Darío Rivas nació en Lugo, Galicia, en 1920. A los nueve años viajó solo a Buenos Aires. A los 16, por una carta, supo que su padre había sido fusilado clandestinamente. Desde ese día buscó sus huesos. Fue el primer querellante español en la causa que investiga en Argentina los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra civil y la dictadura franquista. A los 85 años logró que su padre fuera el primer fusilado exhumado en Galicia. Hoy, 15 de abril de 2020, se cumple un año de la muerte de Darío. Ésta es una crónica sobre el día que dio con los huesos de Severino, su padre.
La volkswagen gris de Darío indica el camino. Lo sigue Javier, el arqueólogo; tiene cincuenta y cuatro exhumaciones encima y en la fosa la pasa de puta pena, dice que no termina de acostumbrarse.
Hace media hora salieron de Portomarín. Tomaron por una carretera provincial que forma parte del Camino de Santiago. Los peregrinos de la Edad Media lo recorrían a pie. Los de ahora también. El destino es la catedral de Compostela, viajan tras las reliquias de un apóstol. Darío los ve al costado de la ruta; los reconoce por la rama seca que usan de bastón, por la botella de agua mineral en la mochila, por la kodak atada al cuello. Es la Galicia profunda, piadosa, turística.
En un cruce de carreteras la camioneta dobla hacia el oeste y frena en un camino comarcal. En la banquina hay un cartel: Concello de Portomarín. Eirexe. Darío busca la Iglesia de Santa María de Cortapezas. La flecha indica el rumbo. Es un camino mejorado de una sola vía que llega hasta la aldea. Por la ventanilla se ven parcelas sembradas, son pequeñas y parece maíz. El resto es bosque: roble, pino rojo, abeto. En los tramos boscosos que cubren el camino la luz se filtra entre las ramas como tiras de lluvia. La aldea de Cortapezas tiene ochenta habitantes y en el camino no se ve a ninguno.
Lessi maneja; al lado, María: son los sobrinos que ayudan en la búsqueda. Darío en el asiento de atrás mira en silencio la tierra donde nació. En parte la está descubriendo porque de acá se fue a los nueve años. Es el gallego en Buenos Aires y el argentino en Galicia. Él es eso, un inmigrante.
Cuando el padre lo despidió en el puerto de Vigo, en 1929, Alfonso XIII era el rey. España tenía veinticinco millones de habitantes, la mitad analfabetos. Ocho millones eran pobres. Veinte mil personas poseían la mitad del territorio. Dos millones de campesinos no tenían tierras. Una peseta, medio salario del día, alcanzaba para comprar un kilo de pan.
Hoy, 19 de agosto de 2005, Darío tiene ochenta y cinco años. A los dieciséis, leyó en una carta que su padre había sido fusilado; desde entonces busca sus huesos.
—Es ahí —dice Lessi.
***
—Mi padre tenía una finca con vacas, caballos, ovejas y cabras. Era labrador pero también compraba madera y hacía durmientes para el ferrocarril.
Darío habla bajo, con voz aguda y un poco ronca. Voló trece horas desde Buenos Aires y cruzó España por carreteras y ahí anda, fresco, implacable. Un diario ha escrito: Parece inmortal.
—Los recuerdos de mi infancia son buenos hasta que murió mi madre. Tenía seis años y una hermana que vivía en Argentina propuso enviarme a estudiar. Me acuerdo bien que mi padre subió conmigo a la planchada del barco y me preguntó por última vez: “¿Vienes a la aldea o te vas para la Argentina?”.
—¿Pensó mucho la respuesta?
—… qué mierda voy a ir a la aldea…, ni lo pensé. Me dicen si quiero ir a la Luna y yo voy a la Luna. Pero claro, con los años uno lo ve de otra manera. Nunca más sería inmigrante, eso es para quien no tiene arraigos, pero no para una persona con cariño y afecto. ¿Qué gané yo? Perdí todo. Murió mi madre a los seis años, lo matan a mi padre a los dieciséis, se me muere mi mujer hace cinco y yo no tengo hijos, estoy solo… Lo que a mí me queda es cumplir con el viejo, tengo que encontrarlo para que pueda descansar en paz junto a mi madre.
