Las cosas a veces se invierten: el desarrollo nacional de un trigo transgénico puede llevar a corto plazo a que países como EEUU nos paguen patentes y no como suele ser de manera estructural. Una discusión con los cientistas sociales que impugnaron la cosa, la historia de Monsanto y demás demonios en el medio y un recuerdo para el biólogo Andrés Carrasco.
Es probable que antes de un año se esté cultivando trigo argentino Hb4 en EEUU, y que, en una inversión copernicana de roles, los farmers estadounidenses nos tengan que pagar patentes por la genética. Ésta la desarrolló la doctora Raquel Chan, biotecnóloga del laboratorio INDEAR de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y del CONICET. Como todo esto pertenece al estado nacional y a una universidad nacional, uso el “nos”. Nos tienen que pagar.
Le tienen que pagar también a Bioceres, creada para bancar el patentamiento y licenciamiento nacional e internacional de este paquete de conocimiento, y luego para su comercialización, es decir para que afuera no nos metan el perro con las regalías. La “bolsa blanca” es una expresión universal de resistencia al pago de semillas con patente, no se inventó en nuestro país.
Bioceres, que dentro de poco deberá tener cortitos a los farmers, seguramente sin resto para comprar a los jueces locales en su auxilio (aquí se ha visto mucho de eso), hasta nuevo aviso, es un raro conglomerado de productores medianos del litoral y de dos grupos farmacéuticos dizque argentinos. Ellos también cobran. Toquemos madera, compatriotas: con lo del trigo, la empresa se valorizó a lo bestia, en un momento en que el NASDAQ y el Dow Jones andan con las bolsas más bien caídas.
El asunto es que el trigo Hb4 ha despertado la furia de un grupo numeroso de nuestros (ejem) “cientistas”. La furia tomó forma de un petitorio que se elevó cuando en Brasil se analizaba la autorización de compra de trigo y harinas argentinas Hb4. Como el 45% de las exportaciones de trigo van a ese país, la luz verde brasileña no cambió la situación legal del Hb4 en Argentina.
Julián Domínguez, como nuevo Ministro de Agricultura, había obligado a la Dirección de Comercialización del Ministerio a autorizar la venta en Argentina del Hb4 sin esperar a que lo hiciera antes Brasil. Vencidas las resistencias del SENASA y la CONABIA en 2016, Comercialización fue el último búnker de la prohibición del Hb4 desde tiempos de Macri hasta fines de septiembre de 2021. Es decir que ni siquiera la administración anterior ya en tiempos de Alberto Fernández, la de Luis Basterra, quiso jugarse contra los funcionarios estables de ese área del ministerio. Basterra se sacó el problema de encima pasándoselo a Brasil: si los vecinos aprobaban la compra, él aprobaba la comercialización. Domínguez consideró que eso era una delegación de soberanía.
Entre los 1200 investigadores y docentes universitarios firmantes hay un predominio de científicos sociales y graduados de humanidades (la socióloga Maristella Svampa de la UNC + CONICET, o el filósofo del derecho Javier Flax de la UNGS). Pero también hay académicos de disciplinas biomédicas, agrícolas (Daniel Cáceres, UNC y CONICET) e incluso de ciencias exactas. El último censo de investigadores de Daniel Filmus muestra 90.397 personas dedicadas a ello, entre técnicos y profesionales, de los cuales 21.850 están en el CONICET y 68.547 restantes en otras instituciones científicas del estado como la CONAE, la CNEA, el INTI, el INTA, amén de casi todas las universidades nacionales, y los institutos de investigación mixtos del CONICET con dichas universidades. Con lo cual, la carta la firmó aproximadamente el 1,3% de la nómina oficial de investigadores argentinos.
En llamas
Algunos de los que firmaron el llameante pronunciamiento contra el licenciamiento del trigo Hb4 en Argentina, donde se lo inventó, suelen llamarse a sí mismos “cientistas sociales”. Ese neologismo evidenciaría algunas dificultades con el inglés, con el castellano, con la traducción y con las ciencias duras. Éstas últimas suelen estar habitadas por científicos a secas, algunos de ellos muy duchos en asuntos agronómicos, de manejo y conservación de suelos y de aguas interiores.
