Mix de espacios temporales. Los reyes de Portugal trasladando el Imperio a las playas y junglas de Río de Janeiro. La tierra seca, los esclavos, las revueltas reprimidas a cañón y degüello en el nordeste pobrísimo. Las playas de Río hoy. El ejército fastuoso del siglo XIX, que –todo a vista de dron- es el de Bolsonaro.
Después de vencer a los austriacos Napoleón estaba en llamas, imparable. Los reyes portugueses se dieron cuenta de que no tenían mucho para hacer y decidieron escapar a Brasil. En 1808 entran en la bahía de Guanabara unos 40 barcos con miles de personas, entre cortesanos, nobles y personal administrativo. Para la realeza fue duro, tenían enfrente una ciudad atrasada, poco digna del linaje divino. No conseguían apreciar la belleza aristocrática de las costas de Rio, veían sólo un montón de naturaleza y cosas para machetear. Para los que vivían en la colonia fue un espectáculo: el reino llegaba a ellos, flotando, como esos barcos que siempre partían cargados hacia Europa.
¿Cómo se adaptaba el ojo a las distancias a principios del siglo XIX? Quién sabe. Ahora puede verse a lo lejos gente parada remando en tablas de surf, barquitos con turistas y algunos haciendo la plancha antes de que la ola crezca. Si afino la vista veo un dron, se llena de esos cuando empieza a caer el sol. Quizás alguien vio en el atardecer que perfora el tiempo tres o cuatro barcos retrasados navegando como fantasmas en un silencio que desconozco, un vacío que solo puedo imaginar como apocalipsis en esta parte de la playa de Ipanema. Porque acá, ahora, está la abstracción energizante del funk carioca al que todo le queda bien, incluso un coro de parlantes reventados. Acá hay un mundo atravesado por el diseño, por las ganas de ser reyes que sigue atrás de la novedad y se reacomoda en cada individuo y sus grupos.
Estancado en la arena imagino que de repente hay gritos de asombro. Todos corren hacia la costa para sacarle fotos a un reino flotante que se desliza sin ganas. Sobre las cubiertas de los barcos los europeos parecen lagartos al sol, la mayoría rapados por una plaga de piojos a bordo. Sucios y aturdidos por el viaje insoportable miran sin entender el poder que la playa ahora tiene en nosotros.
Una planta del nordeste
Mario trabaja en un bar de Ipanema. Aunque sonríe y tiene ojos enormes, todo el tiempo parece preocupado. Esa actitud le ha sido impuesta, pero no logra tapar una curiosidad infantil que lo salva, le suelta la lengua. Quiere saber si me gusta Rio. Con la playa a unos metros y una cerveza en la mesa la pregunta me parece una forma berreta de protocolo, hasta que él se responde solo: a mí al principio me parecía horrible. Llegó en 2018 y fue a vivir con su pareja a la casa de unos amigos en una favela del otro lado de la ciudad. Después ella consiguió trabajo en un hotel de Copacabana. Al poco tiempo él empezó en el bar. Son nordestinos, de Ceará, donde hay playas pero también kilómetros y kilómetros de tierra seca que endurece la piel.
El nordeste brasileño está lleno de historias. De ahí salieron los bahianos Joao Gilberto, Caetano, Gil, Gal, Tom Zé, Moraes Moreira, Raúl Seixas … a viralizar sus formas. Pero hubo también familias del norte profundo que simplemente dejaron de estar juntas porque un día dejó de llover, migrantes que llenaron las grandes ciudades y marcaron este país, junto a los cultos de raíces africanas y unas comidas inolvidables.
Se derramó sangre en el nordeste, hubo violencia, de esa presente en las películas de Glauber Rocha y hace poco en Bacurau. En el norte de Bahía, en 1896, ocurrió uno de los episodios más sangrientos de la historia brasileña.
Los reyes transformaron su colonia en un imperio en el que los militares se hacían cada vez más fuertes, sobre todo luego de la campaña contra el Paraguay, en la que llegaron a luchar contra niños. Con esa gloria puesta fueron parte del movimiento cívico militar que sacó del poder a los herederos portugueses e instaló la República en 1889. Un movimiento que al final resultó más militar que cívico.
