Tercera y última entrega de la saga. Padre e hijo emprenden un viaje que es un rito de pasaje a través de Los Andes. Caballos, carpas, un guía y un grupo heterogéneo de personas metidos en una aventura que queda lejos de los relatos canónicos de Billiken.
Luego de nuestra última noche en carpa en la cordillera nos despertamos bien descansados y llenos de energía. Al abrir el cierre y asomarnos, nos recibe un cielo celeste, limpio, y lo más importante, sin una gota de viento.
-No digas “un día peronista”-, me reprende Leopoldo, anticipadamente.
Ya es un pequeño hábito. Leopoldo se hace un nesquik con leche en polvo, yo me arrimo a la zona de los amargos. Los gauchos siguen con sus rutinas. Me llama la atención no ver los caballos.
-Fue Álvaro a buscarlos. Debe estar al caer.
Huelo algo intenso, dulce, en el límite de lo desagradable. Azufre, me explica Carlos, sin soltar su mate dulce. El mineral siempre estuvo ahí, solo que ayer el viento fuerte y arremolinado me impedía notarlo. El agua del río que corre abajo tiene mucho azufre, proveniente de las laderas del cerro. Ahora que me lo señala, entiendo el porqué del tono amarillento. Me dice que no tome esa agua, que mejor la de la vertiente más cercana.
Desarmamos carpas y guardamos todo en tiempo récord. No puedo evitar que una parte de mi cabeza huya, pensando en Buenos Aires, las cosas que hacer y las obligaciones. Los brasileños están como en una sala de preembarque: listos, prolijos, ansiosos. Miran el reloj, caminan hacia uno y otro lado. Percibo cierta inquietud y me acerco a escucharlos.
Las mañanas anteriores, los caballos llegaron durante el desayuno, nunca más tarde, dicen, y tienen razón.
Leopoldo encuentra una lengua verde de hierba entre tanta piedra y se echa a tomar sol. Yo voy de un grupo a otro. De los que esperan embarcar en bussiness a los gauchos que cargan las mulas. Le pregunto a Juan por los caballos. Me reconoce que es rara tanta tardanza. Le habla a Carlos, el más experimentado.
-Si en cinco no están acá, andá a buscarlos vos.
Carlos asiente en silencio.
Pasan los cinco y parte Carlos en su tordillo. Se va haciendo más chico hasta convertirse en una mancha blanca recortada sobre las laderas oscuras. Finalmente, desaparece. Me dejo caer junto a mi hijo. Intuyo que no tendré muchos momentos de descanso en los días por venir.
Trato de no mirar el reloj para no contagiarme la ansiedad del resto. El sol se acerca al centro del cielo. Me incorporo y camino unos metros hacia un punto más elevado y abierto que sirve de mirador. Doy un giro completo, lento, tratando de encontrar algún indicio, una mancha, algo que trote. Juan se acerca. Me pregunta si veo algo. Le digo que no, pero que eso no significa mucho porque el baqueano es él. Juan sube hasta el final del mirador, justo al borde de la quebrada, y entrecierra los ojos. Bajo de una corrida y tanteo en mis alforjas hasta encontrar los prismáticos.
Vuelvo al mirador. Corro los primeros pasos pero enseguida regulo la marcha. La altura te espera, agazapada, hasta que te descuidás, y entonces te asalta. Llego junto a Juan caminando, la respiración agitada. Miro, busco, pero no encuentro nada. Se los tiendo.
-Hooken. Son buenos.
Pero él tampoco ve nada. Conmigo se sincera, alguna confianza construimos a lo largo de estos días. Quiere llegar a la frontera y terminar cuanto antes su responsabilidad. No por mí, aclara aunque no haga falta. Saca de entre sus ropas un sobre blanco, chiquito, doblado.
-Es el pago de Héctor, el chileno que los recoge con la Trafic. ¿Se lo podés dar vos?
-Claro-, contesto-. Las transferencias internacionales tienen gastos, la guita viva, no. El sobre está bien cerrado. Juan no quiere que terceros conozcan sus costos operativos y a mi el tema no podría interesarme menos.
Le pregunto por los animales que están abajo, a ver si serían suficientes si los caballos de andar no llegan pronto. Hacemos cuentas. Hay uno medio loco que no se monta hace tiempo, pero cree que yo sabría llevarlo. Él podría montar la “marucha”, como llaman acá a la que amadrina a toda la tropilla y lleva un cencerro colgado. Al resto le podría preparar unas mulas silleras, pero le preocupa que alguno se caiga y se golpee. Plan mentalmente abortado antes de comenzar.
-Allá está Carlos-, señala. Veo el tordillo muy arriba, avanza lento y me pregunto por qué tan lejos.