Pero lo que es del campo, como dijo alguna vez Julio Cortázar, los autodenominados “cientistas” saben que es un lugar donde los pollos corren crudos. Tienen montones de teorías sobre el mismo. Pero como dice Mateo, “por sus obras los conoceréis”.
O por su inacción, más bien. En 1996 la firma de biociencias yanqui Monsanto recibió el licenciamiento para cultivo masivo de la soja RR resistente a glifosato por parte del Ministerio de Agricultura. Desde entonces, los “cientistas” jamás hicieron un planteo tan duro y unánime contra un cultivo transgénico como el que acaba de soportar el desarrollo de la doctora Chan.
63 historias transgénicas 63
Los “cientistas” argentos mantuvieron un relativo silencio durante 26 años, mientras se sucedían las autorizaciones de siembra de 63 eventos transgénicos, muchos de ellos con eje en resistencia a herbicidas como el glifosato. Otros podían expresar proteínas de una especie de bacterias del suelo llamada Bacillum thuringiensis, tóxicas para las orugas barrenadoras del tallo del maíz, pero no para peces, batracios, aves o mamíferos.
Lo esencial durante esos años es que 28 de esos 63 eventos licenciados por el ministerio implican tolerancia a otro desmalezante llamado glufosinato de amonio, más viejo que la injusticia, y por eso libre de patentes (la del glifosato expiró antes, en 2000). En casi todos los casos los propietarios de los derechos intelectuales de toda esa genética son multinacionales, y se destacan Monsanto (hoy Bayer) y la china Syngenta.
Nuestros “cientistas” jamás salieron con los tapones de punta contra alguna de esas 63 semillas nuevas. Y por buenas razones: las firmas de biociencias exitosas suelen tener más abogados que científicos, y más lobbistas que abogados.
¿Da para tenerles miedo? A la luz de la historia del doctor Andrés Carrasco, biólogo molecular, ex presidente del CONICET, jefe del Laboratorio de Embriología Molecular del Instituto De Robertis de la Universidad de Buenos Aires, la respuesta es un “sí” clarito.
Carrasco no era un “cientísta” sino un científico, y un descubridor de los efectos teratogénicos de dosis grandes de glifosato en el desarrollo neural embrionario. Aquí las multinacionales de biociencias controlan lo suficiente la vida pública criolla como para hacerte la vida muy miserable si publicás ese tipo de cosas en revistas internacionales con comité de referato, y no te cuento si discutís públicamente algunas de sus grandes afirmaciones, a saber, el glifosato es inocuo. A Carrasco lo corrieron de todos sus cargos, le llovieron críticas desde el propio Ministerio de Ciencia (¡Usa dosis altísimas!) y ni te cuento de amenazas anónimas. Le jodieron una carrera dignísima. Murió de un bobazo en 2014.
A quién le importan los peones muertos
Lo de las GRANDES dosis es el meollo del asunto. O terminó siéndolo.
En 1996, cuando yo era periodista científico en Clarín, publiqué alguna diatriba contra el paratión por un caso de actualidad. Es un órganofosforado muy neurotóxico, un inhibidor de la hidrólisis del neurotransmisor acetilcolina, y solemnemente prohibido. Es percutáneo (se puede absorber una dosis letal por salpicadura de piel o mucosas), y mata por parálisis respiratoria. El campo argentino lo seguía usando con entusiasmo como insecticida.
Inevitablemente, morían peones agrícolas desprotegidos, cosa que parecía no importarle a nadie. Pero de tanto en tanto sucedía algo de eso en alguna familia argentina copetuda, cuando una dosis letal de paratión se abría paso inesperado -por alguna suma de errores y a través de la cadena de valor- hasta un producto de consumo domiciliario. Era entonces que salía en los diarios. De ahí lo del “caso de actualidad”.
Aquel año, el del licenciamiento del glifosato, no era justamente el mejor para denostar de agrotóxicos, y menos en Clarín. La Cámara Argentina de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE) me invitó a comer amigablemente en un sitio pipí-cucú, y en el almuerzo algún integrante de buenos quilates científicos, atento a mis reservas, me explicó que si yo me tomaba de un saque toda la sal del inocente salero de cristal tallado, seguramente me moría. Estuve de acuerdo. No pensaba hacerlo, de todos modos.
