¿Qué tipo de conocimientos son necesarios para evitar el extractivismo? ¿Es posible avanzar hacia formas productivas menos contaminantes y que no dependan de la explotación intensiva de recursos naturales? ¿Cuál es el rol de la ciencia? Estudiantes, investigadores y referentes comunitarios se hicieron estas preguntas durante la Primera Escuela Latinoamericana sobre el Antropoceno Urbano.
Cuentan los abuelos que algún día va a llegar la gran noche, un tiempo de eclipse sin fin. Será el momento en que todos los objetos que hemos usado mal o de los que hemos abusado se volverán contra nosotros”, relata Jacinto Aceri, referente de la comunidad guaraní de Calilegua y miembro del Consejo Continental de la Nación Guaraní (CCNaGua). Sus palabras abrieron la mesa redonda Ontologías y Cosmopolítica, en el marco de la Primera Escuela Latinoamericana sobre el Antropoceno Urbano en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), de la que participaron estudiantes e investigadores de diversos países de América Latina y Europa.
El antropoceno, considerado por algunas corrientes teóricas como una nueva época geológica definida por la huella humana sobre la Tierra, busca reflexionar acerca de los cambios ambientales y las relaciones entre la sociedad y la naturaleza, las repercusiones de la actividad humana en la biodiversidad y el ambiente, y los daños irreversibles ocasionados por el consumo excesivo de recursos naturales.
El extractivismo es característico de geografías en vías de desarrollo, como la de América Latina. Su avance a lo largo y ancho de la región ha dejado como saldo contaminación ambiental, desplazamiento territorial y pérdida de la biodiversidad, no solo en el suelo sino también en lo cultural. “Para nosotros, el territorio es poder espiritual, es la vida misma: un qom sin territorio es como un tigre en cautiverio”, subrayó el líder de la comunidad Qom de Formosa Israel Alegre en referencia al valor del territorio no solo como fuente de recursos para alimentarse y vivir.
“Durante la Campaña del Desierto, que se inició a mediados de 1884, el pueblo Qom se refugió en el monte, adonde el ejército no estaba acostumbrado a ingresar. Hoy vivimos gracias a ese territorio que nos protegió del exterminio”, recordó Alegre, uno de los creadores de la Asociación Civil Lucio Rodríguez durante la década del ‘90.
“Nuestros abuelos y padres vivieron durante una época de mucha violencia física, verbal y psicológica. Por eso, hoy muchos jóvenes no quieren reconocerse como parte de las comunidades originarias y desconocen su identidad cultural”, coincidió Aceri, que es docente de idioma guaraní en dos localidades de la provincia de Jujuy. “Tenemos que hacer un viaje hacia lo más profundo de nuestro ser y buscar nuevamente el equilibrio, para entender que el hermano que tengo enfrente no es una competencia”.
Alegre, que además es uno de los presidentes de lo que denominan “Casa Grande” –una asociación que nuclea a los pueblos Pilagá, Wichi, Nivaclé y Qom en defensa del ambiente–, denunció diversas problemáticas que atraviesan a las comunidades de esa zona, que van desde el desplazamiento territorial y la tenencia de tierras hasta la controversia que generó el proyecto de instalación de una planta de enriquecimiento de uranio, Dioxitek, en la provincia de Formosa.
“Reclamamos un reconocimiento por parte del Estado de estos pueblos preexistentes en el Gran Chaco argentino, que comprende diez provincias y se extiende a Bolivia y Paraguay”, afirmó el líder y explicó que los pueblos indígenas son originarios de esa zona, cuando no había divisiones geopolíticas como en la actualidad.
“Como ahora hay fronteras, no se les reconocen los derechos a otros pueblos de la región que hoy pertenecen a Paraguay, por ejemplo. Es triste la situación del pueblo Nibaclé, que para ir al médico necesita pedir un documento prestado porque, como vivimos sobre el río Pilcomayo, nos consideran paraguayos y no nos dan el DNI. El Estado nos niega el derecho a la identidad, a la educación y la salud, y el acceso a cualquier beneficio”, reclamó.
La maldición de los recursos naturales
Tras décadas de extractivismo en la región, hay estudios que dan cuenta de que en los lugares donde se desarrollan actividades como la extracción de petróleo, la minería y la agroindustria no se consigue alcanzar un desarrollo ni económico ni social mayor al de otras zonas que no cuentan con esos recursos, mientras generan contaminación y otros impactos socioambientales negativos. Es lo que algunos teóricos denominan como la “maldición de los recursos naturales”.
“Esa maldición se puede revertir de la mano del control social local sobre lo que se hace con los recursos. Es importante el liderazgo, la movilización y el control para que las ganancias generadas a través de esos recursos se conviertan en beneficios para las comunidades”, dijo Mauricio Canedo Pinheiro, economista y profesor en la Fundación Getulio Vargas, entidad dedicada a estudiar los impactos socioeconómicos de la minería y la extracción de petróleo en las comunidades locales, principalmente de Brasil.