***
Darío se sobresalta. Mira por el parabrisas y ve un campanario. Hay autos estacionados junto al camino y mucha gente; ancianos con bastón y chicos que saltan cercos, periodistas locales y curiosos. Llega la camioneta y lo reconocen. Se acercan, lo miran, sonríen. A todos les dedica un momento, una palabra. Lo ven caminar decidido hacia el baúl de la camioneta. Es un hombre que llegó de lejos y que vino para hacer en estas comarcas lo que pocos se atrevieron. Es el único vestido impecable para una ceremonia de la que sólo él conoce el significado completo. Traje azul, camisa blanca, corbata gris, pañuelo azul de seda. Del baúl saca una pala. Javier lo acompaña, es el reverso de la ceremonia: camisa rosa desabrochada, remera crema con la imagen de un caballo rupestre, pantalón cargo, zapatillas, pulseras y colgantes, barba y despeinado; vasco por donde se lo mire.
Se paran delante de la capilla de Cortapezas. Ven una construcción románica; por acá los romanos anduvieron un siglo antes de que Cristo multiplicara los panes. En los archivos locales la datan en el siglo VII. Piedra antigua en las paredes, techo de pizarra restaurado.
La puerta es de madera y está cerrada, la campana en silencio. Hoy no habrá misa, el párroco está ausente. Los recibe la cruz clavada en la piedra del pórtico. Es una iglesia a la buena de dios. Así quedó Severino, el padre fusilado de Darío. Un testigo asegura que en 1936 fue enterrado en una fosa clandestina ahí adentro, en el predio de la iglesia.
Javier tiene que hallar los huesos, si no todo habrá sido en vano.
***
En 1931 asumió el gobierno de España una República democrática, la Segunda, y para dejar atrás la monarquía y el régimen medieval el Congreso dictó una nueva Constitución. Dispuso la plena igualdad de hombres y mujeres, incluidos el derecho al voto y la abolición de cualquier tipo de privilegio; garantizó los derechos civiles y políticos; reconoció el divorcio; la posibilidad de socialización de la propiedad; y proclamó que el Estado español no tendría religión oficial, sería un Estado laico.
Ese mismo año Severino fue electo presidente de la Agrupación Socialista Agraria de Castro do Rei. Cinco años después se convirtió en el primer alcalde socialista.
—Mi padre no era como estos caudillitos españoles de ahora que se la pasan hablando y no hacen nada por la gente humilde. Mi padre practicaba el socialismo del corazón. Yo sé que él cedía tierras y semillas a quien no tenía donde sembrar. Hizo gestiones para conseguir terrenos gratis en el monte y como alcalde cedió parte de la casa para que funcione la escuela. En el pueblo cuando yo era chico no había escuela, por eso me preguntó si quería ir a la Argentina. La primera vez que entré a un colegio fue en Buenos Aires, a los nueve años.
De Severino no hay fotografías. Quedan los recuerdos de Darío y los legajos del Estado falangista. En 1936 un alzamiento militar con apoyo de Hitler y Mussolini terminó con la República, dio comienzo a la Guerra Civil y al exterminio clandestino de republicanos. Nazis y fascistas usaron España como sala de ensayo.
En el Expediente Procesal labrado en la Prisión de Lugo donde Severino estuvo dos meses ilegalmente detenido, el burócrata lo describió como un hombre de metro sesenta de altura, cara oval, nariz recta, boca regular, barba afeitada y cabello canoso. Estableció que era natural de Loentia e hijo natural de Francisca, de profesión labrador, instruido y viudo.
—Mi padre era buena persona y por eso lo mataron.
Severino no tenía antecedentes penales, así consta en el Expediente, pero la Guardia Civil sabía bien quién era él:
―En una oportunidad llegó el recaudador a la Feria de Castro y aumentó el impuesto. Como los campesinos no podían pagar fueron a verlo a mi padre y pidieron su intervención. Mi padre se lo fue a ver al recaudador. “No tienen con qué pagar, ¿cómo les vas a aumentar los impuestos?”. Pero el recaudador que tenía categoría de mandón se puso chulo y llamó a la Guardia Civil. Llegaron a caballo de a dos, como era la costumbre, y atropellaron a mi padre. Y bueno, él no se quedó atrás. Bajó a uno y entonces lo procesaron por rebelarse a la autoridad.