El tipo hizo algunos bosquejos moleculares a birome sobre las servilletas. Me explicó que la molécula activa es la N-fosfonometil glicina, desarrollada originalmente para tratar aguas duras, pero que un tal John Frantz, de la Monsanto, la había redireccionado en los ’70 como desmalezante. El glifosato bloquea la síntesis de tres aminoácidos: la fenilalanina, la tirosina y el triptofano en las células vegetales. Con ello, las plantas perennes no logran construir sus proteínas estructurales ni sus enzimas, y se mueren rapidísimo. Se marchitan como si se las hubiera quemado.
La genialidad comercial de Monsanto no consistió en redireccionar el glifosato en los 70. Eso no movió el amperímetro de la agricultura mundial, pero generó una patente. La carambola a dos bandas Monsanto la hizo durante los ’80, tiempos de aplicar aquel chiche nuevo, la ingeniería genética, y desarrollar una soja recombinante capaz de tolerar selectivamente ese herbicida de su propiedad, y patentarla.
Al glifosato entonces lo bautizaron Roundup (sinónimo de “razzia policial”, en la que caen supuestamente los malos), y a su soja, RR por Roundup-Ready, lista para bancarse el glifosato. Un marketinero, ahí.
El nacimiento de las súper malezas
“Esto cambia la agricultura, Arias -me dijo el probable bioquímico de CASAFE-. Se termina la era de la rastra de discos, de la labranza a lo bruto, de la erosión de suelos. Desde ahora, desmalezamiento con glifosato y siembra directa, sin romper la estructura del suelo. Y de yapa, no puede haber toxicidad por alta dosis para nadie, porque ésta es una molécula orgánica casi idéntica a la glicina, el más simple de los aminoácidos, las subunidades con que se construyen las proteínas. ¿Hasta ahí me seguís?”.
“Claro”, contesté, un poco picado.
“Y como toda fuente de carbono y nitrógeno se la devoran las bacterias del suelo- siguió el tipo con entusiasmo real- esta cosa parecida a la glicina se descompone rápido a la intemperie. No vas a encontrarla en el suelo ni en aguas interiores. No es un órganoclorado, que son casi indestructibles. No se acumula, no se concentra. No tiene poder residual”.
Parecía un planteo racional, y seguramente lo fue hasta que las malezas evolucionaron darwinianamente y se volvieron inmunes al glifosato. Era un proceso inevitable. Lo que nunca imaginé -y creo que CASAFE tampoco- es que sería tan rápido.
En 2006 ya había 18 “supermalezas” inventariadas en los campos en los que la soja RR había sustituido masivamente a las sojas anteriores, y la soja en general a la mayor parte de los cultivos industriales, e incluso a la ganadería en tierras de ecotono entre la Pampa Húmeda y la Pampa Seca.
Peor aún, la soja, en los ’70 un cultivo más bien testimonial, traccionada por la demanda china se estaba disparando en dirección a las 18,5 millones de hectáreas sembradas que ostenta hoy. El “yuyito”, como lo llamó CFK, no estaba expulsando únicamente al ganado, sino decidiendo la tala de bosques nativos, que además de estar habitados inmemorialmente y por derecho por la población rural dispersa, proveen madera dura y servicios de conservación de fauna, de suelos y de aguas.
Carta a las autoridades
A los gobernantes y sus recaudadores eso no los despeina: esos servicios no tienen valor de mercado… hasta que se pierden. La desaparición de pajaritos (¿alguien recuerda a los horneros?) y de decenas de especies de ranas es bienvenida por los insectos, y obviamente por los vendedores de insecticidas. En cuanto a los gobiernos nacionales, adictos ya a las retenciones, autorizarían la siembra de soja en la base Marambio, si se pudiera.
Pero ya en 2006 la reina de las supermalezas, la llamada “rama negra” (Coniza bonariensis) era la pesadilla de los sojeros, y estos empezaban a volverse la pesadilla de sus vecinos: en la guerra declarada contra las malezas, empezaban el segundo tiempo perdiendo, y estaban duplicando y triplicando los litros de glifosato por hectárea.