Hasta que llega con los caballos pasa casi otra media hora. Durante ese tiempo, los animales entran y salen de nuestro campo visual siguiendo los recodos del sendero de montaña. Al fin, el ruido de los cascos va in crescendo y una nube de polvo anticipa la entrada. Con los gauchos que quedaron en la base, nos paramos distantes entre nosotros, los brazos abiertos, para hacer un embudo y que entren al “corral” improvisado con una soga atada en L entre tres arbustos.
-Los corrió un puma anoche, por eso se fueron a la mierda. Por suerte no agarró a ninguno-, explica Carlos a los gritos, todavía agitado, sin bajar del tordillo. Qué cagada, me dice Juan, bajito. Los caballos deben estar nerviosos y cansados.
Me pongo a ensillar a la par de ellos para recuperar algo del tiempo perdido. Leopoldo nos va pasando las pilchas de a una. Lo hacemos en tiempo récord. Al fin nos vamos. Le doy un golpecito con la rienda a la Loba y apura un poco el paso. Miro a mi alrededor con avidez, con ojos de despedida.
II
El plan original era salir temprano para llegar al Portillo chileno al mediodía, dejar ahí los caballos y emprender la bajada a pie hasta el río Yeso, descansar un rato en la terma y llegar a Santiago antes del embotellamiento del final del domingo. El último ómnibus con destino a Mendoza sale a las veintidós. Esa es mi hora límite.
Pero pasaron cosas. Salimos tarde y los caballos están cansados. Intento apurar el paso un par de veces pero a la Loba no le da la energía. Está más cerca de aflojar de una mano que de trotar. Decido dejar de exigirla y adaptarme a su paso.
Me pregunto cómo habrá sido para ella la última noche, cuánto habrá durado el asedio del puma, a qué distancia lo tuvo. Pienso en el miedo, la adrenalina y lo que cuesta bajar las pulsaciones y descansar una vez conjurado el peligro. Hay cosas que nos hermanan, nos igualan a hombres y caballos.
En cambio, entre gauchos y brasileños la fractura ya es expuesta. Una vez más, como tantas en mi vida, me queda el rol de administrar y amortiguar las tensiones, las palabras, las distancias. Los silencios. Por ser un gaucho de clase media. O un universitario aprendiz de gaucho.
El camino zigzaguea haciendo unas zetas muy anchas. El monolito que demarca la frontera ya se ve, pareciera que uno podría tomarlo si estirara el brazo. Pero falta recorrer una zeta y otra y otra más. Subimos a paso cansino. Ya no apuro a mi yegua sino que la acaricio, la animo, la consuelo.
Ahora hace calor, a pesar de la altura. Un calor seco, que hace arder los ojos y la boca. Cierro los ojos y recreo mentalmente mi cerveza preferida, la Patagonia Weiss. La imagino casi helada, cayendo sobre un vaso mojado. Es dorada y turbia a la vez, ligeramente amarga, amable.
Parece que no vamos a llegar nunca, pero al fin llegamos. Desmontamos. Leopoldo y yo nos abrazamos, un abrazo fuerte y prolongado. Sus abrazos son más fuertes, eso también es una novedad.
Después me saludo con Juan y los gauchos: Alvaro, Alejandro, con Carlos también nos damos un abrazo. Me acuerdo que me contó que vivió unos años en Cañuelas, laburando de petisero con el polo. Pero, como todo mendocino, volvió a la querencia porque no aguantan mucho lejos de su tierra. Le digo que si vuelve a cambiar de aire me avise a través de Juan, que tiene mis datos.
Los otros se despiden más fríamente. Las primeras mochilas que bajan de las mulas son las nuestras. Busco entre mis pertenencias hasta encontrar la remera de Grupo Nomeolvides y me la pongo. Les debo a mis compañeros una foto en la frontera.
La frontera es un paso angosto entre dos rocas, demarcada por una torre similar a la de un molino chico, de no más de cuatro metros de alto. En la punta hay una chapa que parece de bronce con los nombres de los dos países grabados del lado que corresponde. Saludo a un par de montañistas chilenos. Me cuentan que hasta no hace mucho, en el medio tambor de aceite relleno de hormigón que recubre el pie, había un libro de visitas y una biblia, pero todo desapareció misteriosamente.
Álvaro se ofrece a sacarnos fotos. Sacamos un par, padre e hijo, con Juan, el guía, con Juan y los gauchos. Le pido que ponga el teléfono en modo filmadora y se acerque. Le hablo a la cámara. No sé lo que voy a decir, pero me reconozco un poco emocionado. Cuando eso ocurre, a la mierda la corrección política, a la mierda todo.
-Vinimos hasta acá porque no se puede amar lo que no se conoce. Para amar a la Patria hay que conocerla, por eso vinimos, tras los pasos de San Martín. Viva la Patria. Patria sí, colonia no. Viva Perón, carajo.
-Salió muy bien-, aclara Álvaro.