En Castro do Rei recuerdan a Severino. La calle de la Feria lleva su nombre.
***
—Está aquí —dice Manuel Salgueiro, el testigo. Es un hombre menudo y de pocas palabras que mezcla gallego con castellano. Tiene ochenta y un años y a los doce pasó una noche velando los cuerpos de dos fusilados. Habían aparecido en la cuneta de un camino de carros y en la aldea eran dos desconocidos. Uno llevaba puesto un gabán.
—¿Pegado a la pared? —pregunta Javier, el arqueólogo.
La mano de Manuel señala un punto preciso.
—¿En el medio…?
—Sí.
Darío mira la tierra. Javier da una palada, se escucha el crujir.
La fosa será de cuatro por cuatro. De un lado la pared posterior de la capilla; del otro una hilera de nichos. En las aldeas de Galicia la iglesia es el cementerio y los nichos tienen dueño. Todos iguales: dos hileras, tres pisos, grises con el borde negro. Una cajonera a lo largo del terreno. Arriba la cruz como estandarte, debajo la leyenda, Propiedad…, después los nombres de la Casa a la que pertenece, Rivadeira, Miño, Seoane.
Lessi y dos voluntarias bajan a la fosa.
—No profundices más —dice Javier—, vamos a seguir abriendo con el pico, ¿vale?
Cavan unos cuarenta centímetros. Con la mano juntan tierra y la vuelcan en baldes. La examinan. Javier revisa una vez más, frota los terrones, busca indicios.
—¿Sabes si lo enterraron en caja?
—Sí —responde Lessi, pero después duda—. Bueno, creo que en caja de madera.
—De la caja no vamos a hallar nada. En esta tierra húmeda esa madera se pudrió, la humedad descompone todo.
—Pero notas como algo ahí, ¿o no?
—A la tierra la notas diferente. Tiene una coloración como de madera, pero sólo encuentras los clavos y las asas del ataúd.
—¿Oscurece la tierra?
—Esta tierra ya es muy oscura, aquí no vamos a distinguir la coloración hasta que el sol pegue de lleno.
Javier necesita una prueba material que confirme la historia de Manuel y la tierra no ayuda. Se ve gomosa, húmeda, absorbente. Esto es sábrego, ha dicho: arcilla degradada por la acción del agua.
—¿Sabes si Severino usaba crucifijo?
—No, no creo… —responde Lessi.
***
Lo fusilaron en Monte Barreiro, junto a la cuneta del camino que va de Lugo a Portomarín: un paraje rural desolado, bosque, oscuridad, frío, silencio. Según se lee en la partida de defunción fue en las primeras horas del 29 de octubre de 1936; el mismo día que el Expediente Procesal consigna que fue puesto en libertad.
La llamaban Morto do Paseo, una variante de la Ley de Fugas. A Severino lo pasearon junto a un guerrillero de la resistencia republicana. Tenía cuatro balazos en el cuerpo y el tiro de gracia en la frente.
Falleció a consecuencia de hemorragia producida por proyectil de arma de fuego, según resulta del informe facultativo de la autopsia practicada. Consignándose que no se tiene conocimiento de que haya otorgado testamento. El Folio 26 del Registro Civil de Portomarín lleva la firma del juez, del secretario y de dos testigos. Todos Rodríguez de apellido. Así termina la historia oficial de Severino. Quién lo mató, por qué, no eran preguntas que un juez de la falange tuviera que responder.
—Uno estaba máis arriba e outro máis abaixo —dice Manuel Salgueiro—, anduvo unos douscentos metros pero no pudo máis.
Manuel era un niño la noche que veló a Severino. Pero los recuerdos son frescos, como si la guerra no fuera algo del pasado.
—…para as feridas quería soltar seu cinto.
Sabe que uno murió de inmediato y que el otro no quería morir.
María lo escucha, está emocionada. Es la secretaria de Darío, la que buscó permisos y peleó con la burocracia.
