Considerados incapaces por los ordenamientos jurídicos y dignos de autonomía progresiva por los derechos humanos, los niños y adolescentes son más que golosinas, juegos y ternura: son el reclamo vivo por visibilidad y participación formal en la toma de decisiones de nuestras sociedades.
Pobrecita mi mamá, ella todavía cree que no me doy cuenta de que el abuelo se murió. Yo mismo vi las dos ambulancias que llegaron después que se desmayó en la cocina. Vi como lo subían en una de las dos ambulancias y todas, la abuela, mi mamá y las tías, salían corriendo por detrás. El abuelo ya no va a venir a mirar los partidos de Racing conmigo, su corazón se detuvo y su alma se fue al cielo. De ahora en adelante miraré los partidos solo o con mi papá. A él no le gusta tanto el fútbol, pero me contó la verdad y me pidió que no le diga nada a mamá, dijo que ella se va a poner más triste si se entera que yo ya sé. Papá me pidió que cuidemos a mamá y yo no tengo dudas de que en eso somos equipo: los dos la amamos con locura. No quiero verla llorar así nunca más, tan desconsolada, tan desgarrada. Quisiera decirle algo que no sólo la haga reír y abrazarme, sino que la haga olvidarse de todo lo malo y de que el abuelo no volverá más. Papá me dijo que cuando le contemos que yo ya sé lo del abuelo le puedo decir que se quede tranquila, que él está en el cielo esperándonos y que cuando nosotros muramos también vamos a ir. Capaz que alguna vez cuando no haya muchas nubes lo veamos en una estrella y lo saludemos. Dice mi papá que el brillo de algunas estrellas son los parpadeos de nuestros muertos.
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Ser menor de edad, minoridad. Jurídicamente hablando, no ser completamente capaz. Capaz de asumir derechos, deberes y obligaciones como sujeto autónomo. El menor, jurídicamente hablando, es como el demente: incapaz de gozar en plenitud su condición de sujeto de derecho. Necesita tutelaje, alguien que responda por sus actos, una especie de garante. Garantía de adultez y, sobra decirlo, de buenas costumbres.
Lo realmente curioso es que se haya establecido una edad exacta, ni un día más ni un día menos, en que todos los ciudadanos de tal o cual país pasamos de ser incapaces a ser plenamente capaces. Y, por lo tanto, responsables de nuestros actos. Siempre hablando jurídicamente. De un día para el otro se pasa a la adultez, entre gallos y medianoche. Esa idea de ritual de paso “happy birthday” es absurda, por eso en Argentina, por ejemplo, la mayoría de edad se alcanza a los 18 años, pero se considera que a los 13 uno ya está en condiciones de consentir una relación sexual.
Prácticamente en todo el mundo la mayoría de edad está establecida a los 18 años, aunque hay ciertas excepciones. En Cuba, Vietnam, Palestina y Escocia, a los 16 años se vuelve uno un adulto responsable, jurídicamente hablando. Los 17 años es el portal a la adultez en Corea del Norte y los 19 en Argelia y Corea del Sur. Tailandia establece la mayoría de edad en 20 años y en Honduras y Camerún se la conquista a los 21. En Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, quédese tranquilo anglófilo, hay de todo, estados con adultez precoz y estados con adultez tardía.
En el ámbito de los derechos humanos, la noción de “autonomía progresiva” ha servido para nutrir de prerrogativas a esos “incapaces” por ser menores. Esos que no han llegado al umbral específico, al punto cumbre para dejar de tener insuficiencia de tiempo y pasar a ser mayores de edad, plenamente capaces y responsables de sus actos penal y civilmente. La autonomía progresiva presupone que los menores deben irse volviendo adultos paulatinamente, por lo tanto, sólo serán mayores al cumplir la edad precisa, aunque antes ya tengan cierta responsabilidad sobre sus actos y predominancia sobre las decisiones de su propia vida. Cobran mayor autonomía a medida que van teniendo más discernimiento y aculturación, y en paralelo adquieren más derecho a decidir sobre sus cuerpos –y mentes, y almas, y espíritus.
Ese mismo ámbito dio lugar a la idea de “interés superior del niño”. Entonces, un nuevo enigma: si no sabíamos cómo podía saberse cuál es el día específico en que estamos listos para ser plenamente capaces y responsables de nuestros actos, ¿cómo saber cuál es el interés superior de todos los niños? ¿y el de cada niño? Si es por arrimar una respuesta podríamos decir que un interés superior para todos los niños es tener acceso a la educación y no estar obligados a trabajar.
