La historia de una entrevista a la madre de un desaparecido y de un sueño premonitorio que transforma al cronista en portador de un mensaje reparador. (Foto de portada: Rafael Calviño)
Ana Mancebo no conoció el mar hasta que secuestraron a su hijo. La primera vez que enterró sus pies descalzos en la arena suave para que el agua salada la besara ya era una mujer grande.
Me lo contó una mañana, durante una entrevista sobre la militancia sindical de Carlos Ignacio Boncio, su hijo. Carlos era delegado de la Juventud Trabajadora Peronista en astilleros Mestrina, en Rincón de Milberg, en el Tigre. El 24 de marzo de 1976, día del último golpe de Estado en la Argentina, los militares acordonaron la zona de astilleros y secuestraron a unas sesenta personas. Hicieron un trabajo preciso: tenían listas que los patrones y la burocracia sindical les habían proporcionado. Muchos de esos obreros, el hijo de Ana entre ellos, no aparecieron nunca más. Hoy sabemos que los tuvieron secuestrados en la Comisaría de Tigre, bajo control militar. Durante algunos días, sus familiares pudieron llevarles comida y ropa para que se la entregaran en las celdas. Ana y su marido alcanzaron a escuchar la voz de Carlos, pared de por medio, gracias a un policía conocido. Las colas de familiares a plena luz del día, a la espera de ver a detenidos cuya condición de tales se negaba, eran lo opuesto a la clandestinidad de la represión. Santiago Omar Riveros, jefe del Comando de Institutos Militares a cargo de la represión en la zona, dispuso al fin el traslado de todos a Campo de Mayo, en la zona Norte del Conurbano bonaerense. Ese lugar, junto a la ESMA y La Perla, en Córdoba, fue uno de los mayores centros de exterminio del país. Durante meses, los secuestrados, asesinados y sus cuerpos arrojados a aguas abiertas desde aviones.
El caso de Carlos Ignacio es especial porque la represión cometió un error administrativo. A Carlos, el joven delegado, lo “blanquearon”: figura como detenido en Coordinación Federal junto a otros secuestrados que fueron posteriormente liberados. Carlos Ignacio no: la maquinaria de exterminio se impuso y lo llevaron, junto a otros desgraciados, para que los masacraran y finalmente asesinaran.
Hubo un ensañamiento especial con los sindicalistas clasistas que habían osado instalar, efímeramente, el control obrero de la producción. Un compañero de Carlos en Mestrina, el Macaco, compadreó: dijo que cuando los milicos lo fueran a buscar, “los iba a echar con los perros”. Los testigos sobrevivientes de Campo de Mayo recuerdan que al Macaco le cortaron los garrones, para que se arrastrara, y le largaron encima los perros de la guarnición.
La saña fue proporcional a la amenaza que sintieron los patrones. A sus ojos, y a los del plan represivo, los obreros merecían un castigo ejemplar: toda la zona debía ser “limpiada de bichos colorados”. Así me habló en 2009 el dueño de uno de los astilleros, que había sido tomado como rehén en 1973. Lo dijo con un odio chocante, como si el daño que le habían inferido hubiera sucedido el día anterior, y no hacía más de treinta años. Cuando lo entrevisté, en su oficina de unos talleres de maquinaria industrial, negó reconocer a los delegados en las fotografías que le mostré mientras hablábamos. No podía ser: seguramente se habría cruzado con ellos diariamente y, muy probablemente, temido. Recuerdo que miró las imágenes como quien ve a través de una ventana. Como si esas personas no hubieran existido. Y sin embargo, allí estaban, durante una toma de fábrica, o un asado.
Las fotografías pueden ser engañosas: mantienen vivo lo que ya no es. Pero en esa aparente ambigüedad está su verdadero poder. Nos confrontan con la idea de que nadie muere del todo.
