Esta semana se celebró el día del canillita. El padre de Andrea Recúpero ejerció por muchos años ese oficio que implica madrugar como nadie y poner los diarios a disposición de todos. Un homenaje a una tradición que hoy ha cambiado pero que sigue dando el presente en cada esquina.
Yo me paraba en la esquina de Cantilo y Fernández de Enciso cuando todavía no había despuntado el sol a vender diarios todas las mañanas. Era un pibe. Tenía once o doce años y las patitas flacas. Usaba soquetes y pantalones cortos, porque en esa época cuando te ponías los largos era que te habías hecho hombre”. Mi padre me contó tantas pero tantas veces esa historia que quedó grabada como una foto en mi memoria. Y mientras me la contaba, yo siempre me lo imaginaba con los rulos ensortijados, la cara recién lavada y las manos frías tratando de entretenerse mientras se le iban acabando los diarios que le habían dejado para vender. Nunca me lo contó con tristeza, ni siquiera con un dejo de reproche porque siendo tan chico había tenido que salir a trabajar. Siempre fue un orgullo para él ser canillita.
El cruce de calles existe y es uno de los más hermosos de Villa Devoto porque justo en ese lugar hay cinco esquinas, una casa muy antigua en la que seguro hay fantasmas y a cien metros la estación del Ferrocarril San Martín, con su túnel y su paseo arbolado. Está casi todo igual que cuando mi viejo era un pibe de un metro y medio voceando La Prensa. Lo único que ha pasado es el tiempo. Incluso si cierro los ojos puedo ver con nitidez a ese chico de ojos negros, pantalones cortos y tiradores silbando o jugando con una moneda de cinco guitas o acomodando piedritas en fila sobre la vereda. Imagino las ganas que tenía de volver a su casa a comer algo calentito, la ansiedad por terminar la jornada para hacer cosas de chico. Y esa es también mi foto. La de mi padre/niño parado en una esquina del barrio, por donde hoy pasan mis hijos todos los días cuando van a la escuela, voceando “diario, diario”… cuando todavía usaba pantalones cortos.
Aunque ahora se les dice canillitas a todos los vendedores de diarios, a los que venden en los trenes, a los que reparten a domicilio y a los que atienden en un escaparate, a principios del siglo XX esa era la manera de llamar a los pibes que vendían diarios en la calle. El nombre surgió a raíz de la repercusión que tuvo en su época el sainete Canillita, escrito por el periodista y dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez. La obra recrea la vida cotidiana y las peripecias de un chico de 14 o 15 años que vende diarios en la calle para mantener a su familia. Como el chico es muy pobre, usa unos pantalones que le quedan cortos porque pegó el estirón de la primera adolescencia y no tiene plata para comprarse otros. Como se le ven las canillas, todos lo apodan “canillita”.
La palabra “canillita” es, entonces, un término del lunfardo que, con el paso del tiempo, pasó a formar parte del vocabulario cotidiano tanto de nuestro país, como de Uruguay y de Chile, donde también tuvo mucha repercusión la obra de Florencio Sánchez y donde también había en ese entonces muchos vendedores callejeros. Aunque ya quedan muy pocos vendedores de diarios voceando en las calles, el nombre se cristalizo como un homenaje popular a todos los que como mis abuelos, mis tíos y mi viejo vendieron diarios siendo muy pibes.
Una vez más, el 7 de noviembre, se conmemora la muerte de Florencio Sánchez y el Día del Canillita. Desde 1947 en adelante ese día no se editaban los diarios para que los diarieros tuvieran su día de descanso. Pero en 1997, el Grupo Clarín decidió romper con esa tradición y sacar el diario a la calle y distribuirlo por otros canales, sin respetar a los trabajadores que durante años, bajo la lluvia, con heladas o calor sofocante le pusieron el cuerpo a la venta del diario Clarín. Como era de esperar, al año siguiente se sumaron otros diarios y el Día del Canillita pasó a ser simbólico hasta que en 2007, por la lucha del gremio se recuperó ese día de descanso.
De una familia de diarieros, salió una periodista. Crecí leyendo diarios y revistas, y de tanto ir de un escaparate a otro, terminé de redacción en redacción. Hoy puedo asegurar que no hay nada pero nada más placentero que el olor a tinta de una pila de diarios sin compaginar. Exquisito. Nada como el sonido de los teclados y el bullicio de una redacción cuando se acerca la hora del cierre. Sublime.
Este es mi humilde homenaje a todos los canillitas y, en especial, a mi padre, Salvador Ruben Recupero, un canillita de ley que me enseñó todo en la vida. Gracias, viejo.
Publicada en Revista El Diariero//Septiembre 2017
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