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Braian no trabaja, tampoco estudia. Forma parte de una de las estadísticas preferidas de la prensa liberal meritócrata, que se regodea al mencionar las cifras de “jóvenes ni-ni”, que, como Braian, ni trabajan ni estudian. El botón editorial “estigmatización” se pulsa cada vez que se actualizan datos de esa estadística que es tan útil para criminalizar la juventud como así también para demostrar la supuesta decadencia de las nuevas generaciones. Los jóvenes ni-ni son el mejor logro de los adulto-centristas y gerontocráticos, son una estadística pensada para desprestigiar a las nuevas generaciones. Ciertos econometristas con mucha saña podrían, además, calcular el gasto per-cápita que representa cada joven ni-ni y así tendríamos horas y horas de aire televisivo machacando con el “gasto” que genera la juventud que está perdida.
Romantizar los niños, adolescentes y jóvenes por el sólo hecho de serlo es digno de una nota de la prensa progresista-universitaria, siempre tan en pose, siempre tan -aparentemente- abierta y permeable. Si usted es propenso a esa romantización se alienta a que lea detenidamente “El niño proletario” de Lamborghini y vea que la miseria humana también posee a menores garcas, oli-garcas. Hay pibes muy macabros. Nunca los he visto de cerca, pero que los hay, los hay –hace poco un joven de quince años baleó a toda su familia en Alicante, después de que por sus bajas calificaciones la madre le prohibiera jugar a la play y le cortara el wifi: escopetazos para la madre, el hermano de 10 años y el padre.
En las comunidades wichí del Chaco argentino la forma de organización se estructura en conjuntos de familias que se sostienen poniendo como prioridad los lazos más próximos y en segundo orden los no tan próximos, siempre dentro de la propia comunidad. Hay miembros, la mayoría varones, que combinan la pertenencia a una, dos o tres familias. Fertilidad es lo que sobra. Chayanov, moscovita especializado en las unidades agrarias de la Rusia de principios de siglo XX, estudió como en las familias campesinas los aportes económicos empiezan a calcularse desde la infancia y van incrementándose ya en la adolescencia. Así se integran las infancias en esas unidades autosustentables, en las que la educación existe aunque no tenga nada que ver con ir a la escuela, y el trabajo existe aunque no siempre haya remuneración pecuniaria.
El modo de vida de las comunidades wichí de la mencionada zona no es necesariamente agrícola, al menos no a la manera decimonónica que se imagina usted, citadino universitario como quien les escribe. Crían animales y plantan algunos de sus alimentos, pero también toman vino en caja, escuchan trap y reggeton, y suben estados a sus redes sociales. Cuando agarran señal, claro está. En la comunidad San Ignacio de Loyola, a mitad de camino entre Embarcación e Hickmann, los jóvenes saben bien en qué partes se pueden activar los datos móviles del celular y en qué lugares jamás llega la señal de las compañías de telefonía móvil.
Así, Braian habla poco y sonríe mientras una melodía de culos y bumbumbum vibra desde un teléfono. Tiene 17 años y pronto será papá por primera vez. Su pareja, Tere, también parece “menor” de edad, aunque no revela su tiempo exacto de vida. Hacemos un pacto: un libro por un dibujo, él dibuja muy bien. Admite que para leer no es tan avezado. Va Bradbury con sus Crónicas marcianas para que creer en otros mundos posibles sea estímulo suficiente. De paso, la siempre actual moraleja de que gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo hijaputeces pequeñas puede echar a perder un mundo.
Braian y Tere son wichís y argentinos. Esto último por prepotencia territorial del estado de los Roca, los Mitre, los Sarmiento, los Alberdi, los Rosas y los Perón, y también porque les conviene la ciudadanía para pedir algún que otro plan social, reclamar algún que otro derecho o percibir algún que otro subsidio. Uno nunca sabe cuándo el Estado decidirá hacer política asistencialista con los mal llamados “pueblos originarios” -llegados a América desde Oriente, por el Pacífico-, y hay que estar listos. Siempre listos y prestos a recibir asistencia estatal, o caridad cristiana, o filantropía empresarial, o mecenazgo aristocrático, o voluntarios europeos de buen corazón y culpa imperialista. Todo suma.