La entrevista con Ana Mancebo fue en su casa, en una zona llamada Talar de Pacheco. El camarógrafo y yo tuvimos que hacer algunos kilómetros por un camino desolado rodeado de montañas de autos abandonados. El camino serpenteaba entre la chatarra como si una gigantesca topadora hubiera abierto paso apartándola a ambos lados. El puente sobre el Río Reconquista nos mostró un horizonte de basura y podredumbre. Al otro lado, aparecieron las primeras casas de un barrio obrero como todavía podían verse en 2003. No voy desde entonces; es probable que el camino hoy sea más peligroso, que se haya amontonado más miseria. Pero tal vez sean solo los prejuicios nacidos del privilegio del que puede entrar y salir de los escenarios que visita para describir el mundo.
En todo caso, esa escenografía deprimente era la adecuada para mi estado de ánimo. La noche anterior había dormido muy mal, como venía sucediendo hacía tiempo. Para ser más preciso, desde que había comenzado mis entrevistas a víctimas del terrorismo de Estado. Muchas veces tenía visiones fugaces de rostros o evocaba fragmentos de las cosas que me habían narrado secuestrados, exiliados, madres y padres de desaparecidos.
Sin embargo el sueño de la víspera a la visita a la casa de Ana Mancebo fue fundacional. Yo no lo sabía entonces, pero iba a ser la primera de muchas otras noches diferentes. Yo no sabía que empezaba mi trabajo como mensajero.
Soñé que se me acercaba un joven. Nos encontrábamos en una esquina, y él, serio, miraba atentamente a los costados con las manos metidas en los bolsillos de una campera. Estaba serio. Cuando pareció estar seguro de que estábamos solos, me miró y me dijo:
-Mañana vas a ver a una señora. Te va a explicar por qué se mete al mar. Le vas a decir que es verdad.
-¿Qué es lo que es verdad?
-Lo que te dice es verdad. Y le vas a decir que la acaricio como las olas del mar.
Me desperté sobresaltado. Pensé que era una más de tantas pesadillas. Porque yo sabía, aunque nada racional lo justificara, que esa persona con la que había hablado había existido, y estaba muerta.
Fue una entrevista difícil. Los sectores populares no abundan en metáforas, son directos, tienen el dolor a flor de piel. Contestan con monosílabos. Pero además, el esposo de Ana estuvo todo el tiempo presente, algo bastante frecuente también en esos casos. Nos recibieron en una casa humilde. Nos convidaron café en unas tazas viejas y nos sentamos en torno a una mesa con uno de esos viejos manteles de hule estampados con flores. El viejo había sido testigo del secuestro de su hijo, ya que también él trabajaba en el astillero. Desaprobaba la militancia sindical de su hijo. Pero él no abrió la boca durante toda la entrevista. Sólo tamborileaba con impaciencia sobre la mesa. Lo hacía con tanta insistencia que por momentos yo fijaba la vista más en sus manos que en la cara de la anciana, que contaba sus cuitas en tono monocorde. Él tenía los dedos como garras, callosos y fuertes, con las uñas largas.
Ana dijo que nunca esperó que el Ejército hiciera lo que había hecho con su hijo. Más aún, que el día del golpe hasta se alegró de que lo detuvieran, porque ya estaban muy preocupados con todo lo que estaba pasando.
¿Todo lo que estaba pasando? –pregunté.
-Los asesinatos. Usted sabe. Era cuestión de que cada mañana apareciera una persona muerta a tiros en la calle, y yo tenía miedo por él.
-Entiendo.
-Pero nunca pensé que los militares iban a ser peores. No era eso lo que me habían enseñado.
Hubo un silencio incómodo.
-¿Y cómo era Carlos en esa época? –pregunté al fin.
-Ah, era un muchacho fuerte, buen hijo… ¿Quiere que le muestre una foto?
-Por favor.
No hay muchas imágenes de los militantes de aquella época. De los trabajadores, menos. Porque una cámara fotográfica era algo caro entonces. Porque por seguridad las destruyeron o las saquearon durante los allanamientos. En algunos casos, de esas personas desaparecidas no quedó nada, salvo la tozudez o la resignación de sus familiares.