Los gauchos aplauden y aprueban. Leopoldo me habla al oído.
-Estás cada día más monto-, me dice, pero esta vez hay más humor que reproche en su tono.
-Macri lo hizo. Vamos, quiero bañarme en las termas y tomarme una birra.
Pero todavía falta para salir. Los brasileños, a pocos metros de distancia, debaten cómo repartir su exceso de equipaje. La discusión se empantana. Pienso la mejor manera de intervenir, porque nuestros destinos están entrelazados.
-Me arrepiento de haberme burlado-, susurro.
-¿Por qué, pa?
-Porque tenemos que bajar juntos. No los podemos dejar tirados.
-¿Me estás jodiendo? ¿Bajar con ellos?
-No se abandona a nadie en la montaña.
-Pero…- calla y me ofrece una mirada intensa, penetrante. -¿Vos de qué tenés ganas?
-De lo mismo que vos, pero las ganas y el bien común no siempre coinciden. Además, nosotros estamos a favor de la alianza de clases. Acá tenemos una oportunidad de demostrarlo.
Es evidente que no está de acuerdo, pero por ahora obedece. Me acerco a nuestros compañeros de viaje. Me cuido de no llamarlos compañeros. Pongo a disposición mi mano libre para llevar algún bolso, en la otra cargo mis alforjas vacías. Sugiero que, si les entran, pasen los brazos por las manijas del bolso como si fueran correas de una mochila. Pregunto si tienen agua a mano.
Partimos. Yo voy adelante, Polo segundo. El primer tramo es pronunciado y obliga a bajar pisando de perfil.
III
Las indicaciones de Juan no fueron muy precisas. “Hay que bajar más o menos una hora”, dijo. ¿Pero una hora al paso de quién? ¿El suyo? ¿El mío? ¿El de unos veteranos que vuelven del shopping? Me propongo ni mirar el reloj para no ponerme ansioso. Hasta hace nada, me orientaba por la posición del sol y seguía mi ritmo natural. Todavía no llegué a la civilización, pero preventivamente recupero mi neurosis.
Me corresponde a mí, que hago punta, señalar el camino, que por momentos se borra un poco. Después de bajar un buen trecho, se ve un curso de agua abajo. Es una buena señal, la terma debería estar cerca del arroyo, aunque no la vea todavía. Hacemos un par de paradas para reagruparnos. Los dos últimos brasileños quedaron muy atrás y si necesitaran ayuda no los escucharíamos. Vienen sudando y boqueando. Llevan un bolso en la espalda cada uno y otro a medias, de las manijas.
Esta vez no ofrezco ayuda. No hay margen para cortesía ni vergüenza. Simplemente tomo la manija del bolso Samsonite y le dijo a uno de ellos, el más canoso, que se adelante, que después rota con su hermano. Agradece y se apura a bajar.
Al cabo de una hora, llegamos al arroyo. Bebemos y recargamos cantimploras. Voy a extrañar el agua de deshielo, fresca y limpia. El sendero sigue del otro lado y las termas no se ven. Desde unas carpas cercanas, un hombre se acerca a saludarnos y conversar. Uno de los brasileños adultos pregunta por las termas. El acampante, claro acento chileno, le dice que están como a dos horas. La respuesta les resulta devastadora. Se dejan caer, se sacan el calzado. Pareciera que piensan en acampar. Leopoldo me mira, esperando una respuesta de mi parte.
-Pueden ser dos horas para él, que hizo el camino en subida. En bajada, tiene que ser mucho menos. Así que si quieren descansamos cinco minutos y seguimos.
Antes de que pasen los cinco minutos, uno de los adolescentes, creo que Eduardo -lo llamaban Dudú- sale como disparado, sin mirar atrás.
-Vamos-, le digo a Leopoldo y retomamos el camino.
-Pa, ¿puedo ir adelante?
-Sí, mejor.
Veo caminar a mi hijo. En él asoman algunos rasgos del hombre que será en unos años. En la vida cotidiana es uno más, a veces hasta uno menos, vago para poner la mesa, vueltero con sus responsabilidades, pero en momentos críticos tiene una entereza y una serenidad que admiro.
Subimos y bajamos varias veces. Dudú, que sigue en su loca carrera, entra y sale de nuestro campo visual según las ondulaciones del terreno. Me pongo filosófico.
-Ahí lo tenés. La prueba del fracaso del modelo de vida meritócrata.
-¿De qué hablás, pa?
-A ese pendejo le sobra energía. Podría usarla para ayudar a su papá y sus tíos, pero la usa para huir de ellos. Le ponemos más onda nosotros, sin conocerlos, que él.
-A lo mejor es por eso mismo.
-¿Qué cosa?-, pregunto, porque no entiendo.
-Que huye de ellos porque los conoce.
La lógica de Leopoldo es implacable. Me deja unos segundos pensando.