La última vez que vi a Braian estaba cocinando, para lo cual sostenía la llama viva de un fuego rico en calorías de leña. Era un día hábil con un clima indeciso en un lugar donde el calor no suele dejar lugar a dudas.
-Mi mamá se fue a hacer trámites a Embarcación -la ciudad más cercana- y me toca cocinar a mí -sonrió como si me hubiese contado un chiste, aunque su tono era más de una excusa para justificar que su dibujo aún no estaba terminado.
Fue la primera vez que me dijo tantas palabras juntas. Saludé a lo lejos a Tere, que ya amamantaba al recién nacido.
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A matar o morir.
-Yo quiero ser doctora para matar al coronavirus -asegura L.I., de cinco años.
-¿Y cómo vas a matarlo?
-Así hasta que se muera -golpea una chancleta contra el suelo, como si ajusticiara un insecto.
-No vas a poder matarlo si hacés así -corrige S.C., de seis años y unos notorios cuatro centímetros más de talla-. Tenés que pegarle más fuerte, con las dos manos -remata el suelo bajando la otra chancleta, empuñada como si fuera un pico.
-Esperen, esperen. No jueguen tan bruto que se van a lastimar.
-¡Pero tenemos que matar al coronavirus!
-¿Y ustedes porque quieren matar al coronavirus? -el adulto reúne el par de chancletas y lo coloca donde van los calzados.
-Porque quiero ir al jardín a jugar y aprender matemática.
-Yo necesito que se vaya el coronavirus para festejar mi cumpleaños.
-Pero, ¿tu familia no te festejó el cumple?
-Sí, pero por el celu -afirma L.I. y S.C. parece recordar algo de inmediato.
-Papi, ¿nos dejas ver videos en el celu?
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La pandemia mundial que obligó a una gran cantidad de países a dictaminar medidas de aislamiento, distanciamiento y cuarentena tomó por asalto a una humanidad que venía hablando muy suelta de cuerpo sobre las bondades de la “virtualidad” que, al volverse forzada, incomodó a más de uno. Teletrabajo, clases virtuales y trámites que antes eran personales sin turno, ahora son personales y con turnos online como condición previa. La virtualidad terminó por mostrar que no siempre soluciona, que a veces consta sólo en añadir un paso más a la burocracia ya de por sí muy sobrecargada de exigencias insólitas. Ahora necesitamos turnos online y más espacio privado en la nube para guardar usuarios y contraseñas diversos, aunque siempre de uno mismo.
Sigamos la lógica de Prensky y su teoría de los “nativos digitales”. Dirá el pedagogo norteamericano que son una generación lista para la vida virtual, que habla el lenguaje madre de la digitalización, y que la virtualidad es su hábitat natural. Nada haría sospechar a Prensky y los prenskianos que, en un contexto de predominancia de interacciones virtuales, aunque sea forzado por una pandemia, los jóvenes, niños y adolescentes se sentirían ansiosos, angustiados o con “fatiga de zoom”.
Como una muestra más de los límites de la teoría de Prensky, lo que ocurrió con la virtualidad forzada no fue el idilio de la generación que el estadounidense encorsetó como “nativos digitales”. Muy por el contrario, muchos jóvenes -incluso antes de la pandemia- se resisten al uso de las nuevas tecnologías de la información y la telemática inteligente. Sin mencionar que las zozobras del aislamiento y la virtualidad forzada, de la privación del contacto interpersonal, melló muchas subjetividades supuestamente “nativas” del escenario digital.
El roce, la sensorialidad en un tiempo y espacio físico compartido, no tiene sucedáneo.
El balance es que las telecomunicaciones de la era digital tienen potencial de complemento, no de reemplazo. La realidad está integrada por la virtualidad, no hay realidad virtual -mil disculpas, don Alejandro Piscitelli. No estamos preparados todavía para dejar de ser cuerpos y pasar a ser sólo almas o códigos de programación informática.
“El uso de objetos tecnológicos convierte a los niños y adolescentes en consumidores y representa toda una maquinaria del mercado dirigida a ellos, nuevas formas de juegos y el juego, donde antes se hacía lazo en presencia, ahora es producido a través de las redes, internet, etc.”, asegura la psicóloga Graciela Matta, especialista en la población infanto-juvenil.
