La cuarentena oxigenada abre posibilidades luminosas para el despliegue del espíritu humano. Este es un relato sobre el aprovechamiento de las nuevas libertades, con un final lleno lleno lleno de luz. Incluye saludos fraternos a Julio Cortázar. (Foto de apertura: Julián Álvarez- Télam)
Amanece y no besa a su esposa. Directo a una ducha muy caliente de quince minutos. Jabón, mucho jabón. Cepillado con cerdas duras y a fondo en todas sus partes. Más jabón, mucho jabón. Se viste con la pilcha que la noche anterior roció con alcohol y Lysoform. La cocina relumbra como una Ferrari. Dos empleadas domésticas acaban de repasarlo todo, por quinta vez. Entra y las desplaza sin saludarlas. Se sirve dos cafés de la Nespresso. Primera cápsula: Ispirazione Roma. Segunda: Vivalto Lungo Decaffeinato. No es necesario exagerar con el café. Es un hombre sensato, cuida su salud mental y física.
Termina los cafés y con la cabeza señala taza, platito y cucharita a una de las empleadas de uniforme celeste.
-Al esterilizador.
La cuarentena -sonríe- finalmente genera puestos de trabajo. En acuerdo con su esposa contrataron a una tercera empleada por horas que va y viene en remise desde Garín. Se lo pagan ellos, se lo descuentan del sueldo. Es mucha tarea recibir por delivery las entregas cuantiosas de Jumbo, dejar y esperar que los productos de almacén o limpieza esperen dos, tres días en el palier de servicio, hasta que el bicho muera. Es trabajo para tres empleadas lavar cada papa, batata, huevo, lechuga morada, zuchini, portobello, cada endivia y cada naranja con abundante detergente, enjuagar bien, dejarlo todo al sol si es que hay sol. El sol, los rayos ultravioletas, algo de eso mata al bicho.
Hoy hay sol. Invade el inmenso balcón cerrado y lo hace cálido. Vista al Río de la Plata desde el piso 35 de un edificio sobre Libertador con dos gimnasios, dos piscinas, SUM, hidromasaje.
En la reposera de madera de teca saca el iPhone de una funda de seda azul marino con pequeñas lunas en cuarto creciente, doradas. Lo limpia con un producto desinfectante que no daña. Hay un mensaje de su compañera de la consultora. No, no su compañera. Su colega, consultora financiera como él.
-Es inbancable todo -dice el mensaje-. La cuarentena, el gobierno, el país, la ciudad, los estúpidos. ¿Cuándo podremos vernos?
Hace ochenta días que no la pongo, se dice el tipo.
El trabajo puede hacerlo desde casa. Lee un primer informe por el celular. Futuros S&P al alza tras sorprendente aumento de +2,5 M en puestos de trabajo privados en mayo.
Ayer los mercados estaban alicaídos por un rebrote de bicho en Wuhan, China. Antes de ayer se mostraban optimistas por un aumento de la contaminación en China, consecuencia de la puesta en marcha de las industrias.
Dedica la mañana al contacto con los clientes. Mucho enojo por la imposibilidad de hacer jueguito con el dólar, dadas las restricciones fascistas impuestas por el gobierno. No salgan de las posiciones en que están, repite a los clientes. Debe reiterarse en otra evaluación: al gobierno no le va a quedar otra que ceder con la deuda. Tranquilos todos, subirán los bonos.
Detesta a Martín Guzmán. No, mentira. No lo odia porque es una persona equilibrada. Solo que Guzmán es un académico, un pichi. No da la talla, no entiende al mundo.
Al mediodía todos comen más bien callados. Él, su esposa, sus hijas, Sol y María Pía. Silencio absoluto del lado del personal doméstico. A lo largo del almuerzo aluden al viaje de Susana Giménez a Punta del Este, su caída posterior y las últimas declaraciones de Patricia Bullrich. Sol intenta complacer a su padre mostrándole un meme que muestra al presidente muy envejecido festejando el fin de la cuarentena. Celulares en la mesa familiar te dije que no -dice él -. Andá a lavarte las manos. El celular lo mismo, lavalo bien.
Siesta. Él pide tomarla a solas.