-Está bien. ¿Pero vos me dejarías atrás así a mi?
-No, tonto.
-Entonces tengo razón.
La distancia entre nosotros dos y los que vienen atrás crece, pero no me preocupa. Ya se ven las termas y el camino está perfectamente marcado. Nos reuniremos todos abajo, tarde o temprano. Además, disfruto la compañía de mi hijo.
Llegamos a una quebrada. Abajo, muy cerca, están las termas, los autos estacionados, los vestuarios, las parrillas. Pero entre ese oasis y nosotros, se interpone el río Yeso. Me acuerdo la lección del Tunuyán y la asocio con el silogismo retórico, una figura que enseñamos en los talleres de argumentación. Premisa general, los ríos de deshielo se cruzan bien temprano. Premisa particular: el Yeso es un río de deshielo. Conclusión: estamos mal.
Nos sentamos en las piedras a mirar el paisaje en perspectiva y estudiar por donde cruzarlo. No parece profundo, pero corre fuerte. Buscamos el punto más angosto y calculamos el trayecto saltando de piedra en piedra.
Ya estamos por saltar, cuando vemos a un hombre y una mujer que nos gritan y gesticulan, casi con desesperación. Llevan unas remeras color naranja que dicen “guía de turismo”.
Con esfuerzo logro entender lo que dicen. Tenemos que cruzar por otro lado. Y con sogas, porque la corriente está fuerte. Hay poca agua pero muchas piedras. El que pisa en falso o cae, se golpea y chau. Un último desafío.
Héctor, así se llama, se anuda la soga a la cintura y me la tira. Yo dejo la mochila de Polo en un lugar seco y hago lo mismo. Primero cruza Leopoldo, pero en el apuro no se enreda el codo sino que se agarra apenas con la palma de la mano. Da los primeros pasos sin problema, tal vez se confía y afloja o tal vez es la corriente. Cae. Se suelta.
Me meto en el río y antes que nada, lo tomo con mis dos brazos. Ahora tenemos que volver a pararnos, pero la corriente nos empuja en sentido contrario. Con toda mi fuerza, y un poco más también, lo empujo hacia arriba y adelante. Ya alcanzó la otra orilla. Sale primero y yo tras él. Nos abrazamos. Primero entre nosotros, después con Héctor y su mujer. Nos va a tomar un rato dimensionar el riesgo que enfrentamos.
Héctor me cuenta que nos esperan desde hace horas, que ya estaba por irse porque creía que no vendríamos, que a esta hora el puesto de migraciones ya debe estar cerrado. Le agradezco la paciencia y la ayuda, pero tenemos otra prioridad: evitar la hipotermia. Está cayendo el sol y estamos empapados por el agua helada.
Mi mochila se mojó. En la desesperación por ayudar a Leopoldo, ni siquiera me la saqué. Busco la única toalla que tenemos, menos mal que se me ocurrió traerla, y se la tiro a Polo. Por fortuna está seca. Le ordeno que vaya rápido a la terma, que está como a cien metros, que deje toda su ropa apilada. Yo voy a cruzar de vuelta a buscar su mochila y lo alcanzo enseguida.
-Estamos los dos igual de mojados. No es justo que yo te espere allá todo calentito. Prefiero esperarte
Me emociona su generosidad, pero no es momento de discutir órdenes ni explicarlas.
-Andá, hijo. Por favor-. Hay un tono de por favor que todavía funciona.
Traigo las mochilas, saco de ellas la ropa más seca -o menos mojada- y me la quedo. Cargo el equipaje en la van de Héctor, que todavía tiene que esperar y ayudar a cruzar al resto del grupo. Me ofrece una cerveza que debe haber estado fría a la hora señalada.
El agua caliente, volcánica, es un remedio mágico. Contra el frío, el cansancio y la angustia.
-No vamos a llegar al micro de la noche-, me dice Leopoldo.
-No importa. Buscamos un hotel cerca de la terminal, dormimos bien y salimos mañana temprano.
-Dale.
Hacemos la plancha, tiramos unas brazadas. Discutimos qué de todo esto contar al resto de la familia cuando lleguemos. Acordamos una versión descafeinada, apta para su madre, su madrastra y su hermana, para que el precedente no interfiera en futuras aventuras. Administrar la verdad no es mentir.
En mi cabeza, una voz anónima me pregunta para qué todo esto, qué sentido tiene, si lo tiene realmente.
-Para tener vivencias, para recordarlas, para poder contar. Para narrar historias.
Contesté en voz alta, sin darme cuenta, como si mis fantasmas cuestionadores estuvieran ahí, en el agua, recuperándose con nosotros del esfuerzo.
-¿Pa, me hablaste a mi? ¿O estás hablando solo?
-La verdad, ninguna de las dos cosas.
@gaston_garriga
Notas anteriores de la serie
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?