-Esta es la única que nos quedó de él, es la del documento de identidad. Con la que hicimos la pancarta. Mire qué lindo chico.
Mientras hablaba, la señora me alcanzó en pequeño retrato.
Dicen que los que mueren trágicamente nunca nos dejan del todo. Pero es más que eso: convivimos con los muertos. Nuestra soberbia, nuestro miedo, son tan poderosos que achican el campo de nuestras experiencias. Pero bastaría estar atentos, y ver o escuchar. Porque lo que no pueden decirnos en las horas diurnas nos lo hacen saber durante el sueño.
Lo supe esa mañana cuando vi que la foto de Carlos Ignacio Boncio era la del rostro del joven con el que yo había hablado en sueños. El joven que me había visitado para yo transmitiera un mensaje.
-A usted le va a parecer raro –me dijo entonces Ana, como si me leyera los pensamientos- Pero cuando supe que los tiraban al río, pensé: Carlos sabía nadar, a lo mejor se salvó…
-¡No empieces con eso! –fue la única vez que el papá de Carlos intervino en la conversación, y lo hizo para pegar un grito, dar un manotazo, levantarse e irse para el fondo.
Ella lo vio alejarse con una expresión de dulzura:
-El pobre tuvo que seguir trabajando en ese lugar, no digiere lo de nuestro chico. Yo me junté con las Madres de por acá, reclamamos, pero además, ¿sabe qué?
-¿Qué Ana?
La vieja me miró con un gesto de complicidad, como una abuela que va a contar un cuento.
-Me llevó un tiempo darme cuenta de que no se había podido salvar. Que los tiraban al río para que se ahogaran. Después me enteré de que los drogaban para que ya llegaran inconscientes al agua.
El viejo estaba en el fondo de la cocina, con los brazos cruzados, la mirada clavada en el piso.
-Ese verano, habrá sido el primero de la democracia, le insistí a mi marido para que nos fuéramos de vacaciones al mar. Nos fuimos a Mar del Plata.
Yo no conocía el mar, ¿sabe? Nunca nos habíamos ido de vacaciones. Y llegué a la orilla. Tenía puesto un vestido, me saqué los zapatos y me lo arremangué, y me metí en el mar, y sentí las olas.
Yo no podía dejar de mirar a Ana. El recuerdo de esa escena la había embellecido. Un amor doloroso le hacía brillar la mirada.
-Y cuando el mar me tocó, yo sentí que mi hijo estaba en esas olas, y que me acariciaba.
La señora calló, y se me quedó mirando.
-Usted me cree, ¿verdad?
-Sí, Ana, sí.
-Mi marido piensa que estoy loca. Pero yo sé que ese día mi hijo me acarició.
-Le creo Ana. Estoy seguro de que es así–dije con la mirada del hombre que me había visitado en sueños clavada sobre mí. Mientras tanto su padre, en la cocina, decía que no con la cabeza.
Terminamos la entrevista unos minutos después. Esta vez el viejo, que nos había recibido junto a su esposa en la puerta, ni siquiera se acercó para despedirse.
Yo le pedí permiso a la señora para abrazarla. Sentí que mi trabajo no estaba completo. Que tenía que cumplir.
Con su cabeza a la altura de mi pecho, volví a decirle:
-Estoy seguro de que ese día su hijo llegó con las olas para acariciarla.
Sentí cómo su cuerpo agradecía esas palabras.
-¿De verdad no piensa que estoy loca?
Y entonces, por fin, me animé:
-Carlos me contó anoche que lo había hecho.
Separó su rostro de mi pecho. Me miró:
-Me dijo: “la acaricio como las olas del mar” – reforcé.
Fue un abrazo breve. Pero mientras duró me pareció escuchar el rumor eterno e incesante del mar, ese rumor que también escucho ahora mientras termino de escribir, mientras pienso cuándo será la próxima vez que vuelva a hacer de mensajero.