Una urgencia en un hospital público de la CABA: falta de recursos, indiferencia, demoras interminables en la atención y un director ofuscado cuando la situación toma estado público.
Mugre, lentitud e insensibilidad. Crónica de una tarde en la guardia de un hospital público de la ciudad de Buenos Aires. La salud de todos los días en tiempos de pandemia.
El viernes 1 de mayo acompañé a un querido amigo al Hospital Fernández. En alguna ocasión llevé a ese hospital a familiares sin obra social y fueron bien atendidos. Uno imagina que, pese a la fecha, la guardia va a funcionar, más en medio del fuerte temor de los ciudadanos a ingresar en hospitales públicos y la exitosa campaña para desalentar la afluencia por consultas menores. Pero muchas veces uno imagina cosas que no son.
Llegamos a la guardia a las 9:00 AM con el pre-diagnóstico telefónico de una infección urinaria. Mi amigo estaba quebrado de dolor. Ya había pasado tres días sin dormir. Era, efectivamente, una urgencia: bastaba verlo para darse cuenta de que necesitaba ayuda cuanto antes y orientación médica.
En la sala esperaban otros dos pacientes. Se tomaron una hora en recibirlo. Ok, 1 de mayo, poco personal, pandemia. Entro en el móvil y leo una noticia: “Desde el inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio, la demanda del Hospital Fernández disminuyó un 70%: de atender 390 consultas diarias por guardia pasaron a sólo 30.” Dejo el motivo para el final, no me quiero desviar.
Mi amigo le explicó a la médica por qué estaba ahí. Ella le dijo que le iban a tener que hacer un urocultivo. Nadie en la guardia le hizo la pregunta, pero hacía días que él no iba al baño. En su cuerpo no entraba una gota de agua más y no paraba de sacudirse por el dolor.
Una hora después de suplicio para reunir la orina, mi amigo se empezó a sentir peor. Previsible: había tomado mucha agua y su vejiga explotaba. “En una hora van a estar los resultados”, dijo la médica. Pero él ya no escuchó: corrió hasta el baño. Así es la sensación, lo que le llaman síntoma: necesidad urgente y frecuente de orinar, sentir un dolor quemante en la uretra y estar imposibilitado de orinar.
Mi amigo solo salió del baño cuando una enfermera se apiadó y, tras conseguir la orden de la médica de guardia, le aplicó tramadol, sin grandes resultados: desde las 10 hasta las 13.15 hs, siguió metido en el pestilente baño de la guardia, con un inodoro sin tabla ni papel higiénico y un lavamanos sin jabón (pretender que además tuviera alcohol en gel sería una especie de delirio zombi). Pero nada calmaba su dolor. Cada vez que me acercaba a la guardia, no encontraba médicos, o no se asomaban. Solo alguna enfermera, que me echaba flyt. Ok, 1 de mayo, poco personal, pandemia.
Cuando recorría los pasillos para mendigar papel higiénico, me daban servilletas y me explicaban que no había papel en todo el hospital. Mi amigo seguía pateando las paredes del baño como un león agonizante. En el espacio, recordé, nadie te oye gritar. Sin médicos a la vista e ignorado por las enfermeras, al rato me harté de la impotencia: abrí la puerta de la guardia, donde se lee Prohibido pasar, pasé y dije:
–Cómo es posible semejante falta de empatía en un lugar dedicado a atender enfermos. Mi amigo está con mucho dolor y a nadie le importa.
Describí la situación en voz alta, bastante alta.
Ante la ofensiva indiferencia general, salí de la guardia y le envié un whatsapp a Reynaldo Sietecase. El llamó al ministro de Salud de la CABA, Fernán Quirós, y expuso en su programa, “La inmensa minoría”, lo que estaba viviendo nuestro amigo.
Entonces, reapareció la médica de guardia. Y le comunicó al paciente, a mi paciente y dolorido amigo, que tenía una infección urinaria. “La única forma de calmar el dolor es aplicándole una sonda; según la Ley de Salud la intervención debe ser aceptada por el paciente”. Cuando él, entre lágrimas de dolor, le contestó que antes, cuando llegó, nadie le había informado esa opción, entró en escena el Dr. Ignacio Previgliano.
El director del Hospital Fernández resultó ser un señor visiblemente ofuscado.
No me pareció que la causa de su irritación fuese enterarse de que en la guardia parecía haber poco personal dispuesto a socorrer a un paciente atormentado. El enojo del Director, como lo explicitó él mismo, fue que la situación había tomado estado público “y sin embargo está todo bien”. Explicó que, con la aprobación del paciente, su recomendación era ponerse la sonda para extraer los líquidos. Lo que tendrían que haber hecho desde el principio.
Así, mi amigo volvió a ser atendido. Un enfermero intentó ponerle la sonda dos veces, no pudo y lo quiso mandar al quirófano. Por suerte, rondaba la enfermera piadosa, la misma que le había aplicado el calmante. Ella le dijo déjame a mí y le puso el catéter enseguida. Mi amigo había hecho retención aguda de líquidos: en lo que quedaba de la tarde la sonda le sacó dos litros. La odisea terminó a las 16.30.
En estos casos, de un funcionario de salud pública uno espera que escuche al paciente para saber si hay algo para corregir, comprender que, si alguien tomó la decisión de avisar al periodismo, es porque se habían agotado otras instancias. En estos casos, uno espera que el funcionario escuche al paciente, que estuvo tres horas sufriendo en un baño mugriento en el abandono más despiadado. Uno espera que, aunque sea por compromiso, el funcionario va a prometer ocuparse para evitar el próximo dolor, la próxima indignación. Uno espera todo eso, pero no. El funcionario ni siquiera se excusó con un “es 1 de mayo, hay poco personal, estamos luchando con una pandemia”.
El Dr. Previgliano estaba enojado y no parecía interesado en escuchar: quizá pensaba en el garrón, que se habló (mal) del Hospital que dirige en la radio y hasta en la probable levantada en peso del ministro Quirós.
El Hospital General de Agudos Dr. Juan A. Fernández está ubicado en una zona de alta concentración urbana y presta servicios en la ciudad más rica del país. Si esto ocurrió en Palermo, ¿qué esperar del hospital público de la zona más pobre?
Pero el Fernández estaba prácticamente desolado. ¿Por qué? Bien, el 19 de abril detectaron allí a un médico residente infectado de COVID-19. Ese día, el Hospital tuvo que cerrar el servicio de anestesiología y aislar a 18 trabajadores de salud.
Si esto está pasando ahora, con la curva plana, mejor no soñar en qué clase de pesadilla se puede convertir la guardia del Fernández en una escalada.
Nada más dantesco que imaginar el infierno después de haber probado un poquito.
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