—Mi abuelo apareció unos doscientos metros más abajo del lugar donde lo fusilaron. Manuel nos ha contado que lo vio tratando de soltarse el cinturón. Nosotros creemos que era por alguna de las heridas que llevaba, pero él trataba de escapar… El pueblo se movilizó, recogieron a los cadáveres, los cargaron en un carro y los trajeron hasta el cementerio, aquí en la iglesia, pero el párroco no los dejó entrar…
Los vecinos cavaron una fosa improvisada en el terreno de la parroquia. A los pocos días la familia del guerrillero republicano desenterró el cuerpo y se marchó con él.
Quedó Severino, muerto y solo.
***
En 1994 Darío viajó a Lugo. Desde 1952 buscaba el lugar donde había sido enterrado su padre y ya no tenía esperanzas. La partida de defunción había arrojado un dato definitivo: el cadáver de Severino Rivas recibió sepultura en el cementerio de Portomarín. Una represa hidráulica construida en 1962 había dejado al cementerio municipal bajo las aguas.
Gallego cabeza dura viajó hasta Portomarín, tal vez sólo para estar cerca. Caminó por la ciudad, compró regalos, habló con la gente.
—Bueno, la cuestión es que le dije que nací en Loentia, ayuntamiento de Castro do Rei., y la mujer se quedó un poco pensando y dando vueltas por el negocio. Al rato volvió y me dijo: “Mire, cuando yo era niña mataron a unas personas en Cortapezas, frente a la carretera. Y de uno de ellos decían que era muy importante, de la zona de Castro do Rei. Y yo los vi, fuimos con los chicos a curiosear. Era un señor muy elegante, estaba vestido con un gabán”. Andar con un gabán por aquellos años era medio difícil, y más si se trataba de un paisano de aldea. Era una prenda cara, poco usual, nadie lleva esa ropa en el campo. Es lo mismo que decir que en la aldea hay un tipo que usa guantes. Pero yo conocía la historia del gabán. Las cartas de mi hermana las escribía yo y por eso recordé que una vez escribí una que acompañaba al gabán que le envió a mi padre. La mujer termina de contarme la historia del fusilado y yo pensé: “Ese es mi padre”. Por las dudas le pregunté si estaba segura de lo que me contaba: “Sí, lo mataron con otro señor que decían que era el jefe de las tropas de asalto de Lugo, y los enterraron en la capilla”. Es mi papá, volví a pensar.
Ese día Darío supo que la búsqueda continuaba. Diez años después dio con Manuel Salgueiro.
***
Javier está preocupado. La excavación lleva dos horas y desde la fosa mira a Darío:
—Relájate, porque esto va a ir lento…
Es extraño lo que aquí sucede, es como un parto al revés. Se siente la tensión de un padre que espera el nacimiento del hijo en el pasillo de la maternidad; pero es el hijo que espera junto a la fosa la aparición de los huesos del padre.
—Estoy bien… —contesta Darío en voz muy baja.
—…esta tierra es muy mala para excavar.
Para Javier un crimen es siempre un crimen. Se define como científico y está aquí porque sintió —él lo dijo así— el llamado de gente que necesita la ayuda de un arqueólogo para cerrar una historia familiar. El Equipo Argentino de Antropología Forense es su espejo, quiere verse como ellos: natural, sin protagonismo, humilde.
Divide al trabajo en tres etapas: la investigación histórica con la documentación que se pueda hallar y el relato de la familia; el trabajo de campo en el lugar de la exhumación; y luego el laboratorio. Ahí le ponemos nombre y apellido a los cuerpos y determinamos si la persona antes de morir también fue maltratada…
—¿Lo estás pasando muy mal, Darío?
—No, estoy bien, espero…
Lessi deja su lugar a otro voluntario. Nunca imaginó que con las manos un día iba a rasgar la tierra de una fosa en busca de huesos. Se aleja caminando y se las mira. Al rato vuelve, más sereno:
—Cuando estás ahí abajo entiendes a Darío…
Es de pocas palabras, como casi todos los gallegos.
—En estos días ha llorado lo que nunca lloró en su vida…
Hay un sobresalto.
—Espera, espera…, para…, ahí se vio algo…
Javier señala la tierra. Ingresa a la fosa y remueve con las manos.