El Jefe de Gobierno acaba de oxigenar la cuarentena. Era hora. Él, en general inalterable, ya comenzaba a irritarse con la sumisión de Rodríguez Larreta. Oxígeno, oxígeno, se dice. Pero también se descubre irritado consigo mismo por no permanecer impasible; irritado por la necesidad primitiva de coger con su colega de la consultora. En la cabeza le dan vuelta dos verbos: oxigenar y coger.
Se revuelve en la cama, inquieto. Recuerda que quedó con la esposa en acompañarla a Prüne, zapatería de confianza, oxigenada. Tiene ganas de dormir, estar solo. La esposa golpea la puerta de su propio dormitorio.
-¿Qué necesitás?
-Quedamos en ir a la zapatería.
-Ya me visto.
Bajan en silencio y con barbijos de ultra puta madre hasta el tercer subsuelo. Hace frío en las cocheras y huele a humedad. Suben al auto luego de rociar los interiores con alcohol y Lysoform. En el montacoches le pregunta a la esposa:
-¿Elegiste los zapatos?
-No.
-Te dije que los eligieras por Internet. Para eso tiene página web la zapatería.
-No me decidí.
-Ajá. “No me decidí”.
-¿Pasa algo?
-María Laura, quedamos en que eligieras. Va a ser un quilombo la zapatería, y está el bicho.
-Si no me decidí es que no me decidí. No me hables como la Yegua.
-Te prohíbo que me hables así.
-Prohíbime la cachucha, pelotudo.
Estacionan y ensayan sonrisas cuando llegan a la cola de la zapatería. Diez personas, entre ellas varias parejas de mediana edad, bien conservadas o reconstituidas. Ambos observan modelos de barbijo interesantes, bonitos, pero callan.
Ofuscado, a su pesar. Una hora de cola. Media hora más de espera una vez que atienden a su esposa. Mostrame este mismo par pero en algún verde musgo. Ida al depósito de la vendedora con barbijo y vuelta a la vereda con la caja de zapatos. La vereda huele mal. Hay un container de basura. Se hunde hasta el fondo un cartonero, luego sus tres hijos pequeños, luego una señora fornida. Los de la cola se apartan, ajuste de barbijos.
Quince minutos después. Mmmm, no, tampoco, no me termina de convencer. ¿El taco apenas más bajo podrá ser? Vuelta de la vendedora al depósito, tres minutos, y de nuevo a la vereda. Siete, ocho veces así porque no se puede entrar al local mil veces desinfectado, cuestión de cantidad de humanos permitidos por metro cuadrado. Hay que probarse los zapatos en casa. Si no quedan bien, se devuelven. Luego el par será depositado con esmero y rociado con alcohol y dejado dos a tres días, no sea cosa que el bicho.
Él aprovecha las distracciones de la esposa para mandarle mensajes a la colega de la consultora, diez años menor que él. No me la banco más, escribe, mientras mira cómo su esposa da vueltas un zapato de taco aguja.
-¿No era que no querías otro de taco aguja?
-¿Yo me meto con tus zapatos? Me demoré porque no le entendía a la idiota esa, por el barbijo. La gente es estúpida. No entiendo cómo no pueden sostener una mejor dicción a través del barbijo. Abuela estudiaba declamación. Eso debería hacer la gente.
Ambos se van con la bolsa de zapatos. Ambos se restregaron con energía las manos con el alcohol en gel que les ofreció la vendedora.
Él, muy ofuscado, dominándose. Vuelven al auto. Lysoform y alcohol. Regreso en silencio. Montacoches. Rociado de la caja de zapatos. Los zapatos que pisaron ciudad quedan en el palier de servicio dentro de bolsas plásticas, luego de ser empapados en una solución de lavandina, alcohol 70 y Lysoform. A los pocos minutos ella lanza desde lejos un chillido de terror. Los zapatos le van chicos. Jodete, piensa él. Más tarde anuncia en voz alta: cenen ustedes nomás.
Ducha de quince minutos muy caliente, jabón, cepillo duro, jabón, mucho. Se castiga como un monje medieval con cilicios.
