¿Hasta qué punto los fundadores del socialismo moderno fueron conscientes del problema? Ha corrido mucha tinta sobre el tema. En el caso de Marx y Engels, fundadores de la corriente más influyente de la izquierda socialista, la polémica fue intensa.

El ecologismo apareció como corriente influyente en los Estados Unidos y Europa occidental en los años 60 del siglo XX, al margen de las izquierdas tradicionales, y en particular del marxismo. Algunas de sus corrientes incluso se presentaban como una superación de la oposición entre derecha e izquierda, con el argumento de que los conflictos sociales (especialmente entre clases) estaban destinados a pasar a segundo término frente a un problema de fondo: la agresión humana contra el medio ambiente natural. Esta agresión afectaba a todo el mundo, era un problema de la humanidad, no de una parte, de una clase social. Pero no todo el ecologismo lo veía igual. Un sector, que se volvió mayoritario en su seno, consideraba que la destrucción ambiental era un resultado más de la dinámica expansiva, dominadora y privatizadora del capitalismo, y que por tanto el ecologismo tenía que ser anticapitalista.

¿Hasta qué punto los fundadores del socialismo moderno fueron conscientes del problema? Ha corrido mucha tinta sobre el tema. En el caso de Marx y Engels, fundadores de la corriente más influyente de la izquierda socialista, la polémica fue intensa. Alguno les ha atribuido desde ignorancia de la cuestión ecológica hasta posiciones abiertamente “productivistas” y, como tales, antiecológicas y cómplices de desarrollos industriales extremadamente destructivos del medio natural. Las prácticas inequívocamente productivistas de los regímenes autodenominados marxistas reforzaban este argumento. El bicentenario del nacimiento de Marx es una buena ocasión para repasar qué hay de verdad en estas críticas.

Marx consideraba que la burguesía, impulsando el industrialismo capitalista, creó un nuevo mundo, introduciendo innovaciones que multiplicaban las capacidades humanas para transformar el medio natural y para dotarse de mejoras gracias a la aplicación de la ciencia y la técnica a la producción. La burguesía, con ello, generaba además las condiciones previas necesarias para avanzar hacia una nueva etapa de la historia humana, una era de fraternidad: el socialismo o comunismo. El maquinismo y la concentración de trabajadores en fábricas hacían nacer un nuevo modo socializado de trabajo y de producción, que, gracias a la división del trabajo en el interior de la empresa, incrementaba la productividad del trabajo humano y aportaba una plétora de productos inaudita. Y concentraba en grandes fábricas aquellos que serían los protagonistas de los cambios revolucionarios exigidos por el nuevo régimen socioeconómico: los proletarios, llamados a subvertir el orden capitalista. Pero el maquinismo fragmentaba la actividad de cada trabajador hasta convertirlo en una simple pieza de una gran maquinaria, y sometiéndolo a explotación. La explotación, es decir, la expropiación por el empresario capitalista del producto del trabajo excedente de los obreros, permitía una acumulación de riqueza en manos del empresario. De modo que Marx, al tiempo que veía progreso en la industria mecanizada, veía dominación, sufrimiento y regresión humana. Había aprendido a pensar dialécticamente, percibiendo juntos los aspectos opuestos de una misma realidad, que raramente tiene una sola cara. En el socialismo moderno hay también una idea frecuentemente no explicitada: la productividad de las modernas fuerzas productivas permite liberar tiempo y energía para los trabajadores que, emancipados de la explotación capitalista, podrían dedicarse a la vida política y a la gestión de la cosa pública bajo un régimen comunista.

No comprender el punto de vista dialéctico ha llevado a muchos lectores y críticos de Marx a interpretar erradamente algunas de sus ideas. Así, si el industrialismo capitalista es un paso hacia la liberación de los trabajadores, parece que tenga que ser considerado sin reservas como un fenómeno positivo. Desde este punto de vista, Marx sería un admirador del progreso técnico e industrial, y, como tal, alguien que, de una manera u otra, ha contribuido a implantar o consolidar la civilización técnica que está revelándose nefasta para las condiciones de vida de la biosfera y de la misma especie humana. En otras palabras, Marx no solo no tendría nada de ecologista, sino todo lo contrario, formaría parte activa de una cultura esencialmente contraria a la vida y dominadora de la naturaleza.