Pero no sólo de glifosato: debido a su creciente inefectividad, debían acompañarlo de un cóctel de otros herbicidas, incluidos algunos órganoclorados de gran persistencia, como el clorotalonil y el endosulfán. Pero además tenían que mezclar todo con surfactantes (es decir detergentes), para lograr un líquido capaz de buena pulverización. Y por la desaparición de insectívoros, pasadas y más pasadas de insecticidas.
La persistencia de la parte químicamente más estable de esos cócteles en la tierra y el agua tiende a la acumulación, y ésta a la toxicidad para animales, incluido el bicho humano. Significativamente, la Organización Mundial de la Salud, en 2015 recategorizó el glifosato: no era inocuo, como afirmó en 1998, sino cancerígeno de bajo grado. Era cuestión de cantidad, nomás. Punto para Carrasco.
La sojización del campo argentino llevó a conflictos sociales. Además de desalojos, hay deriva por viento que afecta a la población rural ya no dispersa sino agrupada, y asociaciones llamadas genéricamente de “vecinos fumigados” en muchos pueblos y ciudades de las llanuras chacopampeanas. Y ya hay más acciones legales y recursos de amparo de los que pueden silenciar o cajonear las supersemilleras, con sus abogados, lobbistas y jueces.
Retrotrayendo el estado de cosas a aquella mesa de restaurante porteño cheto en 1996, hay muchos argentinos que se están bajando de un saque toda la sal del salero quieran que no. Porque más mata la dosis que la sustancia, como dice la toxicología.
Lejos de las quijotadas del bravío Carrasco, en los 26 años que dura este inmenso cambio de la agricultura y el uso del suelo en Argentina, lo cierto es que nuestros “cientistas” jamás se movilizaron tanto como ante este evento. Que insisto, es el primero en plantear una inversión drástica de las reglas de juego vigentes desde los ’90 para cultivos industriales.
Ahora son países anglosajones como Australia, Nueva Zelanda y EEUU, pero también Sudáfrica, China y la India quienes le tendrán que pagar royalties a la Argentina.
Si hasta la Argentina terminó por enterarse de que los genes Hb4, que la doctora Chan sacó del girasol y confirió a otros cultivos, son la patente de biotecnología vegetal más importante de nuestra historia científica. Punto. Lástima que gracias a una cáfila de funcionarios asustados y/o de alquiler esa patente perdió la mitad de sus 20 años de vigencia durmiendo en carpetas del Ministerio de Agricultura (MAg).
Cuidando la descendencia
Los Hb4 son genes hidrorreguladores. Explican la fenomenal resistencia del girasol ante la sequía, pero también actúan cuando el desafío es el encharcamiento prolongado de suelos. Y no se trata únicamente de resistencia pasiva ante los extremos hídricos. Cuando el agua o su ausencia se vuelven un factor de stress, los genes Hb4 hacen que la planta transfectada con esos genes pase a modalidad “defender la descendencia a todo trance”, y para ello multiplica su producción de semillas. En el caso del trigo, es rutinaria hasta un 20% de mayor productividad.
Si sembraste trigo Hb4, rogá por un año seco. Y si vivís en este siglo, lector, tus ruegos serán escuchados: de que haya años secos se encarga el calentamiento global. Y también de que haya inundaciones. Estanislao Zeballos, uno de aquellos ochentistas polifacéticos, como ministro de agricultura observó que lo típico de la llanura pampeana no eran las secas, sino su alternancia con las inundaciones. Si eso era verdad a fines del siglo XIX, hoy los extremos mandan. Lo que está a la baja son “los años promedio”.
Hasta el momento, hay un único cultivo industrial que no mostró mejoras significativas con los genes Hb4: el maíz. Chan explica que es una planta que tiene miles de años acumulados de mejoras agronómicas por cruzamiento selectivo precolombino, y luego otra gran dosis de lo mismo en épocas industriales. La planta que los conquistadores y colonos españoles encontraron en “las Indias”, y que llamaron “trigo indiano”, el maíz, hoy es difícilmente mejorable, al menos desde el punto de vista de su manejo del agua.