—No, no es nada…
Era un pedazo de plato.
—Joder, estamos todavía en tierra de relleno…
Después encuentra un trozo de hierro.
—Cuando salgan los huesos los vas a ver y distinguir. Si es un hueso largo algo va a sobresalir, no se te escapa.
—¿Seguro?
—Sí, confío en que por ejemplo el cráneo, los huesos largos, el fémur y la tibia los encontraremos sin dificultad, pero son muchos años y esta tierra descompone todo…
***
Cuando Darío confirmó que los huesos de su padre estaban enterrados en la capilla de Cortapezas, lo primero que se le ocurrió fue colocar una placa recordatoria.
—Me lo fui a ver al cura para pedirle permiso. Le pregunté si tenía el certificado de defunción. “Yo no tengo nada”, respondió. Entonces le conté que por testigos yo sabía que mi padre estaba enterrado atrás de la capilla, oculto, como NN. Le dije que quería poner una placa porque mi padre no tenía por qué estar enterrado clandestinamente. Me respondió que no se podía porque la capilla era del pueblo. Le dije que no tenía tiempo para pedirle permiso al pueblo. Y ahí me dice que debía pedirle permiso al obispado. Mire, está equivocado, contesté, si usted representa a la religión católica dígale al señor obispo que lo que corresponde no es otorgarme un permiso a mí, sino una condena a ustedes por el ocultamiento de una víctima. El cura pegó un salto. Pero es verdad, si el obispo sabía que mi padre estaba enterrado como NN, sabía que lo asesinaron, que no intervino la Justicia…, bueno, cuanto menos hay entonces una complicidad. Pero claro, después de esta situación rompí relaciones con el cura y me fui. Me puse a buscar testigos. Cuando los consigo vuelvo y le informo que pienso exhumar a mi padre. Me contestó que lamentaba no poder estar presente porque ese día su hermana sería operada. No se preocupe, le dije, no voy a permitir que le den una misa en esta capilla, porque si a mi padre no lo recibieron muerto como correspondía, ahora es tarde, ya lo recibirán donde corresponda, y nunca más lo volví a ver.
***
—Pero joder, es que no está saliendo nada —dice Javier—, se supone que en esta profundidad tendría que aparecer la pelvis, el fémur. Tiremos por abajo a ver si encontramos algo…
La excavación lleva seis horas y no hay resultados. El trabajo ahora es más delicado, no sirven ni las palas ni los picos. Rasgan la tierra con los dedos, primero la aflojan pasando la palma como si fuera un cepillo y después la vuelcan en el balde; la tierra gotea como agua.
El estado de ánimo no es el de la mañana, del bullicio no ha quedado nada. Fue por eso que el nombre se escuchó con claridad. Alguien gritó:
—Darío…
Se acerca a la fosa. Apareció algo, una voluntaria se lo alcanza a Javier. Es muy pequeño, oscuro, con tierra impregnada. Hay un presentimiento.
—Sí, sí, sí, esto es hueso. Esto es hueso, sí.
Javier lo frota entre los dedos.
—Qué pena… —exclama—, está en muy mal estado, pero lo hemos encontrado. Está aquí…
Javier y Darío se miran. No dicen nada.
Javier baja a la fosa y marca el nivel con una pala de jardinero.
—De aquí para abajo —pregunta Lessi— ¿no hay nada más?
—Hay que ir bajando, bajando, con mucho cuidado. Pueden traerlo para arriba poco a poco con la pala de corte. ¿Vale?
Vuelven a colocar el pedazo de hueso en la fosa, donde fue hallado. Sirve como referencia para ubicar el resto que sigue cubierto de tierra. Es largo y puede ser brazo o pierna. Cuando lo vea completo Javier sabrá cuál es la posición del cuerpo. Se levanta y anuncia:
—Ahora va a ir todo muy lento. El trabajo que resta es muy delicado, pero aquí está Severino…
***
La muerte empezó en una hoja de papel común del tamaño de un anotador, con cuarenta y nueve palabras en catorce renglones y un membrete manuscrito que dice Falange Española.