Pero disponemos desde hace más de 30 años de estudios orientados a señalar la presencia, en la obra de Marx, de ideas que se pueden calificar como ecologistas o protoecologistas. Manuel Sacristán, traductor de diversas obras de Marx (entre ellas, el primer libro de El capital) y muy buen conocedor de su obra, publicaba en 1984 en la revista Mientras Tanto un trabajo titulado “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx” (recogido en el volumen Manuel Sacristán, Pacifismo, ecología y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987). En este trabajo, Sacristán explicaba cómo Marx denunciaba la degradación, en el sistema capitalista, tanto de la integridad y la salud de los trabajadores como de la fertilidad de la tierra, dos realidades naturales –el trabajo humano y la tierra– que son, dice Marx, “las dos fuentes de las cuales mana toda la riqueza”. Marx y Engels fueron conscientes de un problema que preocupó a muchos científicos y estadistas del siglo XIX: la pérdida de nutrientes de las tierras agrícolas en un momento de crecimiento demográfico, y de la irracionalidad metabólica que suponía la existencia de grandes ciudades que importaban de los campos muchos alimentos pero no retornaban los nutrientes a la tierra, sino que los evacuaban hacia los ríos, contaminándolos, y derrochando un recurso de gran valor. La ruptura de la circularidad de los nutrientes ponía en cuestión tanto la viabilidad económica a largo plazo de la agricultura capitalista como la viabilidad ecológica de las grandes ciudades, hasta el punto de que, en el Anti-Dühring, Engels afirma: “La civilización nos ha dejado con las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y trabajo eliminar; pero las grandes ciudades deben ser eliminadas, y lo serán, aunque a través de un proceso lento”.

Marx, según Sacristán, creía que “en el momento de construir una sociedad socialista el capitalismo habrá destruido completamente la relación correcta de la especie humana con el resto de la naturaleza (…) Y entonces asigna a la nueva sociedad una tarea –dice literalmente– de ‘producir sistemáticamente’ este intercambio entre la especie humana y el resto de la naturaleza. (…) La sociedad socialista queda así caracterizada como aquella que establece la viabilidad ecológica de la especie”[1]. Como se puede observar, Sacristán ponía de manifiesto en los textos de Marx y Engels unos puntos de vista inequívocamente “ecologistas” y una percepción muy acertada de un rasgo esencial del capitalismo: la ruptura de la circularidad de los intercambios entre humanos y medio natural que son la condición básica de la continuidad de la vida humana sobre la tierra. Marx utilizó profusamente el término “metabolismo” –en alemán Stoffwechsel, es decir, intercambio de materiales, que no es nada más que la definición de “metabolismo”–, un término típicamente ecológico, y eso dice mucho de la consciencia de Marx sobre la cuestión. La observación de Marx según la cual el socialismo estaba destinado a establecer “la viabilidad ecológica de la especie [humana]” se hace explícita en el libro III de El capital, donde se caracteriza la sociedad sin clases, el comunismo, que supuestamente ha de suceder al capitalismo, no solo como una sociedad libre de explotación y de inseguridad, sino también como una sociedad en la que “los seres humanos regularán conscientemente su metabolismo con la naturaleza”. Esta frase, que ha sido en general poco comentada por los lectores e intérpretes de El capital, subraya hasta qué punto Marx fue consciente de la dimensión ecológica de la vida humana, del papel destructivo del capitalismo respecto a esta dimensión e incluso de la misión regenerativa que correspondería al socialismo en el futuro.

En el año 2000 se publicaba la obra de John Bellamy Foster Marx’s Ecology. Materialism and Nature (traducido al castellano con el título La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, El Viejo Topo, 2004), una obra consistente y muy documentada sobre el tema, que aclara muchos puntos. Este libro aporta elementos adicionales que permiten hacerse una idea más precisa del ecologismo de Marx, a partir de un recorrido muy detallado de las diferentes tradiciones científicas y materialistas que influyeron en este autor, desde Epicuro (a quien va dedicar su tesis doctoral) y Lucrecio hasta los ilustrados europeos y la ciencia natural. Foster explica, a partir de los cuadernos de lectura de Marx, como este se interesó, entre otros, por la geología histórica, por la teoría evolucionista de Darwin y por la química agrícola, especialmente por Justus von Liebig, que denunció la inviabilidad a largo plazo de la agricultura capitalista. Recoge también múltiples pronunciamientos sobre el tema tanto de Marx como de Engels. Este último, en una carta a Marx, ponía el acento en el derroche “de nuestras reservas de energía, nuestro carbón” (que caracteriza como “calor solar del pasado”) y de los bosques, indicando los efectos devastadores de la deforestación[2].