Se sabe germenofóbico desde mucho antes de la cuarentena. La colega le gusta entre otras cosas por lo higiénica, sanitizada, germenofóbica también. Ambos fracasaron en sus respectivas terapias cognitivas puntualmente dedicadas a curar la germenofobia. Por whatsapp se han dicho con toda justicia que las respectivas germenofobias son un asunto personal, un derecho, una libertad individual. El gobierno no tiene por qué meterse en las libertades individuales de cada uno. Barbijo, distanciamiento social, sí. Pero porque ellos así lo deciden. Individual y cívicamente.
Ahora se está secando con la toalla suavísima, aroma Alpes austríacos. Nota que por pensar en la colega está con la cosa parada. Se lo reprocha, le pega un manotazo. Es como si la cosa estuviera a las órdenes de La Cámpora, piensa con disgusto. Peor: imagina la chota oscura de D’Elía. Se da asco. Le pega de nuevo.
Se hace preparar un sándwich. Las tres empleadas se dedican a prepararle el sándwich y él les señala qué vino blanco hará compañía. Ya está vestido con su ropa deportiva, que huele a tintorería industrial. Lo esperan nuevas, inmaculadas, unas zapatillas The North Face Ultra Endurance Graphite. Color grey, cordones y detalles en black, un toque sutil de fluo yellow, porque él, persona habitualmente reposada, no es de alardear. Las llevó hasta el departamento, según definió la esposa, un -uh, no sabés-, un pobre chico venezolano. Le di doscientos pesos.
-¿Doscientos pesos?
-¿No te costaron diecisiete lucas las zapatillas me dijiste?
-Sí.
-Era un pobre chiquito venezolano, no sabés, blanquito. En bicicleta, el barbijo todo sucio, caído.
Al fin está cerca de escapar por la avenida del Libertador. Autorizado -la puta que los re mil parió, piensa- por el Jefe de Gobierno de la ciudad, al que solía llamar Horacio. Con Horacio se conocen. Antes de salir a la calle se dice libertad, libertad, libertad. Recuerda que cantó eso en un par de homenajes al fiscal Nisman. Había rabinos, conocidos y gente tolerante.
El viento muy frío que viene desde el río, atravesando el viaducto del Mitre construido por Horacio, lo golpea apenas abre la puerta pesadísima del edificio. No es la noche ideal para hacer running nocturno, hace mucho frío. Curioso: pese al anuncio de Horacio no se ve un puto runner en la avenida.
No porque se lo imponga el gobierno sino por responsabilidad cívica y cuidado personal sale a la avenida con dos barbijos sobrepuestos, uno quirúrgico y el otro de poliéster, más la máscara de acrílico con vincha. La máscara es muy dura, absurda, incómoda. La vincha ajusta demasiado, le aprieta las sienes, le queda chica. Piensa en los zapatos de su esposa, en su esposa. Se ofusca. Intenta controlarse, relajar. Alguna vez hizo tai-chi con un personal trainer taiwanés. Denunció al taiwanés por entender que le había afanó un iPhone. Hizo que la policía de Horacio se lo llevara puesto. A las dos semanas lo expulsaron a su tierra natal. Evoca el precioso dos ambientes luminoso donde coge con su colega de la consultora y el whisky posterior. No consigue relajar. Elonga, respira profundo, parte al trote lento. Parte ofuscado.
Ahora comienza a correr con buen ritmo por las veredas de avenida del Libertador. Sortea algún sorete. Relojea la eventual presencia de fieritas bajo la sombra de los árboles. La cosa va mejor. Con buen porte cruza corriendo la avenida que a esa altura se hace compleja pero está despejada. Elige no correr en la vereda estrecha del viaducto Mitre por temor a los fieritas. Toma por una bicisenda. Comienza a diluirse la ofuscación justo en el momento en que un ciclista de Glovo le grita correte, pelotudo, ¿te creés que la calle es tuya?