La doctora en Ciencias Sociales Andrea Sosa del Instituto de Altos Estudios Sociales de la UNSAM sostuvo que es necesario “humanizar la economía” e incorporar lo que se conoce como “externalidades” a los cálculos de costos y beneficios. “Es un esfuerzo para los economistas pero también para los funcionarios, que tienen que hacer un cambio de paradigma”, advirtió Sosa y explicó que ese cambio implica también dejar de hacer esa diferencia tajante entre el saber científico y otros saberes, como el de los pueblos indígenas, “que pueden ser un ejemplo, no solo de otras formas de economía y propiedad común de los bienes, sino también de otras formas de Estado y agricultura”, afirmó la especialista.
Siguiendo esta idea, el sociólogo especializado en desarrollo rural Roberto Cittadini consideró que hay que “hacer evolucionar a la ciencia sin renegar de la modernidad y la emergencia del conocimiento científico”. Cittadini señaló que “la ciencia busca la verdad con ciertos mecanismos y hay algo que es virtuoso en esa búsqueda, pero lo que la limita es el tipo de ciencia que hemos tenido, instrumentalista, atada a dinámicas e intereses del mercado”.
Arceri subrayó que “hoy se considera que todo lo que nos rodea es dinero: el árbol, el pescado, el agua” y adviertió que “esta lógica nos deshumaniza”. La investigadora recuerda que para referirse al dinero, los guaraníes utilizan la palabra “corepoti”, que hace alusión a lo que ya no sirve de la producción. “Eso nos da a entender que lo que producimos es para satisfacer la necesidad de la familia y la comunidad, y si sobra es para intercambiar por otros productos que no tenemos en el lugar”, dijo Arceri.
Pájaros en la ciudad
Durante el encuentro, Cittadini sostuvo que el origen del antropoceno se ubica en la modernización, unida a la evolución científica integrada al mercado, que se aceleró en los últimos setenta años. En el sector agrícola, por ejemplo, se potenció a mediados del siglo pasado de la mano de la denominada revolución verde, que entonces apareció como la solución al hambre en el mundo.
“Desde hace casi un siglo está ligada a un artefacto que acentúa el maltrato a la naturaleza. Hoy hay degradación de recursos productivos y compactación del suelo que lo impermeabiliza”, afirmó el especialista, que desde el año 2005 se ha desempeñado en distintas áreas del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Cittadini mencionó un estudio reciente que encontró una pérdida de fertilidad en el suelo argentino de entre un 30 y un 40 por ciento en zonas donde se aplican nueve kilos de glifosato por hectárea, frente a una media de dos a tres kilos por hectárea en otras partes del mundo.
Durante el debate se planteó que desde el campo académico se podrían generar discursos que permitan cuestionar la idea del monocultivo, junto con nuevas formas de pensar la economía, la agricultura y la productividad.
“El campo se ha vuelto inhabitable desde el punto de vista ambiental. Ir al campo implica ir a un lugar adonde pasan fumigaciones todo el tiempo. Los pájaros hoy están en la ciudad, ya no hay bichos en el campo, hubo pérdida de biodiversidad, hay menos retención de agua y menos napas freáticas. Se podría recomponer el sistema productivo pero lleva años regenerar la pérdida del suelo”, advirtió Cittadini, ex Coordinador Nacional del Programa ProHuerta del INTA entre 2006 y 2012.
El especialista sugirió que este sistema dominante puede ser modificado desde dos niveles: uno inferior, compuesto por la sociedad civil y las organizaciones de pequeños productores; y otro superior, a través de organismos internacionales, como la Convención de París y la FAO.
Durante el debate, el arquitecto Adrián Torres Astaburuaga, que trabaja en proyectos vinculados con la agricultura urbana, destacó el poder de los consumidores como los “revolucionarios de la actualidad”, capaces de hacer modificar los productos que desarrolla la industria a través de la demanda.
El especialista recordó que, hasta el Siglo XIX, se desarrollaba una economía de base orgánica en la que, por ejemplo, el agua de las acequias “era considerada oro”, ya que luego de pasar por las poblaciones, adonde se cargaba de residuos urbanos, se convertía en agua abonada. Esto cambió cuando se empezaron a verter elementos tóxicos como metales pesados, medicamentos y otros químicos que contaminan el agua desde los inicios del Siglo XX.
“Nos olvidamos que la ciudad tiene una lógica de correntía, que se ha compuesto por parcelas rurales que luego se convirtieron en urbanas. Por eso, mi acercamiento es que el antropoceno requiere desantropización: tratar de volver a aliar vida, suelo y agua, naturalizar la ciudad, concebirla y proyectarla como un ecosistema urbano”, afirmó Torres Astaburuaga.
Al respecto, Sosa coincidió en que desde el campo académico se podrían generar discursos que permitan cuestionar la idea del monocultivo. “Se podrían crear indicadores que no solo tengan que ver con la cantidad de producción por hectárea, sino también con la generación de empleo y qué tipo de empleo, con generar valor que no implique explotación, porque la plusvalía implica explotación”, ejemplificó.
Torres Astaburuaga consideró que “vale la pena hacer preguntas antropocénicas” y dejó planteados algunos interrogantes. Entre ellos: ¿Es posible imaginar una reversión del extractivismo agrícola y el envenenamiento de los suelos mediante una agricultura de microproyectos? ¿Pueden escalarse y multiplicarse esos proyectos? ¿Es posible imaginar un modelo poscapitalista con una economía del bien común? ¿Es compatible hacer negocios y a la vez reparar nuestros territorios?
(Agencia TSS – Unsam)
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