Foster relaciona la conciencia marxiana de la “fractura metabólica” (término utilizado por Marx) con la obsesión por la división antagónica entre ciudad y campo. Y alude a un tema que la moderna crítica ecologista ha puesto en evidencia explicando que el comercio desigual implica expolio de recursos naturales, es decir, uso y consumo, por parte de los países ricos, de la tierra y el agua de los países pobres cuando los primeros importan piensos, producción vegetal o ganadera de los países pobres:

“Para Marx –dice Foster– la fractura metabólica relacionada en el nivel social con la división antagónica entre ciudad y campo se ponía también de manifiesto a un nivel más global: las colonias asistían impotentes al robo de sus tierras, sus recursos y su suelo al servicio de la industrialización de los países colonizadores”. Siguiendo a Liebig, que había afirmado que “Gran Bretaña roba a todos los países las condiciones de su fertilidad” y señalando a Irlanda como ejemplo extremo, escribe Marx: “Indirectamente Inglaterra ha exportado el suelo de Irlanda sin dejar siquiera a sus cultivadores los medios para reemplazar los elementos constituyentes del suelo agotado” (p. 253).

Es bastante evidente que, en estas observaciones, Marx apunta una visión del imperialismo que va mucho más allá de una explotación en términos de valor económico, y que incluye el saqueo y la transferencia física de recursos naturales: fertilidad de la tierra, minerales del subsuelo, agua. Foster recoge también que Engels    transmitió a Marx la noticia de los trabajos de Podolinski sobre flujos de energía y de valor, solo unos meses antes de la muerte de Marx. Este desestimó por simplistas las inferencias de Podolinski, pero sin negar su pertinencia.

Un par de observaciones más indican hasta qué punto había avanzado en la mente y la obra de Marx la conciencia ecológica. Una es el esbozo de la noción de sostenibilidad ecológica en la idea de la continuidad de la especie humana o “cadena de generaciones”, cuando dice, por ejemplo, en el libro I de El capital, que “la agricultura tiene que preocuparse por toda la gama de condiciones permanentes de la vida que requiere la cadena de las generaciones humanas”, o cuando se refiere a las “condiciones eternas de la existencia humana impuestas por la naturaleza”[3]. Otra observación, esta más socioecológica, merece una atención especial, porque se ha atribuido a Marx la idea de que el desarrollo agrícola exige aumentar la escala de la producción, idea que parece coherente con una visión peyorativa del pequeño campesinado como     una rémora del pasado. He aquí como lo presenta Foster:

(…) Su análisis [el de Marx] le enseñó los peligros de la agricultura a gran escala, a la vez que le hacía ver que la cuestión principal era la interacción metabólica entre los seres humanos y la tierra. En consecuencia, la agricultura solo podía existir a una escala bastante grande allí donde se mantuvieran las condiciones de sostenibilidad, cosa que Marx consideraba imposible en la agricultura capitalista a gran escala. ‘La moraleja del cuento –dice Marx en el libro III de El capital– (…) es que el sistema capitalista va en sentido contrario a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aunque este promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita o bien pequeños campesinos que trabajen por su cuenta o el control por parte de productores asociados’. Marx y Engels argumentaron continuamente en sus obras que los grandes terratenientes eran invariablemente más destructivos en relación a la tierra que los agricultores libres (p. 255).

Sorprendente, ¿no? Estas observaciones contradicen la visión habitual de Marx en relación a la ecología. Esto tiene una explicación. Estas percepciones de Marx y Engels no bastaron para superar su visión esencialmente productivista y su confianza, pese a todo, en el progreso técnico, y no influyeron en los contenidos básicos del corpus teórico que se traspasó a sus herederos, los cuales fijaron su atención en la interpretación marxiana del desarrollo industrial, que tomaron como paradigma desligándolo de sus efectos colaterales ecológicos.