Pasa el pibe de Glovo rozándolo justo cuando él, a muy buena velocidad, da un salto elegante a la vereda estrecha. No tan elegante. Porque al tercer paso en el trote roza apenas con la punta de la zapatilla una de las lucecitas de piso LED marca Larreta. Aunque consigue recomponerse trotando en una diagonal que no controla, vuelve a tropezar después con una columna enana de cemento marca Larreta que demarca vaya a saber qué. Continúa corriendo en diagonal involuntaria, a los tropezones en dirección a la Plaza de los Estúpidos de Belgrano, ya bajo el viaducto Larreta, cerca de Barrancas. No entiende por qué no se decide a detenerse, a interrumpir el running torcido. Se empeña en seguir corriendo a los tropezones, serán ya unos quince o veinte pasos con el cuerpo ladeado. Cuestión de dignidad, se dice agitado, corriendo mal, tropezando ahora sí a muy buena velocidad. Hasta que un último traspié desgraciado hace que choque de frente la cabeza contra uno de los caños de hierro Larreta para colgarse y fortalecer los músculos de los brazos. El golpe es tremendo y peor el dolor, pero su dignidad es mayor. Su lucidez le permite aferrarse con tres dedos a uno de los caños. Solo que la inercia velocísima hace que su cuerpo gire casi 360 grados en torno del caño del que está agarrado, y que esos dedos se entrampen entre dos fierritos más delgados. En la vertiginosa vuelta de calesita, los tres dedos entrampados se fracturan. Cae y vuelve golpear de frente y cabeza contra el filo de una segunda columna enana marca Larreta.
Queda tendido en el pavimento. Baldosones Larreta. Agitado, taquicardia, dolores y ardores en simultáneo. La noche boca arriba. Con gran esfuerzo, irritadísimo, mareado, indigno, gira empeñoso sobre sí mismo. La noche boca abajo. Con un problema nuevo: los dos golpes en cabeza y cara hundieron la máscara, la quebraron y rajaron. La vincha aprieta y hiere las sienes que palpitan calientes; la máscara presiona demasiado sobre ambos barbijos. Mañana mismo, se dice, hará juicio a los fabricantes de la máscara y a Horacio. Ay, cómo duele todo.
Comienza a sentir que -presionada por la máscara de acrílico y el barbijo externo- la tela de uno de los barbijos, el interno, se le mete en la boca y pretende hacer una endoscopía por vía del esófago. Respira con dificultad. Pero eso es -reflexiona- porque está tendido boca abajo y lo que presiona contra el piso estúpido de Larreta es la máscara empujando los barbijos. Pensar que se puso todo eso para evitar que el Estado le impusiera una multa totalitaria. Doble barbijo, más la máscara de acrílico con vincha, como de soldador de Playmobil, que ya le hace sangrar las sienes. Se pregunta si estará perdiendo mucha sangre.
Consigue reincorporarse. Está mareado. Duelen tres dedos y la cabeza en dos puntos bien localizados. El cerebro se infla palpitando, como si fuera un globo recibiendo soplos calientes de Satán. Alcanza a pensar sin embargo en cuánto odia a su esposa. Respira con más dificultad. Las luces Larreta de la Plaza de los Estúpidos de Belgrano, las LED titilantes de las veredas, las de la avenida del Libertador arbolada, emiten resplandores azules y agresivos, como de patrulleros. Se ve bajo los efectos raros de las luces refractadas por la máscara de acrílico que quedó hundida y agrietada, presionando nariz, sienes, los ojos que le arden.
Permanece de pie temblando. Le duele horrores la cabeza, la frente, la mano fracturada. No son solo los tres dedos inútiles, a los que no quiere mirar. Detesta no saber por qué no se detiene ni intenta quitarse la máscara con la mano útil. Quizá porque teme el paso de un patrullero o el ridículo ante otros runners, vecinos de su edificio aunque no hay otros runners ni vecinos. Cree entender ahora, desorientado por la refracción múltiple de luces Larreta, que camina de regreso al edificio. Pero a la vez no se atreve a cruzar Libertador dado que está muy mareado, dolorido, confuso, con seria dificultad para respirar. Uno de los barbijos, el interno, busca revisarle la glotis. Necesita vomitar pero el vómito empaparía la superficie interna de la máscara. No soportaría la indignidad de vomitarse de ese modo. Trata de caminar hacia donde sea.
Ve entonces la escalera de hierro de mantenimiento, la que conduce a la parte superior del viaducto Larreta. Confunde realidades. El ascensor no funciona, se ve subiendo exhausto 35 pisos de su edificio con amenities, estará a salvo. Sube un tanto a ciegas tropezando, empleando la mano útil. Descubre solo ahora que uno de los barbijos le tapa un ojo y que el otro, pegajoso y húmedo, se le adhiere pastoso a la lengua como un insecto grande y peludo alojado y creciendo en su boca.