Mientras, en el nordeste, la hambruna y la sequía hacían estragos, los esclavos libertos vagaban sin rumbo y la religión se volvía la última esperanza. Ahí surge Antonio Conselheiro, personaje que caminaba por el desierto con andar bíblico recolectando adeptos entre los que se hizo fama de mesías y profeta de un reino de Dios en el norte. Pero su delirio religioso no le impidió organizar en la hacienda de Canudos una utopía autosustentable que llegó a contar con unas 25.000 personas, capaces incluso de exportar parte de su trabajo. Los terratenientes de la zona no tardaron en verlos como una amenaza.
El conflicto estalló cuando los seguidores del Conselheiro pagaron por adelantado una gran partida de madera que nunca les fue entregada. Al reclamarla fueron atacados a tiros por las autoridades. Y ellos respondieron. En Rio la prensa transformó a la comunidad de Canudos en una amenaza monarquista para la Republica recién nacida. El gobierno mandó expediciones para terminar con el asunto. Pero los nordestinos resistieron. Finalmente se organizó una última incursión con soldados provenientes de todo Brasil armados hasta los dientes. Con ellos fue Euclides da Cunha como reportero, quien más tarde contaría los hechos en el extraordinario libro Os Sertoes.
El sitio
Canudos fue sitiado durante meses. Mientras su población moría de hambre y enfermedades, el ejército acampó en el llamado Monte de las Favelas, y desde ahí bombardeaba con sus cañones alemanes recién comprados. El asalto final fue una masacre, los prisioneros hombres fueron todos degollados, las mujeres y los niños repartidos como botín de guerra en condiciones de semi esclavitud. Los comandantes del ejército, victoriosos, ordenaron cortar la cabeza de Conselhiero y exhibirla en un palo por las calles de Rio. Intentaron nublar la memoria de lo sucedido transformando ese conflicto social en “La guerra de Canudos”. Ese mismo ejército que participó activamente del gobierno de Bolsonaro. “Y fue, en el significado integral de la palabra, un crimen. Denunciémoslo”, escribió Euclides da Cunha al comienzo de Os Sertoes, una suerte de Facundo que se da vuelta para dar cuenta de las otras formas de “barbarie” por venir. El primer Vargas Llosa también cuenta esta historia en La guerra del fin del mundo.
A los soldados se les prometió tierras a cambio de luchar en Canudos. Cansados de la burocracia decidieron ocupar uno de los morros de Rio, y se dice que con las maderas de las cajas de los cañones armaron sus viviendas y llamaron al asentamiento Morro da Favela.
Aplausos
No queda otra que pensar en el cielo de este atardecer como pintado, hecho a propósito. Los drones, siempre con el mismo lente, buscan paisajes que se aman y se olvidan en segundos. Somos dorados, después anaranjados y finalmente rojos en cuestión de minutos. La hora mágica se nos viene encima, soberbia, con la brisa reparadora y un montón de tonos marinos que se expanden entre las sobrillas blancas del hotel de al lado, entre los carritos que venden sus últimos helados. Queijo cohalo, tapiocas, asai, petiscos de último momento. Una chica enfundada en ropa negra con protección UV vende con voz aguda Empanadas Argentinas. Camina un poco y habla en un portugués peor que el mío con otro vendedor al que parece cambiarle una empanada por cerveza. Se sientan uno al lado del otro mirando hacia el mar y el olor a prensado paraguayo empieza a llegar por oleadas.
Entonces, a un costado, veo a Mario yendo hacia el último sol. Supongo que esta coincidencia es el momento en el que surge la idea de escribir una crónica, mientras lo veo de espaldas con la columna marcada en la remera del bar. Mañana son los cuartos de final. A nosotros nos tocará sufrir encerrados en el departamento, él ni se imagina lo que le espera.
Los que juegan a pasarse la pelota son casi siluetas y el sol es apenas un destello de fondo. Un hombre grandote que está con su familia hace fuerza para salir de la reposera y empieza a aplaudir. La mayoría se suma mirando hacia el horizonte: el sol se lo merece después de pavonearse a sus anchas todo el día con alguna que otra nube en el momento indicado. A lo lejos las luces artificiales encienden la mitad del morro. Parecen una porción de piel seca entre tanta naturaleza, una cascarita que en cualquier momento puede soltarse a la espera de otro imperio.
Imagen de apertura: Embarque de la familia real portuguesa rumbo a Brasil en 1807, pintura del siglo XIX atribuida a Nicolas-Louis-Albert Delerive.