Que Bioceres no se contentara con tener soja, alfalfa y trigo Hb4 y que además le tuviera que meter a sus semillas un paquete genético de resistencia al glufosinato, eso es parte de la deriva intelectual de todas las semilleras.
El glufosinato tiene dos encantos: patentes muy vencidas, y el no ser glifosato. Eso suma puntos en un momento en que esa última molécula le parece mala hasta a la Corte Suprema de los EEUU. Probablemente el glufosinato protagonice una trayectoria parecida a la del glifosato, pero de final más rápido, y no tanto porque sea un desmalezante ya viejo e incapaz de un momento estelar de efectividad, sino porque agarra vacunados contra el modelo de resistencia selectiva a casi todos los países agrícolas. La resistencia social será mayor y más rápida.
Por ahora, no hay modelos alternativos mejores para el desmalezamiento, al menos consensuados por la ciencia y la sociedad. En las tierras difíciles del ecotono bonaerense, donde las lluvias son sumamente irregulares y las sequías son causa común de quiebra, hay ya cantidad de productores jóvenes que se refugian de las sequías y del alto costo de los agroquímicos en un combo nuevo de ganadería y/o cría ultraintensiva (pero ambulatoria) con agricultura, el PRV, o Pastoreo Racional Voisin.
Este sistema rotativo francés ha sido adaptado a pastizales africanos y sudamericanos más secos por Alain Savory, un guardafaunas de Zimbabwe hoy famoso en todo el planeta. Hay mucha gente en muchas universidades tratando de generar nuevas y mejores prácticas de desmalezamiento. Pero éstas encuentran una resistencia enorme de las semilleras, que se forraron como jamás antes con su modelo de resistencia transgénica a herbicidas.
La Biblia y el calefón
Creo que Bioceres unió la Biblia y el calefón: el mayor logro de la historia de la biotecnología vegetal ante el cambio climático lo dejó pegado a un modelo de desmalezamiento destinado a fracasar biológica y socialmente EN EL FUTURO. Y lo que pasa es que para llegar al futuro la empresa tiene que sobrevivir al presente. Y es un presente bastante idiota.
En el estrépito de quienes gritan que el glufosinato de amonio es 15 veces más tóxico que el glifosato (sin dar maldita la prueba) y quienes recomiendan usarlo como shampoo para bañar a los bebés, nadie presta atención a algo que la doctora Chan repite obstinadamente: el comprador de semilla Hb4 no está obligado a desmalezar con glufosinato.
El Hb4 se puede usar en un esquema de desmalezamiento biológico Voisin, Savory u otros. No hace falta volver a la esclavitud para desmalezar.
Los criticones dejan de lado otro dato: si la soja en general es un cultivo que emite dióxido de carbono, porque deja el suelo sin cobertura vegetal, el trigo, con sus raíces penetrantes, lo fija, es decir construye suelo nuevo, con estructura y con su flora bacteriana y fungal. Eso, por un lado. Por el otro, saca ese gas invernadero de la atmósfera. El USDA cree que el potencial de fijación de carbono por el trigo Hb4 anda en 1,6 toneladas/hectárea/año.
Todo eso, los “cientistas” lo pasan por alto. Tiene que estar muy podrido educativamente el país para que uno extrañe los viejos tiempos en que el culto del atraso era patrimonio cultural de la derecha milicoide, con sus Noches de los Bastones Largos y sus diásporas de científicos. Ahora tenemos una izquierda que se bancó a Monsanto y a Syngenta con gruñidos más bien de oficio, pero que salta como el Krakatoa cuando aparece un jugador local con una tecnología que invierte las reglas mundiales de juego. O al menos, trata de hacerlo.
Con la autorización de la FDA en EEUU no alcanza para que el Hb4 se cultive en los EEUU: todavía debe dar el thumbs up el USDA, o Department of Agriculture, equivalente de nuestro ministerio de Agricultura. Pero eso, con el precio del trigo por las nubes, hoy eso sale con fritas. Somos el país dueño de las patentes más inobjetables de la historia biotecnológica no sólo en trigo, sino también en soja y alfalfa. Es plata y es poder.