Ruego a V. se sirva admitir al paisano Severino Rivas el cual queda a disposición del Sr. Comandante Militar de ésta plaza, por el supuesto delito de traición a la patria y tenencia ilícita de arma de guerra. Viva V. muchos años…
La nota, dirigida al Director de la Prisión de Lugo con letra prolija y paciente, fue escrita el 26 de julio de 1936 y firmada por un tal Andrés López, encargado de La Falange.
Andrés López no era más que un vecino de Lugo, pero estaba del lado de los vencedores y en la guerra civil el enemigo es tu vecino, tu hermano, el padre de tu amigo.
—A mí los años me están un poco apagando, ya no tengo las ideas alocadas de otras épocas.
—¿Qué ideas?
—Podría haber hecho una barbaridad en el año 52. Hubo quien me dijo así: “De uno sé, y si vos querés limpiarlo, lo limpiamos”. Uno de los que se lleva a mi padre fue un funebrero de la calle San Pedro, en Lugo, y el otro fue Andrés López, pero nunca quise saber más. No quise porque llegó un momento en que casi averiguo. Fue algo raro. Tengo un amigo que se llama igual y yo le hice un favor grande al padre de mi amigo, tanto es así que la familia me hizo muchos regalos. Con el tiempo sin embargo me di cuenta de que mi amigo evitaba concurrir a las actividades relacionadas con mi padre. Me empezó a entrar la duda en la cabeza, porque él es de Lugo y veía que no le gustaba lo que yo hacía, y lo seguí observando hasta que me di cuenta de que él y su familia eran todos franquistas. Al tiempo me llamó a Buenos Aires para darme una explicación, dijo que no acompañaba mi búsqueda porque tenía cáncer de próstata. Y yo lo dejé ahí, ya no me interesaba saber más…
***
—Esto puede ser un tiro…
Javier analiza el último de los huesos que pudo rescatar.
—Por la forma es el cráneo y esto es un tiro…
A las seis de la tarde poco queda por excavar. Un diente incisivo, parte de un húmero, de un fémur y del cráneo, nada más. Dice Javier: se lo ha comido la tierra.
—Llevo una hora dando vueltas en la cabeza para ver cómo se lo voy a explicar. En cierto modo me siento culpable, pero es que esto no da para más…
Darío continúa sentado junto a la fosa.
Javier toma valor y se acerca, se arrodilla a su lado y le habla al oído. Sólo ellos saben qué se dijeron.
—Aunque sea un solo hueso a mí me alcanza, el valor es que algo de su cuerpo pueda descansar en paz.
La misión estaba cumplida. En la puerta de la capilla esperaba un auto, un pequeño ataúd de madera clara y un ramo de flores rojas. La comitiva tomó por el camino comarcal en dirección a Lugo, el camino inverso que en 1936 Severino realizó secuestrado.
La ceremonia en el cementerio de Castro do Rei fue en silencio. Darío dejó el ataúd en la bóveda familiar junto a su madre y colocó una lápida: Papá, descansa en paz, te lo pide tu niño mimado. No hubo discursos, sólo unos aplausos contenidos.
***
—Es un niño de nueve años que recuperó a su padre —ha dicho María—. Sería bueno también que pagara alguien por este asesinato, pero como yo lo vivo mucho desde el plano sentimental, para mí es más importante que el niño de nueve años recupere a su padre.
—¿Ve esa taza? Es mi capital —Darío señala una taza decorada con flores rojas. La casa en Argentina es un chalet con rejas verdes sobre una calle de tierra en Ituzaingó. En el living hay adornos de porcelana, vajillas, jarrones y siluetas de campesinas, un reloj de bronce y estantes llenos de libros. Darío lee mucho y escribe. La mesa larga se ve cubierta de papeles manuscritos y recortes de diarios y revistas—. En esa taza mi padre tomaba el café.
Tiene el recuerdo preciso del día que Severino llegó a la casa de Castro do Rei con el juego de tazas. Veinticuatro iguales y dos distintas, a más grande para él —la de las flores rojas— y otra más chica para Darío.
—Una vez le dije a mis hermanos: quiero mi herencia. ¿Qué querés?, preguntaron sorprendidos. Tal vez pensaron que hablaba de la casa o de las tierras, pero les dije: la taza es para mí. Y me la traje, yo no quería otra cosa…
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