Foster recorre las aportaciones de diversos autores marxistas que recogieron algunas de las reflexiones ecológicas de Marx y Engels, como el mismo Kautsky en su trabajo sobre la cuestión agraria. Da un valor especial a Bujarin, que asignó un papel importante al concepto de metabolismo en su tratado de sociología. Bujarin atribuyó a la agricultura más importancia que cualquier otro dirigente bolchevique, hecho que estaba ligado a su defensa de los campesinos frente a los intentos de colectivización forzosa de las tierras. Dio una particular importancia a Vernadsky, introductor en el año 1926 del concepto de “biosfera” y fundador de la geobioquímica, de quien Lynn Margulis dijo que “fue la primera persona en toda la historia que se enfrentó a las implicaciones reales del hecho de que la tierra sea una esfera autónoma”. Y a Vavilov, especialista en genética vegetal. Tanto Vernadsky como Vavilov vivieron y desarrollaron sus teorías en la Rusia soviética. El mismo Lenin estableció en 1920 una reserva natural en la Unión Soviética al sur de los Urales, la primera en el mundo destinada por un gobierno al estudio científico de la naturaleza. Todo esto hace decir a Foster que “en la década de 1920 la ecología soviética era probablemente la más avanzada del mundo” (p. 365). Pero como tantas otras iniciativas innovadoras de la revolución soviética, todo se lo llevó el viento de la contrarrevolución estalinista. La URSS puso en práctica un industrialismo descarnado y una agricultura química y mecanizada de grandes unidades. No solo las prácticas agronómicas quedaron marcadas por la filosofía desarrollista, sino que dieron origen a planteamientos teóricos e ideológicos que influyeron en todo el movimiento de obediencia soviética en el mundo. Un ejemplo estremecedor de hasta dónde ha podido llegar la tecnolatría implícita en esta orientación se encuentra en la obra colectiva checa La civilización en la encrucijada, dirigida por el científico social Radovan Richta, que en los años 60 del siglo XX llamó la atención como una versión modernizada de la filosofía del “socialismo real”. El equipo redactor se vinculó al programa democratizador de Alexander Dubcek, y por tanto era visto como una renovación de la idea del socialismo. ¿Lo fue realmente? No en el replanteamiento de la consideración teórica de la naturaleza en relación a la especie humana.

Entre otras cosas, la mencionada obra dice: “El mundo que rodea hoy al hombre ya no es desde hace tiempo la naturaleza intacta. (…) Adopta los rasgos de una naturaleza otra, impuesta por el hombre. (…) El hombre deja de ser un simple ser natural y deviene, en todos los aspectos, un individuo social, elaborado por la civilización”. El gran cambio que los autores de este estudio ponen de relieve es un cambio tecnológico, el paso de una tecnología que fragmenta y aliena las capacidades de los trabajadores y de los ciudadanos, a una tecnología “multilateral, que les abre el camino de su desarrollo propio y autónomo”. El mérito de este cambio proviene de la “revolución cientificotécnica”:

La automatización, la quimización, la biologización de la producción, las técnicas modernas de consumo, los medios de comunicación y el urbanismo tienden actualmente a evitar que las personas sirvan al mundo de los objetos. La revolución científica y técnica, en su conjunto, puede en definitiva llegar a transformar la civilización en un servicio para el ser humano: a adaptar el proceso de producción, a construir un modo de vida, etc., favoreciendo así el desarrollo humano en su plenitud[4].

Es absolutamente revelador que este informe de 460 páginas en la versión francesa no contenga ninguna consideración ni mención alguna de la agricultura y la alimentación humana, que no hable de alienación del hombre respecto de la naturaleza… ¡que no haga aparecer la palabra “agricultura”! Su tecnolatría llega tan lejos, si no más, que los documentos de la Rand Corporation de los Estados Unidos o de cualquier otra agencia tecnocrática del mundo.

La izquierda tiene que librarse de toda esta regresión teórica. Dos amenazas le ayudarán a hacerlo: el cambio climático y el agotamiento de los combustibles fósiles y el uranio. No se podrán abordar estas dos amenazas sin una reconsideración radical de la fractura metabólica experimentada los dos últimos siglos y sin un programa de mutación energética y metabólica para reconstruir la economía sobre la base de la sostenibilidad ecológica y la circularidad de los recursos. Releer a Marx y Engels con una nueva mirada, que permita recuperar sus reflexiones protoecologistas superando sus insuficiencias, ayudará sin duda a llevar adelante este programa de reconstrucción.

 

Notas:

[1] Manuel Sacristán, “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx”, en el volumen Pacifismo, ecología y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987, pp. 146-147. La cita del Anti-Dühring está en la p. 144.

[2] John B. Foster, La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, Barcelona, El Viejo Topo, 2004, pp. 255-256.

[3] J.B. Foster, op. cit., pp. 253 y 252.

[4] Radovan Richta (dir.), La civilisation au Carrefour, París, Éditions Anthropos, 1969, pp. 210-211 y 213.

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