pie. Podrían sentarse (lugares libres hay de sobra), pero prefieren seguir parados. Se trata de un ritual: una trenzada de truco de seis, con “pica-pica”. No de hoy. Es un verdadero campeonato, cuya existencia se deduce de las indicaciones, a los gritos, que los ocasionales ganadores exigen a un absurdo notario de sonrisa torcida que lleva las estadísticas de quién sabe cuántos años de falta envido y falta plata. Tal vez (pienso – ¡Perdón, perdón, no debería decirlo así! ¡No es políticamente correcto! – , no quiero pero pienso) durante todo el día, todos y cada uno de ellos estén esperando ese momento mágico de orejear los naipes (¿Après coup de una jornada rastrera enarbolando el as de espadas en un Vale Cuatro? ¿Ganarle en el último minuto un mano a mano a la humillación cantando falta envido con trentaitrés?).
No los miro más: creo que el cronista que alguna vez fui se ha perdido en el pasado (porque en otros tiempos habría sido una buena nota de color; ¡Carajo, claro que sí!).
Por el pasillo corre la Quilmes. A un peso y en lata. Un pibe con la camiseta de los “Chicago Bulls” – número 22, para más datos – recoge las vacías recorriendo una y otra vez el vagón, y las mete en una bolsa de arpillera, de ésas que alguna vez contuvieron papas. Para La Razón –gratis, pero a 25 centavos “a voluntad”– ya es tarde, así que corren Clarín e, inexplicablemente, todavía Crónica.
En el último tren al Sur todos los titulares resultan pálidos, sin gancho, ineficaces.
Todo corre porque, en realidad, nada parece importar. O sí, porque a mi izquierda, pasillo de por medio, alguien (no voy a describirlo porque en ningún momento levanta la mirada hipnotizada del diario) deja pasar cuatro estaciones bajo el mismo título: “Rojos y Racing en Mardel (aquí iría una coma, que en los títulos obviamente se obvia) a puertas cerradas”. De ojito veo dos columnas de texto e inevitablemente – jodidamente, vaya con los adverbios de modo – me pregunto de qué se trata. No la noticia, claro, sino la demora del lector. Pienso: ¿Será, tal vez, que intenta aplicar un recurso hermenéutico desconocido para mí a la críptica redacción de una noticia deportiva? ¿O se distrae porque tiene sueño? ¿O demora el placer de la lectura porque, al cabo del día, es lo único que le importa? ¿O le cuesta leer? ¿O debo releer a Barthes? ¿O soy un jodido – hijo de puta – de mierda?
No sé; una nueva escena me salva de buscar la respuesta: en Lanús, canasta en mano, sube un vendedor de pan casero “recién hecho, calentito, con chicharrón o sin chicharrón”. A 0,50 la unidad, dice, anuncia, implora. De todos los compradores me detengo en uno: debe tener unos 35 latinoamericanos años – es decir, aparenta casi cincuenta -, camisa de fondo blanco con flores azules ya grises por los lavados, doble papada, anteojos y cartera colgando del hombro izquierdo. Ya lo había visto: en algún momento – no recuerdo cuándo, pero antes de la compra del pan – un chiste que no escuché me había puesto ante el espectáculo de su risa que, sin pudor alguno, se escurrió sonoramente a través de los huecos de una dentadura que bien podría haber inspirado a Darío en aquello del brillo por la ausencia.
“Dame, pibe”, dijo y recibió el pan en una bolsa transparente. Nunca supe si el pan que compró tenía o no chicharrón, pero lo que siguió convirtió a la última cena de Jesús con sus apóstoles (cf. Los Evangelios oficiales y sus variaciones apócrifas) en una caricatura: apoyado contra una de las puertas del vagón, el Cristo de cartera y anteojos peló la flauta – era un pan flauta – corriendo obscenamente hacia atrás la bolsa de nylon hasta descubrir una punta y comenzó a ofrecerles un pedazo a sus ocasionales acompañantes. No fueron doce, es verdad, los que lo manotearon, pero uno por uno –con confianza algunos, seguramente conocidos del mismo trayecto; con tímido agradecimiento otros, tal vez ocasionales viajeros del 00.40 a Glew -, fueron cortando con sus dedos irregulares trozos del enhiesto producto hasta terminarlo: imposible comunión sobre los rieles.
La masticación, con sus secuelas de deglución, conversaciones y risas me distrajeron hasta Temperley. Dos estaciones más tarde me bajé, dispuesto a caminar quince cuadras hasta mi casa. A la una y diez de la mañana, el calor del día había aflojado. No había hecho cincuenta metros cuando un grito me detuvo:
– ¡Daniel! – escuché.
Era Pocho, un tachero con dos décadas de turno noche en la estación, veterano de robos, asaltos e historias increíbles. Arrimó el auto y me preguntó:
– ¿Qué hacés a esta hora y sin coche?
Le sonreí sin responderle. Entonces ofreció:
– Subí que te llevo…
– Te perdés un viaje – le dije.
– No te preocupés – me contestó mientras me acomodaba en el asiento del acompañante – No sé para qué espero el último tren si estos muertos de hambre jamás toman un taxi.
Cinco minutos después me dejó frente a mi casa. No me quiso cobrar. Entré, corrí al baño – recuerden el principio de esta crónica: me estaba meando – y me senté a escribir esto.
Buenos Aires, febrero de 2003
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