Una historia como muchas otras -cargada de sufrimiento, miedo, oscuridad, prejuicios, abandono, castigo social y hasta sadismo ginecológico – en el marco del debate sobre el aborto seguro, legal y gratuito.
Cuando me lo hice nadie quería decirme cómo se llamaba la droga. Trabajaba en un Hospital público. Siempre fui enfermera de terapia, no tenía idea del tema ginecológico – dice.
Silvia se recuesta sobre un sillón antiguo, marrón, de los muchos que tiene el bar del centro cultural. Tiene el pelo colorado, parece crepitar cuando lanza una carcajada.
– Estos sillones son traicioneros, parecen grandes pero me sobra culo a los costados – dice. La risa de Silvia contagia y se propaga, como el fuego.
-No quería ser madre. Estaba en pareja pero ninguno de los dos queríamos, estábamos juntos hacía poco tiempo. Y me dio una bronca terrible hacia mí misma cuando el test dio positivo. Cuando me casé, a los 14 años, empecé a tomar anticonceptivos. Después me hice enfermera, me separé. Me vine a vivir a Buenos Aires, no quería más que ser enfermera…
Su mirada se pierde en el abismo de madera del piano lustrado, a la par de los sillones. Las voces de los comensales del bar la sacan de su ensueño. De fondo suena Queen, “Mamma I killed a man…”
-No sabés lo que insistí a los médicos de ginecología, a las enfermeras, todos sabían que buscaba el misoprostol. Trabajaba en un hospital pero no sabía el nombre de la droga, nadie quería decírmelo. Ana, otra enfermera, me lo dijo en secreto, de madrugada, durante la guardia. Fue la única que tuvo consideración conmigo.
Silvia vuelve a tener 30 años cuando decide contar su historia. Mientras describe la sala de espera de su ginecóloga no deja de girar el vaso hacia el centro de la mesa. En otra vida, diez años atrás, decidió decirle a su médica de cabecera que no quería parir y fue expulsada de su consultorio. Aún así no dejó de llamarla, de insistirle, de esperar entre un turno y otro que ella le diera un espacio. Entonces, como para sacársela de encima, la gentil doctora le dio el teléfono de un médico que practicaba abortos.
– Me pedía 300 dólares para hablar conmigo, lo que no incluía cirugía o pastillas, sólo hablar. En ese momento yo estaba con el préstamo del departamento, no lo podía pagar -explica.
Ana le contó que hacía un tiempo había ayudado a otra mujer con un aborto pero que no recordaba las indicaciones del misoprostol. Silvia compró la droga –recetada para la fibromialgia- pero empezó otra peripecia: ¿Cómo tenía que usarla? ¿Cuántas veces?
– Solo logré averiguar que una pastilla tenía que entrar por la vagina y otra la tomaba, pero no sabía cuántas ni con qué frecuencia.
La noche que Silvia decidió abortar con misoprostol lo hizo sola, recostada en la habitación de su departamento de Boedo. Tenía a mano el teléfono de su mejor amiga, otra enfermera que estaba de guardia. Y el de la emergencia de la obra social.
Al principio no sentía nada. Primero sintió una puntada en la parte baja del abdomen. Después otra, más fuerte. Y sangre, mucha sangre. Silvia desangró su decisión en soledad y durante más de seis horas –toda la noche- vio pasar en rojo sus entrañas.
Como buena enfermera, esperó. Cuando fue al baño y vio que todo lo que tenía que salir había salido, supo que estaba hecho.
– Mucho tiempo después supe que había que moverse, no acostarse, para que suceda más rápido. La gente piensa que si una es enfermera sabe todo esto, pero no es así; yo me especializaba en otra cosa, la información no estaba disponible aún para mí.
El mundo no se detuvo para Silvia esa noche. Con la luz de la mañana se vistió y salió a trabajar al hospital como lo había hecho el día anterior y como lo haría el siguiente. La hemorragia solo se fue después de cuatro o cinco días. Al poco tiempo llegó la fiebre, la infección, el delirio y la inevitable llamada a la emergencia médica.
De la clínica se escapó al cabo de dos horas, ante la posibilidad de que la sedaran para realizarle una práctica médica que no consentía. Y también ante la posibilidad de una denuncia.
– Me fui a la guardia del hospital donde trabajaba y me puse la medicación para la fiebre y la infección por suero. Me senté en una camilla y me quedé ahí toda la noche. Nadie vino a preguntarme nada.
Silvia no se llama Silvia. Tiene otro nombre que podría ser el de cualquiera de nosotras. Dejó de ser enfermera tiempo después de aquello, cansada de negociar y batallar con el sistema.
– Mi ex ginecóloga de cabecera me preguntó: ¿Cómo lo resolviste? Yo solo pude mirar al costado y hacer un gesto. Le respondí que con pastillas y fue todo. Nunca más me quiso hablar de eso.
Silvia no supo jamás si fue a propósito. Se niega, aún hoy, siquiera, a pensarlo.
– Tiempo después ella me puso el diu, pero me recomendó que no tuviera relaciones sexuales. Fui a verla varias veces durante un mes o un poco más porque tuve dolores muy fuertes. Ella me insistía que aguante, que el diu se estaba acomodando y que me daría un nuevo turno para reimplantarlo.
Por recomendación de sus amigas, Silvia vio a otro médico, que le entregó el diu a los cinco minutos de examinarla y le explicó que se lo habían implantado en el músculo.
-El dolor que sentía eran contracciones, mi cuerpo quería expulsarlo. Tras esa experiencia el médico accedió a ligarme las trompas -dice.
Silvia entendió que el único tratamiento que le había dado la ginecóloga después del misoprostol había sido la obligación de aguantar el dolor en silencio. Un silencio de hospital.