La experta formada en Flacso, que también trabaja en el ámbito escolar, agrega que “como adultos que desempeñamos alguna función de cuidado, alojamiento y referencia para los niños y adolescentes podemos replantearnos qué recursos emocionales ofrecemos para que ellos puedan resolver sus obstáculos o dificultades de manera alternativa a las lógicas del mercado. Para concluir, Matta pone un ejemplo sobre algunos de los tópicos que no podemos dejar en manos del mercado: “¿De qué manera hablamos de la muerte con los chicos? Es algo de lo que no hablábamos hasta ahora”.
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De acuerdo a datos de la ONU, la población mundial de infancias y adolescentes se encuentra en alza. De hasta 4 años hay 677 miles, de 5 a 9 se cuentan 644 miles y de 10 a 14 años suman 615 miles. Según Unicef -este no sería un reportaje digno sobre infancias si no cita a Unicef-, América Latina no está entre los lugares más amigables para nacer y sobrevivir. La tasa de mortalidad infantil de menores de 5 años en Uruguay es de 6,2 cada mil nacidos vivos, en Brasil de 14,7, en Paraguay de 18,9, en Chile de 6,8, en Argentina de 8,6 y en Guatemala de 23,6. En Bolivia el número es altísimo: 25,4 muertes de promedio. Para que haya comparación, en Gabón es de 41,7, pero en Francia es de 4,4, en Alemania de 3,7 y en Finlandia -respire aliviado, amante del capitalismo nórdico- es de tan sólo 2,3 muertes cada mil nacidos vivos.
Las estadísticas no son sólo el reservorio moral de la verdad calculada de nuestros tiempos, ni tan sólo el escudo que permite a la prensa explotar el sensacionalismo al máximo, son también un blasón para el progresismo universitario. Últimamente, las estadísticas sirven para demostrar que los más golpeados por el sistema económico, los pobres e indigentes, son doblemente oprimidos por alguna otra razón (su género, su edad, su raza). Entonces, ese progresismo gusta de mencionar, por ejemplo, la “feminización de la pobreza” o, para el tema que aquí nos convoca, la “infantilización de la pobreza”.
Conforme a datos del CIPPEC, “en Argentina, 4 de cada 10 niños (de 0 a 4 años) viven en situación de pobreza y 1 de cada 10 en la indigencia, por lo cual el país sigue concentrando los peores indicadores de pobreza en ellos, fenómeno conocido como infantilización de la pobreza”. El progresismo universitario dirá “interseccionalidad” si alguno de esos cuatro de cada diez infantes pobres son mujeres. Y habrá “ultra-interseccionalidad” en caso de que esa persona pobre, además de niña-mujer, sea una negra que va de refugiada ilegal huyendo de una guerra o del hambre.
Los números en Latinoamérica sobre la vivienda, condición mínima para no ser pobre, no son nada alentadores para las infancias. En un informe sobre la cuestión habitacional y las infancias publicado por la CEPAL, autoría de Mónica Rubio, se asevera que “el 51,2% de niñas, niños y adolescentes que viven en zonas urbanas en América Latina reside en hogares con algún tipo de precariedad habitacional. Dos de cada diez viven en condiciones de precariedad habitacional moderada y tres de cada diez enfrentan precariedad habitacional grave. Es decir, más de 80 millones de niñas, niños y adolescentes de zonas urbanas enfrentan algún tipo de privación en sus condiciones habitacionales y unos 18 millones residen en hogares con precariedad habitacional grave. Tomando en cuenta proyecciones poblacionales, la niñez y adolescencia con precariedad habitacional urbana casi duplica a la población total de niños, niñas y adolescentes que vive en zonas rurales, y que se estima en 46 millones de personas entre 0 y 19 años”.
Rubio completa afirmando que “los niños, niñas y adolescentes tienen un 44% más de probabilidades que un adulto de vivir en condiciones habitacionales deficitarias. Mientras que la mitad de ellos se encuentran en situación de precariedad habitacional, este porcentaje alcanza solo a 35,8% de los adultos. Esta relación es más evidente en la población con déficit habitacional grave, tomando en cuenta que 30% de niñas, niños y adolescentes viven en situación de precariedad habitacional grave, frente a un 17% de adultos”.
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El niño bestseller, francófono y angloparlante de origen, viaja por el universo, aventurero y reflexivo. Es todo un principito. Las infancias y juventudes que conocemos apenas sobreviven dentro de una sociedad que las inferioriza por incompletas, por incapaces, por inmaduras. En algo habrá coincidencias con Saint-Exupéry: [siempre que sea para ganarle al capitalismo] ¡todo el poder a los párvulos!
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