La convocatoria de un grupo de estudiantes del Colegio Nacional de La Plata para participar de un documental sobre un ex alumno detenido-desaparecido desata una cadena de recuerdos pero, sobre todo, reafirma que la Memoria sigue viva, a pesar de todo. (Fotomontaje de portada: Rafael Calviño).
Llovió toda la mañana y ahora, cuando llego a la puerta del Colegio hace frío, demasiado frío para una tarde de octubre. Isidro me está esperando. Es un adolescente alto, quizás un poco tímido, que me dice que le costó llamarme, que le daba vergüenza, que no me quería molestar. Isidro es alumno de quinto año del Colegio Nacional de La Plata, mi Colegio, y es sobrino nieto de Eduardo José Priotti, de Dito, una de las casi cien víctimas del terrorismo de Estado que pasaron por esas aulas y también mi compañero de militancia, mi amigo, un tipo al que no olvido –porque la memoria es el destino de los sobrevivientes – pero al que también, y sobre todo, extraño.
Cuando recuerdo a Dito lo primero que aparece es su risa, le digo.
Mientras hablamos van llegando los otros chicos: Martina, Ignacio y Mora, que viene con su cámara desde la Escuela de Bellas Artes. Porque el motivo del encuentro es entrevistarme para un corto documental en memoria de Dito, que quieren presentar en el Encuentro Jóvenes y Memoria, en noviembre, en Chapadmalal.
Pero no queremos que quede ahí, también queremos que se vea acá, en el Colegio, me dice Isidro.
Caminamos por la galería, cruzamos el patio y entramos a la biblioteca. Es el lugar que eligieron para la entrevista por dos razones. Una es práctica, es una sala insonorizada, donde no se escucha el bullicio de afuera; la otra tiene que ver con la imagen: en sus paredes se despliegan casi cien retratos, los de todos los desaparecidos del Colegio.
La biblioteca es nueva –no está en el mismo lugar que la de mis tiempos -, pero la conozco bien. Ahí, hace unos años, cuando cumplimos cuarenta de egresados, colgamos una foto en una de las paredes de la entrada. Los bachilleres de la promoción 1973 no quisimos poner una placa recordatoria, como marca la tradición, sino la imagen tomada a la distancia de los cuerpos de algunos de nosotros, sobre la arena de un médano de Sauce Grande, formando la sigla CNLP, la de nuestro Colegio. Esa foto es una símbolo de lo que nos pasó –de lo que pasó en nuestra patria -, porque ahí, hermanados en la sigla, hay cuerpos que hoy siguen estando, golpeados por el paso de los años y de la historia, y hay otros que no están, que están desaparecidos para siempre.
Ahora estamos ahí y les pregunto a los chicos qué quieren.
Que nos hables de Dito, dice Isidro.
Les cuento que Dito era unos años más grande que yo, que apenas nos conocimos en el Colegio pero que nos hicimos amigos después, militando en el Museo de Ciencias Naturales, donde los dos estudiábamos Antropología; que primero militamos en los Grupos Revolucionarios de Base de las FAL 22 y que después nos sumamos, con otros compañeros, al PRT-ERP; que…
No, no, eso ya está –me interrumpe uno de los chicos -, queremos que nos cuentes cómo era.
Entonces les cuento de nuevo lo que ya le dije a Isidro, que lo que primero me viene a la cabeza cuando recuerdo a Dito es su risa, que es como si la siguiera escuchando ahora, siempre. Y les cuento que, en esos tiempos de certezas necesarias para la lucha, de esquematismos duros, el tipo se salía del molde, que no le preocupaba ser políticamente incorrecto, como aquella vez en el bar Don Julio, uno que estaba en 6 y 49 pero que, como tantas otras cosas, ya no está.
Esperá, me dice Mora y acomoda la cámara para otro encuadre. Dale, ahora contá la anécdota.
Mirá que es una boludez, le digo.
Vos dale, me dice Isidro.
Y entonces les cuento cómo lo miré una tarde, con una mirada cargada de desaprobación, cuando después de pagar los cafés dejó una propina sobre la mesa del Don Julio. Lo miré tan mal que se quedó mirándome, serio, hasta que de pronto estalló en su risa.
Qué te pasa, le pregunté, les cuento.
Y les cuento lo que me contestó:
¡Ah, no me digas que vos sos de los boludos que piensan que si le dejamos propina al mozo frenamos la lucha de clases!
Los chicos se ríen y Mora vuelve a cambiar el encuadre.
Ahora contame lo de la casa que le contaste a mi viejo, ésa a la que fueron sacar las cosas, me dice Isidro.
Los dos recuerdos me vienen juntos. El de la noche que me encontré por primera vez con Bruno, el sobrino de Dito, el padre de Isidro que, igual que su hijo ahora, quería que le contara cosas de su tío. Y el de la tarde aquella, en esa casa que no era una casa sino apenas una pieza dada vuelta.
Fue a fines de 1975, cuando la represión ya era muy jodida, les cuento ahora a los chicos, mirando a la cámara. La noche anterior una patota de parapoliciales había entrado a la pensión de Ensenada donde vivían Dito y el Negro Sugus (José Raúl Díaz, también desaparecido). Por suerte ellos no estaban, pero rompieron todo. Al mediodía, Dito se encontró conmigo en una cita y me dijo que teníamos que sacar algo que estaba escondido en un embute, si los fachos no lo habían encontrado.
Pero… ¿Tenemos seguridad?, le pregunté, mientras me iban ganando los nervios (Bah, el cagazo, les digo ahora a los chicos).
Sí, hay unos compañeros que la están chequeando desde la mañana. Si no pasa nada, entramos, me contestó.
Llegamos y estaba todo revuelto; papeles por todos lados, muebles rotos, un desastre. Dito empezó a revisar las cosas mientras yo le decía que se apurara, que no era seguro quedarse mucho tiempo, que los fachos podían volver.
Esperá un poco, ayudame a correr el ropero, me dijo.
Cuando lo corrimos, levantó una tabla que estaba floja y sacó un bulto de adentro.
Ya está, vamos, me dijo.
Salimos con la sensación de que nos estaban esperando pero afuera no había nadie, salvo un compañero haciendo seguridad desde la esquina. Yo quería irme rápido, pero Dito empezó a caminar despacio, para no llamar la atención. A medida que nos alejábamos de la casa, nos íbamos aflojando. A dos o tres cuadras pasaban unas vías de tren y cuando estábamos cruzándolas vi que en el piso, entre las piedritas, había unas monedas. Volví atrás para agarrarlas. Y entonces escuché su risa.
¿No era que querías rajar rápido?, me dijo sin dejar de reírse. Mirá si ahora que zafamos nos cagan de un tiro por juntar una moneda.
La tarde se va oscureciendo sobre el patio del Colegio Nacional mientras camino –con Mora siguiéndome con la cámara – por la galería abierta hacia la placa donde están grabados los nombres de mis compañeros desaparecidos. Después, los chicos me preguntan cómo era el Colegio a principios de los ’70, cómo fue la toma del 73, cómo era la militancia de aquella época.
Un rato después nos despedimos con un abrazo en la puerta. Mientras me alejo, sigo escuchando la risa de Dito, que gracias a los pibes suena más viva que nunca.