Y antes fue impotencia. Mucha gente logró atajar años enteros en la CONABIA (Comisión Nacional de Biotecnología Agropecuaria), en el SENASA y luego en la Dirección de Comercialización del Ministerio de Agricultura los tres licenciamientos Hb4, pero el más resistido fue el del trigo, porque aquí es un alimento humano, más que un forraje. Por eso, quien tituló “Trigo Limpio” a la campaña sucia contra el Hb4 está en el mismo nivel de genialidad que el inventor del nombre Round-up. Un marketinero, ahí. ¿O es el mismo?
Por su astucia, no parece un marketinero de la Mesa de Enlace, tan propensa a cortar rutas con sus camionetas Hilux y Amarok, toda vez que algún gobierno amenaza aumentar las retenciones. Supuestamente, los de la Mesa deberían defender sus propios intereses económicos, pero en este caso parecen más bien alineados contra una firma que le va a pegar una mordida inmensa a multinacionales que les vienen chupando sangre a borbotones. El Ministro de Agricultura del gobierno de Mauricio Macri, Luis Etchevehere, el mismo bajo cuyo mandato la langosta volvió a invadir la Argentina, vaticinó que el trigo Hb4 provocaría la pérdida de Brasil como primer comprador de este cereal.
Es que los brasileños, según Andrés Murchison, segunda línea de Etchevehere, son muy ecologistas y le tienen pavor a los cultivos transgénicos. Aparentemente no era tan así, porque Brasil es otro de los muchos países trigueros que autorizaron el Hb4 al toque. Entre vueltas y revueltas de nuestros funcionarios y líderes agrarios, se perdió la mitad de la vida útil de estas tres patentes sin cobrar un mango.
¿Tú también con gansadas, Bruto?
Bueno, era esperable de esta gente. ¿Pero de los “cientistas” del CONICET, entidad que por primera vez en su historia va a cobrar cantidades interesantes por un desarrollo argento, hay que escuchar las mismas gansadas?
Sabiendo con qué bueyes hay que arar aquí y con un sistema judicial tan penetrado por las multinacionales de biociencias, probablemente se tendrá que gastar mucha plata en mantener bien lejos las áreas de producción Hb4 y las de trigos comunes.
Los trigos comunes son productos biotecnológicos, por supuesto, y su genética está o estuvo igualmente sujeta a propiedad intelectual. Y es que, tras miles de años de cultivo, no existe el trigo natural. Para ser preciso, me refiero a cultivares que no tienen estos genes de girasol que primero se comen a los chicos y luego hacen chocar los planetas. ¿O era el orden inverso?
Probablemente también haya que discriminar espacialmente todo el downstream que va de los acopios a los puertos o a los molinos (algo carísimo y técnicamente precario), para que los trigos no se mezclen. Porque algo me dice que, si lo hacen, o cuando lo hagan, van a menudear los juicios de “damnificados”.
La estrategia de etiquetar y discriminar el Hb4 va a disminuir su oferta y exacerbar su demanda. Y es que sólo en 2018 el campo argentino perdió U$S 7.000 millones por sequía, y hasta hoy esas pérdidas se siguen repitiendo. Es casi el tercer año de un “evento Niña”, y sin trigos resistentes al cambio climático queda en riesgo el 20% de la fuente de calorías de carbohidratos del mundo. Y eso era antes de la Guerra de Ucrania.
Si yo fuera propietario de la ex Monsanto, utilizaría todo mi arsenal de avenegras, lobbistas, periodistas y “cientistas” para arruinarle la vida a Bioceres. Vista la creciente resistencia social al glifosato, el glufosinato tendrá un vuelo muy breve: los municipios y sistemas de salud provinciales de la llanura chacopampeana ya están podridos de este modelo de desmalezamiento, y van a ir a la guerra más rápido, y probablemente logren goles en el primer tiempo. Pasa que Bioceres es una empresa local. No puede alinear demasiados jueces ni prensa ni jefes de cátedra.
Pero esa patente Hb4 en estos tiempos de extremos hídricos sencillamente no tiene precio, y todavía durará diez años. No es imposible comprarla con empresa y todo, si se tiene dólares.