Al fin, con la mano útil y de un tirón, arranca la máscara de acrílico y su vincha. Con el ojo que quedó al descubierto ve su mano crispada y tres dedos muy mal curvados hacia atrás. Los ve como si no fueran suyos, como una garra invertida, a negro contraluz de un spot Larreta. Sigue trepando escaleras absorto en sus dedos quebrados hacia atrás. La escalera es ahora penumbra y le resulta absurdo estar en esa escena y desperdiciar el tiempo odiando a su mujer y al populismo en lugar de sopesar mejor lo que deba sopesar. Busca lucidez y encuentra asfixia, sopor y dolor. Alcanza a entender que terminó de subir escaleras y que está a la intemperie recibiendo un nuevo golpe de frío que viene del río, en la cima del viaducto Larreta. El frío no lo reanima. Le hace sí notar un contraste entre el aire puro y el aliento asqueroso a vómito reprimido que empapa el barbijo interior y le penetra las fosas nasales. El poco aire que consigue respirar lleva a sus pulmones pelusitas de poliéster y de vómito no del todo emitido. Se da asco. Se detiene sobre las vías a pensar con odio lo intolerable de andar por la calle con barbijos que no diferencian entre clases sociales.
Se dice que debería ir a acostarse porque mañana tiene programado un encuentro por Zoom con la gente de la consultora. Merced a ese regreso mental a la normalidad consigue ensayar el movimiento elemental y sensato de quitarse el primer barbijo, el externo, el que le tapa el ojo izquierdo. Sucede que fue muy puntilloso al hacer el nudo con la tira del barbijo en la nuca y no consigue deshacerlo con una sola mano. Mejor que se lo quite porque el barbijo interior lo asfixia y huele a vómito y el es germenofóbico.
¿Dónde era que estaba? Se pregunta a cuánto amanecerá el dólar liqui. No puede deshacer el nudo en la nuca con una sola mano. Apretó demasiado. Se dice que lo más sensato sería concentrar la atención en su mano útil, rigidizada por el contacto con el aire frío y el otro viento sur que se desplaza libre por las vías del Mitre, golpeando contra su cuerpo. En un último esfuerzo consigue arrancarse el primer barbijo, el externo, al tiempo que las suelas de sus zapatillas The North Face Ultra Endurance Graphite captan un temblor evidente de los rieles sobre el viaducto Larreta. El temblor lo paraliza, o el mareo, la dificultad para respirar. Entonces, desde lo más profundo de su interior, abierta una válvula de su intestino, una arcada poderosa se convierte en catarata de vómito que no fluye al exterior. Medio litro de vómito atrapado entre el esófago, la tráquea, el interior de la boca y el barbijo que hace de represa. Se oye el tren.
Se está ahogando en su vómito, no entiende. La vibración de las vías ya es un temblor poderoso que hace mover las piedras entre los durmientes de cemento y se replica en sus piernas. Se ahoga en su vómito, la cabeza hierve. No consigue alzar su mano útil para arrancarse el último barbijo. Perdió toda orientación. Su mano buena traza en el aire frío una gimnasia frenética, como la de alguien que se ahoga en el mar y llama al guardavidas. Ya se escucha la llegada del tren, ya se lo ve.
Cuando al fin la mano útil tira el barbijo hacia atrás, en un último esfuerzo loable, nace un dolor flamante: acaba de desgarrarse los labios pegados al barbijo con vómito seco. La boca ha quedado sangrante y libre. Al fin respira, pese a tenerla medio llena de vómito. Alcanza a ver el tren. Ve diez dedos desmesuradamente abiertos contra el par de luces formidables. No lo entiende: la noche huele horrible. Un aire fragoroso lo envuelve y acompaña. Junta sus manos suplicantes, en un modo udista, para protegerse del bocinazo inmenso que se prolonga en la noche. Luego de la oscuridad, al final del túnel suplicante que forma con sus manos, al final del túnel viene la luz que lo estrella.